La República imaginaria

[…] Laicidades

En las polémicas sobre el velo, la laicidad es blandida como el atributo consubstancial de la República, como si su sentido y sus modalidades estuvieran grabadas eternamente en el mármol. Sin embargo, la batalla laica tiene una larga historia. Los principios de la escuela y de la república laica no fueron establecidos hasta un siglo después de la proclamación de la Primera República. Contrariamente a lo que pretenden los paladines de una laicidad “abierta y desacomplejada” (Bernard Stasi) o de una “laicidad apaciguada” (Jacques Chirac) (dicho de otro modo, de una laicidad reducida a una coexistencia pacificada entre religiones), la laicidad original no fue un espacio vacío y neutro, sino una ideología de combate contra la empresa de la Iglesia católica y romana. Esta no se impuso en la batalla más que mediante una alianza táctica entre dos fuerzas estratégicamente antagónicas: la burguesía anticlerical positivista, por un lado, y el movimiento obrero socialista, por el otro. De ahí que la escuela sea desde entonces un asunto en torno al cual se cristalizan, para gran asombro de los observadores extranjeros, las pasiones francesas (de manifestaciones gigantes de la derecha por la escuela libre a manifestaciones gigantes de la izquierda contra la revisión de la ley Falloux).

Sin embargo, la laicidad victoriosa se mantuvo bajo la dirección hegemónica de la burguesía republicana. En tanto que escuela de Estado, la escuela obligatoria de Ferry ya quería constituir una muralla no solamente contra la Internacional negra de los curas, sino contra la Internacional roja de la educación popular1. Lo testimonian los ritos de la organización escolar, la redacción de los manuales, la enseñanza de una epopeya patriótica, la celebración de la República como advenimiento de la Razón y la influencia positivista, omnipresente, hasta en la Universidad con el diccionario Littré, la sociología literaria de Brunetière y de Lanson, la historia según Langlois y Lavisse, la sociología durkheimiana: “Todo está hoy en manos del positivismo en la enseñanza, en la filosofía universitaria y, particularmente, para la clasificación de las ciencias, todo pertenece a la clasificación de Auguste Comte2”.

¿Qué es el positivismo en tanto que ideología dominante, si no es la apología del Progreso en el Orden por parte de los vencedores? Su divisa –“Orden y progreso”, el progreso en (buen) orden – inspiró a los republicanos autoritarios nacientes tanto de Brasil como de México. Todavía adorna la bandera brasileña. Procede del gran apóstol del positivismo. Pero su espíritu también está presente en Víctor Hugo3. Recordando la energía con la que, en junio de 1848, había “defendido el orden en peligro”, y prometiendo que mañana lo volvería a defender “si el peligro reapareciera por ese lado”, el autor de Cosas vistas exigía a la tribuna de la Asamblea la separación de la figura del sacerdote de la del profesor. Quería a “La Iglesia en su casa y al Estado en la suya”. Ya que, “lo que necesita Francia es orden, pero orden viviente, que es el progreso tal como se desprende del crecimiento normal, apacible y natural del pueblo… ¿Ustedes no quieren el progreso? ¡Tendrán revoluciones!” A buen entendedor…

“Ley del velo”

4La ley contra el porte de signos religiosos “ostentosos” u “ostensibles” (refinamiento terminológico difícilmente comprensible fuera del Hexágono) en el colegio fue ante todo una iniciativa de diversión y de oportunidad política. El gobierno Raffarin acababa de ser puesto en apuros por las grandes movilizaciones sociales de la primavera de 2003 sobre las pensiones y la educación. Centrar la atención sobre la ley en cuestión permitía sellar una unión sagrada republicana entre derecha de derecha, derecha de centro e izquierda de centro. Este ecumenismo laico ha encontrado desde entonces su prolongación en el sí a la Constitución Giscard de los verdaderos-falsos gemelos Sarkozy-Hollande, y en la eurocompatibilidad entre la izquierda y la derecha proclamada por Lionel Jospin en ocasión de su calamitosa campaña por el sí al tratado constitucional.

Sin embargo, la ley es inútil y discriminatoria. Inútil: el dictamen emitido en 1991 por el Consejo de Estado era suficiente. Recomendaba tratar los litigios caso por caso en el marco de la legislación en vigor, bajo la responsabilidad de los directores de cada centro. Desde la adopción de la ley del velo, se han registrado menos de doscientos casos conflictivos, de los cuales cuarenta han dado lugar a expulsiones. Todavía es mucho. Pero ciertamente no había materia para desencadenar una guerra civil escolar. Cada situación es singular al llevarse el velo, pudiendo mezclarse, con dosis variables, alienación religiosa, desafío cultural, distinción en la vestimenta juvenil, sumisión familiar, proselitismo político… Podemos entender que ciertos docentes hayan podido creer más cómodo atrincherarse detrás de las instrucciones de uso de una directiva legal que tener que discutir con una alumna sobre los pormenores de su vestimenta y que, de ese modo, hayan podido creerse eximidos de una responsabilidad y de una obligación de diálogo. Sin embargo, la armadura legislativa se revela ilusoria. Era previsible. Jacques Chirac mismo era consciente de ello en su discurso de diciembre de 2003 sobre la laicidad: “En la aplicación de esta ley, el diálogo y la concertación deberán buscarse sistemáticamente antes de cualquier decisión”. Vuelta pues al caso por caso, y a las “acomodaciones razonables” recomendadas por nuestros primos de Québec, y de regalo una espada de Damocles confiada a la arbitrariedad de los consejos de disciplina.

¿Mucho ruido para nada? En absoluto. La ley, aun siendo inútil, no es menos discriminatoria. Doblemente. Aunque pretenda, no sin hipocresía, aplicarse a todos los símbolos ostensibles, los medios no han dejado de interpretarla acertadamente como una “ley contra el velo”, Le Monde titulaba en portada: “¿Hay que prohibir el velo islámico?” ¿Quién se ha preocupado de la talla a partir de la cual una cruz o una kippa se volverían ostentatorios? Cierto(a)s partidario(a)s de la ley al menos tuvieron el coraje de explicitar su alcance discriminatorio. Élisabeth Schemla, periodista del Nouvel Observateur, justifica como sigue una diferente naturaleza entre el velo y la Kippa: el primero sería el símbolo provocador de una religión proselitista y expansionista, la segunda testimoniaría una religión no proselitista hacia la que son excepcionales las conversiones. Uno no se adhiere, uno no se convierte con la elección: ¡o somos elegidos o no lo somos!5

Lo más grave, más allá de la discriminación escolar, es que la controversia contribuye a estigmatizar a poblaciones enteras. Lanza una sospecha general sobre el velo: rechazo de las madres con velo a la hora de participar en salidas escolares, en consejos de curso, en reuniones de padres y madres de alumnos; ¡expulsión por la prefectura de Bobigny de una mujer con velo de una ceremonia de entrega de sus documentos de identidad franceses! Esta espiral viciosa de las humillaciones y de los desaires cotidianos no puede más que empujar hacia los temidos repliegues comunitarios.

En cambio, en las movilizaciones de los estudiantes de secundaria de la primavera de 2005 no se planteó en ningún momento la cuestión del velo, ni para rechazar la presencia en los cortejos de chicas con velo, ni para reclamar la derogación de la ley Chirac. Solo la lucha común es un crisol eficaz, una experiencia compartida y de respeto mutuo.

Desvelamiento

La separación de la Iglesia y del Estado traza una línea divisoria movediza entre lo privado y lo público, entre lo sagrado y lo profano. Bajo el impulso liberal, esta línea tiende a erosionar cada vez más el espacio público conforme la privatización galopante de lo público y la publicitación de lo privado embrollan la situación; y las fuerzas que han sostenido la causa laica, la burguesía librepensadora y el movimiento obrero, parecen haber agotado su fuerza propulsora.

La burguesía esclarecida reconciliada con una Iglesia modernizada se contentaría hoy, con la ayuda de la mundialización, con una laicidad minimalista compatible con la promoción de un mercado educativo y con la mercantilización anunciada de los servicios: entre una empresa de formación capitalista y una empresa de formación religiosa, la diferencia no tiene mucha importancia desde el momento en que empresas confesionales capitalistas también pueden proponerle sus servicios. Frente a esas tendencias dominantes, la crispación sobre la “obra defensiva” de una laicidad original, ideológicamente neutra, parece perfectamente ilusoria. No habrá retorno al catecismo y a la fe laica predicada antaño por Ferdinand Buisson. Cuanto más se agota el aliento fundador, más vuelve a la escena la presencia confesional, no solamente a través del viejo concordato sobre Alsacia-Lorena, sino también a través del contenido de una enseñanza impregnada de cultura cristiana. La ciudad laica, y con ella la escuela, están impregnadas de formas y de ritos de la vida católica, del domingo festivo al pescado hervido de los viernes. Es sin duda chocante, pero no muy sorprendente en el fondo, que la República estuviera de duelo por Juan Pablo II y que dejara sus banderas a media asta.

Si la ley del velo levantó tantas turbaciones y pasiones, si provocó lo que ciertos historiadores percibieron como “un orgasmo republicano”, era porque testimoniaba ante todo una incertidumbre sobre el sentido actual de la laicidad y sobre la claridad de la separación entre el espacio público y el espacio privado. Pretendiendo defender a aquél contra un retorno reforzado de lo religioso, ha revelado más bien hasta qué punto la frontera es frágil y contenciosa. El término mismo de laicidad, parsimoniosamente utilizado durante el debate de 1904, en 2004 se convirtió en un símbolo de repetición, como si pudiera conjurar por sí mismo el malestar existencial de la sociedad francesa.

Velos y turbantes

La expulsión de tres alumnos sijs de segundo por decisión del tribunal administrativo de Melun ilustra esta porosidad entre lo privado y lo público. Los adolescentes habían aceptado un acomodamiento razonable consistente en renunciar al keski voluminoso a favor de un ligero fular (¡cielos, un fular!) para proteger una cabellera considerada sagrada. Durante el debate sobre la adopción de la ley del 15 de marzo de 2004, el legislador había desechado la prohibición de cualquier símbolo religioso “visible” (contrario a las disposiciones constitucionales que garantizan la libertad religiosa), para no prohibir más que los signos “ostensibles”. Esta sutil distinción entre lo visible y lo ostensible (¡ah! ¡La suntuosa riqueza de la lengua francesa!) tenía por objeto criminalizar no el hecho –el símbolo del que se hace alarde–, sino la intención proselitista que lo anima. Esto plantea una pregunta interesante: la intención, ¿es privada o pública? ¿Y quién puede erigirse en juez? En el caso de Melun, el comisario del gobierno reconoció la ausencia de intención proselitista por parte de los tres sijs. ¡Fueron igualmente condenados en nombre de una interpretación libre de la ley!

Entre lo profano y lo sagrado, lo público y lo privado, no existe una frontera natural. Como cualquier frontera, es un asunto histórico y de correlaciones de fuerzas. Anunciando el gran desdoblamiento y la gran duplicidad modernas, Hobbes distinguía ya la fe interior de la confesión exterior, teniendo el Estado todo el poder sobre “el exterior”. Llegó a continuación la separación entre el dominio coercitivo del derecho y el no coercitivo de la ética. Esta división de los roles sigue siendo conflictiva todavía hoy, siempre en disputa. Al pretender entrar en los usos de la vestimenta, la ley de 2004 emprendió una falsa ruta. En las sociedades modernas el vestir no crea fronteras. Conserva un alcance simbólico importante, pero no codifica oficialmente funciones y jerarquías. Se desprende por tanto de una elección privada, a semejanza de las prácticas alimentarias, de los caprichos de la moda, de las coqueterías adolescentes, o de la alienación consumista, imposibles de desenmarañar, a menos que escrutemos las intenciones ocultas detrás de la bandana, la gorra o las rastas. Los alumnos y los estudiantes no son ni abstracciones descarnadas (las famosas plastelinas moldeables) ni funcionarios del Estado. No dejan sus culturas, sus gustos y sus hábitos en el guardarropa.

Así pues, la defensa de la escuela pública no pasa prioritariamente por la inspección del uniforme o por el menú único en el comedor, sino por los medios y la calidad de la enseñanza, por la formación de los docentes, por la mejora de las condiciones de alojamiento, de ocio, de cultura de los alumnos. Y por el contenido mismo de los cursos, fomentando lo que los anglosajones llaman las cultural y poscolonial studies, apenas balbuceantes en Francia. Si una chica joven con velo asiste a un curso de historia de la ciencia sobre las teorías de la evolución, a un curso de filosofía sobre Marx, a un curso de literatura sobre Sade o Bataille, a un curso de historia sobre las revoluciones modernas, ¡aleluya! Puede ser ofendida en su fe, turbada en su concepción del mundo, pero es su problema. En cambio, si un estudiante católico creacionista rechaza mancillar su oído con un curso blasfemo sobre Darwin, si un estudiante fundamentalista judío se pone quisquilloso durante un curso no menos blasfemo sobre el excomulgado Spinoza, y si un estudiante musulmán no soporta la poesía de Baudelaire, que vayan a bendecidse a continuación. Conquistado con grandes luchas, el derecho a leer a Spinoza y Darwin, Sade y Baudelaire, Flaubert y Bukowski ya es imprescriptible.

Que la República atemorizada tiemble ante unas decenas de fulares dice más sobre su propio estado de languidez y de anemia que sobre la supuesta amenaza de la que sería objeto.

“Niños, he aquí los bueyes que pasan, esconded vuestras batas rojas.”

¿Privatizar también la política?

Conscientes de la complejidad simbólica del lenguaje de los signos, ciertos hombres políticos de derecha y de izquierda (entre otros, Laurent Fabius en una tribuna de Le Monde), han sugerido extender la prohibición de lo ostensible a los símbolos comerciales y políticos. Otros han propuesto hacer desaparecer cualquier signo distintivo volviendo a la bata gris (o bien, podemos suponer, rosa para las chicas: ¡no fuese caso que, al hacer eso, encima acabásemos desdibujando la división social entre los sexos!). Esperemos que la bata igualitaria, que tuvo antes sus virtudes, no tendría muchas posibilidades de imponerse hoy en el universo de “competencia no falseada”, ante la lógica comercial de los “logos” y de las marcas, a Nike y Adidas.

En cuanto a la prohibición de los símbolos políticos, todavía es más delicado. En la entrada de los centros sería necesario establecer peajes para las chapas, las camisetas a la gloria del Che o de Mandela, las boinas (¡vascas!), los vestidos regionales sospechosos de irredentismo. La ley de separación de la Iglesia y del Estado pretende privatizar las convicciones religiosas. De nuevo, una cuestión de correlaciones de fuerza. Pero, ¿Cómo privatizar la política, que, por definición, es pública o no es?

La solución consistiría en convertir el espacio escolar en un santuario. La ley de separación de 1905 renunció explícitamente a “una religión civil republicana” inspirada en Rousseau o en Comte. Y Jacques Chirac retomó en su discurso sobre la laicidad el tema de la escuela como “santuario republicano”. Pero la república es ya política. E incluso originariamente, consubstancialmente, históricamente, política igualitaria de combate contra la oligarquía, contra la aristocracia, contra la monarquía, contra los privilegios de todo orden. De lo contrario, no es nada más que una sala de las corrientes de aire y de los pasos perdidos. Es justamente el nudo del problema actual. Una república despolitizada, una república apolítica, una república de mercado no tiene más principios que oponer a los mercaderes del templo y a los hacedores de milagros.

Integración/difracción

Parodiando la célebre interpelación de Gide a Barrès 6, el retoño de inmigrados podría apostrofar a la sociedad llamada de “acogida”: “Nacido de padre de la Kabilia y de madre de Mali, ¿cómo quieren ustedes, señores de Villiers, Sarkozy, Begag y Boutih, que me integre en una sociedad que se desintegra?”

El malestar es en primer lugar el fruto de un deterioro de lo que llamamos “integración”. Todos los “ascensores” están bloqueados: la integración a través de la escuela y la integración a través del trabajo. En cuanto al movimiento feminista de losaños 70, pierde empuje: “¡Esto ya no integra, esto difracta un montón”7!

Propicio para la construcción de un en-común, más bien que a una integración del dominado por el dominante, el espacio de la ciudad escapa, por lo alto y por lo bajo, hacia el horizonte sin fin ampliado de los espacios mercantiles, hacia las viejas clausuras provinciales reestablecidas bajo el pretexto de la descentralización. Es la ocasión de pasar los sobrentendidos de las retóricas de la “asimilación” y de la “integración” por la criba de la crítica. La primera pertenece al vocabulario colonial, siendo el indígena “asimilado” de un solo golpe a Francia y a lo universal, porque se supone que ambas pueden superponerse desde la Declaración del 89. En cuanto a la integración, contestada por una parte creciente de los interesados como una conminación que ordena al dominado disolverse en el dominante, se supone que produce lo homogéneo y lo idéntico a partir de lo diferente. Si no lo consigue es porque es incapaz, o peor aún, porque rechaza entrar en la civilización donde la leche y la miel fluyen a raudales. Es, entonces, su problema. Ciertamente no es problema del “crisol francés”, generosamente acogedor, como todo el mundo puede constatar con las oleadas de inmigración que han generado la diversidad y la riqueza de la Francia eterna.

Acusados de rechazar lo que se les niega, excluido(a)s de lo universal, obligado(a)s a demostrar cada vez más su mismidad y a fundirse en el paisaje local, casi iguales y casi parecidos, pero desde luego diferentes, no hay que sorprenderse de que, siguiendo la probada estratagema de invertir el estigma, alguno(a)s reivindiquen con orgullo la especificidad impuesta y decreten una resistencia anti-integracionista. A diferencia del colonizado, el inmigrado de la segunda o la enésima generación no puede, sin embargo, responder a tal conminación con una estrategia de liberación orientada a la independencia nacional. Ni tan siquiera puede consolarse con la idea de un retorno al país de origen, a menudo desconocido, y a veces sinónimo de fracaso. Está pues condenado a seguir siendo un mutante, un paria, un luftmensch. Es a este doble impasse de la integración y del retorno imposible a un origen mítico al que intenta dar respuesta, de modos diversos cuando no opuestos, la retórica del mestizaje. También es a éste al que cree responder la disyuntiva de Habermas entre integración política e integración ética (o cultural)8.

En un hermoso ensayo, Abdellali Hajjat9 da cuenta de tres comportamientos posibles ante estos impasses: el odio hacia uno mismo, el repliegue exclusivista, y lo que llama “el repliegue de apertura”, susceptible de relanzar la particularidad asumida en la búsqueda de lo universal. Retoma de ese modo la idea de Abdelmalek Sayad, para quien “lo que realmente está en juego en las luchas comunes a los dominados frente a los dominantes y a la dominación no se refiere, como se dice normalmente, a la conquista o la reconquista de la identidad, sino al poder de reapropiarse de la posibilidad de construir y de evaluar con toda autonomía su propia identidad”10.

Ni-Nismo

¿Ni ley ni velo? Este ninismo defensivo, ¿permitiría acaso escapar a la alternativa infernal a la que querrían conducirnos? Se trata más bien de un compromiso cojo, de una falsa simetría entre dos desafíos reveladores de registros y de temporalidades distintas. Ni…, ni…; ni madre ni puta, ni puta ni sumisa, ni Dios ni diablo. Este doble rechazo perpetúa lo que pretende rechazar, dice Alain Badiou. Roland Barthes descubría ya en él el tic ideológico del justo medio, a igual distancia de los extremos, la fórmula mágica del tercio excluso, la línea de fuga fuera de una oposición irreductiblemente conflictiva.

Sin embargo, no deberíamos banalizar el porte del velo bajo el pretexto de que la normalización republicana sería el peligro principal. Pero, en nombre de un feminismo paradójico, no sabríamos acomodarnos mejor a una ley discriminatoria, como hace Danièle Sallenave cuando tiene la tentación de “correr el riesgo de la prohibición” en solidaridad con las mujeres iraníes, afganas o argelinas que rechazan la constricción opresiva del fular. Hay que combatir, aquí y ahora, la ley y el velo. No por los mismos medios. Jamás hay que hacer demasiadas concesiones al Estado. Nunca sabemos contra quién pueden volverse los poderes que imprudentemente le concedimos en alguna ocasión. En un país en el que la ley pretendería imponer a las mujeres el porte del fular habría, por consiguiente, que oponerse, como hay que oponerse a una ley que pretende prohibirlo.

En un país imperialista acosado por su pasado colonial y enzarzado en la gestión represiva de los flujos migratorios, el porte del velo está cargado de tantas significaciones inextricablemente mezcladas que el combate contra la reclusión de las mujeres que ello supone se sitúa en el terreno de luchas comunes, de la confianza que hay que reconquistar y de la persuasión más que de la coerción. El lento ritmo de la transformación de las costumbres no equivale al de la decisión legislativa o del procedimiento judicial. En cambio, ciertas conquistas de la lucha de liberación de las mujeres no deberían ser puestas en cuestión en nombre de diferencias culturales relativistas. Ya constituyen principios fundadores, “anteriores a la razón” habría dicho Rousseau, que no deberían ser puestos en cuestión. El derecho al aborto y a la contracepción, la criminalización de la violación, la prohibición de la lapidación, de la excisión, de la poligamia, constituyen una serie de conquistas históricas de la liberación de las mujeres que ya no se discuten ni se negocian.

Principal/secundario

Para Alain Badiou, la “jerga societaria” y el combate furioso entre la República y el comunitarismo no son más que “tonterías”. Que el Otro, como dicen “los amantes de la teología discreta y portátil”, vive de un modo algo distinto, he aquí una contestación que no compromete a nada. Badiou remacha el clavo al precisar crudamente que la “ley del velo” de Chirac, “el soviético en un 82%”, es capitalista. Totalmente cierto. Sin embargo, este recordatorio higiénico no agota la cuestión. El control del capital sobre los cuerpos, su encarnizamiento en desvelar su valor mercantil, no relativiza en absoluto su control por la ley religiosa y la voluntad teológica de escamotearlos. Las vías de la opresión son tan múltiples e inagotables como impenetrables las de Dios. La pobre dialéctica de las contradicciones principales y secundarias y su torniquete infernal han jugado ya demasiadas malas pasadas. Y el “enemigo secundario”, a menudo demasiado subestimado en nombre de la lucha prioritaria contra el enemigo principal, a veces se ha revelado mortal:

“Ocupado en combatir
a mi enemigo principal
me dio muerte
mi enemigo secundario
no por atrás y con alevosía
como afirman sus enemigos principales
sino sólo desde ese flanco
que ocupaba desde hacía tiempo
con ello cumplió
su manifiesta intención
que yo no había combatido
por creerla cuestión secundaria
es por ello que mi muerte
no me ha trastornado
y continúo combatiendo
sólo al enemigo principal”

11.

Julieta y Justina

“Jode tu República! ”12 Dejándose llevar por su furia reconstructiva, Marie-Hélène Bourcier añade: “¡Jode tu género!” Algo que tienta y cosquillea a la proliferación de identidades queer, “suficientemente problemáticas como para poner trabas a los modos de reproducción de la identidad occidental”. El universalismo republicano no sería a sus ojos más que un particularismo francés, incompatible con cualquier política de las diferencias.

Detrás de la mitología del consenso republicano, sus monumentos a los muertos, sus lecciones de moral caligrafiadas en la pizarra por maestros austeros y virtuosos, sus plumas galas y sus sargentos mayores, sus santos y sus mártires laicos, se enfrentan Repúblicas opuestas y litigiosas. Reputada como “una e indivisible”, la República es plural y diversificada. No es un espectro sin cuerpo, es histórica y carnal.

En sus comienzos, no constituía más que una unidad con la Revolución. Fueron dos hermanas gemelas, nacidas bajo el signo de la virgen, separadas y enfrentadas por termidor. Descamisada, despechugada, despeinada, la revolución se volvió imposible de frecuentar para las gentes decentes, las gentes de orden y propiedad. Fue condenada a la vida subterránea de los topos, a su paciente trabajo de zapa. La república empezó, al contrario, a aturdirse entre lo mundano. A fuerza de frecuentar a excéntricos y soldados de fortuna, charlatanes y traficantes de bienes nacionales, se aburguesó, se burocratizó, cayó en el conformismo. Julieta y Justina: las prosperidades del vicio y los infortunios de la virtud.

Sin embargo, siguió manteniendo relaciones discretas con su hermana rebelde. Tras ser sometida a la prueba de las jornadas de junio de 1848, su relación ambigua conoció una tumultuosa ruptura bajo la Comuna. Péguy databa precisamente en 1871 el principio de la planicie sin relieves históricos en la que se instaló la República advenediza, con su ritual positivista, su escuela pública y sus expediciones coloniales.

Ferry Jules – el verdadero Ferry, el original, no la copia –, es, desde luego, la enseñanza obligatoria y gratuita, pero es también Ferry-Tonkin. Es el principio de la República de los negocios. Funcione o no. Que se vuelve contra Dreyfus. Que obtiene un cero en conducta. Y que fusilará para dar ejemplo.

Sin embargo, esta República cínica y senil no consiguió hacer desaparecer a su doble, a su parte maldita, la generosidad juvenil de sus inicios, cuando, con la revolución, constituían una pareja con sueños de libertad, de igualdad, de solidaridad. Este sueño se acabó muy pronto: con la exclusión de los pobres del sufragio y la represión del movimiento popular, con la exclusión de las mujeres del espacio público y de la ciudadanía, con las vacilaciones al abolir la esclavitud y la diligencia en restablecerla, con la guillotina de termidor. Desde entonces, existe su República, termidoriana y chovinista, y la nuestra, social y universal. Es un asunto sobre el que, a menos que ya no se entienda nada, ya no nos reconciliaremos.

Del capítulo II, La República imaginaria, del libro Fragmentos descreídos. Icaria
editorial-Viento Sur, Barcelona, 2010

http://www.vientosur.info/documentos/Laicidades.pdf
18/10/2010

Documents joints

  1. Véase E. Plenel, La République inachavée, Payot, París, 1984; S. Joshua, Une autre école est possible!, Textuel, París, 2003; Jean-Pierre Deboudeau y S. Johsua, “Atheísme, anticlericalismo, laïcité” y M.-H. Zybelberg-Hocquart, “La laïcité en marche”, en Contretemps, n.º 12, invierno de 2005. En tanto que socialista libertario, el primer Péguy manifiesta un vivo interés por las universidades populares, en particular en sus notas para una tesis de 1909.
  2. C. Péguy, “Un poète l’a dit”, en Œuvres en prose II, Gallimard, La Pléiade, París, p. 908. En L’Argent y en L’Argent, suite, Péguy la desenvainó contra las tres (Lavisse, Langlois, Lanson), que controlaban la Sorbona. El mismo Jules Ferry era un heredero de Saint-Simon vía Auguste Comte, de quien fue discípulo.
  3. En particular en su intervención del 15 de enero de 1850 contra la ley Falloux, abundantemente reeditada en 1993 en ocasión de la tentativa de revisión de esta ley por parte de François Bayrou, entonces ministro de educación.
  4. [“Loi foulardière” en el original] La fórmula es de Alain Badiou en una divertida y cómica requisitoria contra la ley (Circunstances, 2, Lignes & Manifeste, París, 2004).
  5. Proche-Orient info, 19/05/2003.
  6. “Nacido de padre bretón y de madre picarda, ¿dónde quiere usted, señor Barrès, que me arraigue?”
  7. M.-H. Bourcier, Sexpolitiques, op. cit.
  8. En una tribuna de Le Monde (15 de abril de 2005), el filósofo de Guadalupe Jacky Dahomay, próximo a Régis Debray en lo que respecta a la nación y la república, retoma a su vez este compromiso habermasiano.
  9. A. Hajjat, Immigration poscoloniale et mémoire, op. cit.
  10. A. Sayad, <em>La Double absence</em>, Le Senil/Liber, París, 1999, p. 406.
  11. E. Fried, Poèmes sans frontière, Christian Bougois, París, 1978 [Cien poemas apátridas, Anagrama, Barcelona, 1978].
  12. Eslogan lanzado por Marie-Hélène Bourcier.
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