Mitos y leyendas de la dominación

En 1964, en El hombre unidimensional, Herbert Marcuse planteó la cuestión de si era todavía posible “romper el círculo vicioso de la dominación”. Era lo mismo que preguntarse, con otras palabras, si la revolución seguía siendo posible en los países capitalistas desarrollados, donde se realiza “la forma pura de la dominación”. La clase obrera, en adelante vinculada al sistema de necesidades, “pero no a su negación”, parecía perder toda su capacidad subversiva en la “sociedad de la abundancia”. Veinticinco años más tarde, Michel Foucault formulaba la pregunta de otra manera, remodelando una frase de Horkheimer: “¿Acaso es tan deseable esa revolución?”. La cuestión de la posibilidad histórica quedaba difuminada ante el criterio de la subjetividad deseante1. Dos épocas, dos momentos, dos enfoques.

Del espectáculo al simulacro

La duda de Marcuse es representativa del período de crecimiento de postguerra, del dinamismo recuperado por el capitalismo y su capacidad para integrar al movimiento obrero en los procedimientos contractuales del Estado del Bienestar. Se inserta en una producción teórica que examina las consecuencias de esa prosperidad relativa, de la intervención de un Estado estratega, de la alienación en una sociedad de consumo que promete la abundancia.

De la Crítica de la vida cotidiana de Henri Lefebvre (1961) a La sociedad de consumo de Jean Baudrillard (1970), pasando por Las cosas de Georges Pérec (1964), La sociedad del espectáculo de Debord (1967) o incluso La reproducción de Bourdieu y Passeron (1971), bajo diversas formas, puede encontrarse el eco de las cuestiones planteadas por Marcuse. Frente a “una sociedad cerrada”, que integra “todas las dimensiones de la existencia privada o pública”, los posibles desvíos parecen condenados: “Cuando se alcanza ese estadio, escribe Marcuse, la dominación invade todas las esferas de la existencia, privada y pública, integra cualquier oposición real, absorbe todas las alternativas históricas”. Es el reverso del tema de la “recuperación” que obsesionó a los movimientos contestatarios de los años 60: ¿cómo no ser atrapado y absorbido por aquello de lo que se quiere escapar?

Los personajes de la novela de Pérec, publicada el mismo año que El hombre unidimensional, encarnan una neurosis consumista. El libro se inicia con la extensa descripción de un apartamento. Recordando las primeras páginas del Capital, donde Marx define al capitalismo como “un enorme montón de mercancías”, el inventario muestra una inmensa pila de objetos. Siguiendo el relato, una pareja de jóvenes sociólogos formados en las nuevas técnicas del marketing, presa de “un frenesí de poseer” que acaba por “hacerles las veces de existencia”, “zozobran en la abundancia”, pero una abundancia vacía: “Querían la superabundancia. El enemigo era invisible. O mejor dicho, estaba en ellos, los había podrido, gangrenado, destrozado. Pequeños seres dóciles, fieles reflejos de un mundo que se reía de ellos”. Una sociedad adormecida por los arrullos de un progreso ilimitado sólo conoce al enemigo que le corroe por dentro, la alienación ante los fetiches tiránicos del mundo mercantil. Ya no hay ni epopeyas ni tragedias revolucionarias, tan sólo, dice secamente Pérec, “una tragedia tranquila”: “A Jerôme y Sylvie apenas se les ocurriría luchar por tener sofás Chesterfield, pero ésta es la consigna que mejor les habría movilizado”.

Esta literatura teórica o novelesca de los años 60 se pregunta por la posibilidad de la revolución y por lo que podrían ser los nuevos focos y los nuevos actores de la subversión frente a la racionalidad instrumental y a la gestión burocrática. El propio arte, que fue “la negación determinada de los valores dominantes”, parece neutralizado por “el fenómeno de asimilación cultural” que elimina cualquier trasgresión. Para Marcuse, las propias clases populares se han vuelto conservadoras. Hay que buscar por tanto un nuevo sujeto entre los “parias, outsiders, otras razas, otros colores, parados, aquellos a quienes no se puede explotar” y cuya “vida expresa la necesidad más inmediata de poner fin a las instituciones y a las condiciones intolerables”. Porque la esperanza nos vendrá de aquellos que viven sin esperanza, concluye Marcuse. Esta esperanza desesperada iba a encontrar confirmación y consuelo en la irrupción de los acontecimientos del 68 y sus prolongaciones.

Para Marcuse la alternativa parecía estar todavía entreabierta: “o la sociedad industrial avanzada es capaz de impedir la transformación cualitativa de la sociedad…; o existen fuerzas y tendencias capaces de ir más allá y hacer estallar la sociedad”. Pero conforme se produce el reflujo de los años 70, la liquidación de los horizontes de espera se la llevó por delante: “Por mediación de la técnica, la economía, la política, la cultura se amalgaman en un sistema omnipresente que devora o rechaza cualquier alternativa”. Los escritos de Debord van tomando con el tiempo un tono cada vez más crepuscular, a medida que realidad y ficción se confunden en “el espectáculo integrado”. Y ya desde 1970, Baudrillard anuncia la temática posmoderna de la historia en migajas y de la pérdida del sentido de futuro introduciendo, en La sociedad de consumo, la idea de simulación. De igual forma que el pensamiento mítico intentaba conjurar el cambio histórico, “el consumo generalizado de imágenes” pretende “conjurar la historia con los signos del cambio”. Esta sociedad que consume un presente eterno se vuelve propicia a una violencia que ya no es propiamente histórica, sagrada, ritual, ideológica, sino que estalla de manera esporádica “en el seno de nuestro universo de quietud consumida” y “viene a reasumir a la vista de todos una parte de la función simbólica perdida, muy brevemente, antes de reabsorberse ella misma como objeto de consumo”.

Desprovista de cualquier pretensión estratégica, esta violencia urbana (anunciada por los motines juveniles de Amsterdam en 1966 o de Montreal en 1969) convertida en imágenes televisivas se ofrece a sí misma como espectáculo. Después del espectáculo, que para Debord es el estadio supremo del fetichismo mercantil, suena con Baudrillard la hora del simulacro como estadio supremo del espectáculo.

Con la caducidad espectacular de la historicidad, se destruye la posibilidad de la política como pensamiento estratégico. Porque, como lo comprendió muy bien Debord, un movimiento que tiene un gran déficit de conocimientos y de perspectivas históricas “no puede ser conducido estratégicamente”. Sólo queda la gestión de un presente sin porvenir y los pequeños placeres de la diversión. En 1970, Baudrillard presintió este eclipse de la razón estratégica. Diez años más tarde, en Simulacro y simulación, anticipando con mucho el anuncio de Fukuyama, vino a decretar la pura y simple pérdida de cualquier sentido histórico: “La historia se ha retirado”, porque su reto ha sido “expulsado de nuestra vida por esa especie de neutralización gigantesca que encubre la coexistencia pacífica a escala mundial y la monotonía pacificada a escala cotidiana”. El “dominio máximo de probabilidad” por simulación, el bloqueo y el control crecientes, hacen que “ya no se vea en absoluto qué proyecto, qué poder, qué estrategia, qué sujeto podría haber detrás de este cierre, de esta saturación gigantesca de un sistema por sus propias fuerzas neutralizadas”. ¿Fin de la historia? ¿Política grado cero?

Una revolución llamada deseo

Con la crisis de 1973-1974, el parón a la revolución portuguesa en noviembre de 1975, el pacto de la Moncloa en España, el compromiso histórico de 1976 en Italia, la estrecha puerta a la esperanza entreabierta en 68 parece volverse a cerrar. La contraofensiva liberal de los años de Thatcher y Reagan se anuncia ya. La relación entre el cambio de contexto político y la evolución de los enunciados teóricos se ve clara. Basta recordar las fechas de las publicaciones que han marcado esta secuencia: Rizoma y Mil Mesetas, de Deleuze y Guattari, en 1976 y 1980; el curso de Foucault en el Collège de France sobre El Nacimiento de la biopolítica, en 1977-1978; La Condición postmoderna, de Lyotard, en 1979; el Adiós al proletariado, de Gorz, en 1980; Simulacros y simulaciones, de Baudrillard, en 1981; Memorias de Clase, de Zygmunt Bauman, en 1982; Todo lo que es sólido se desvanece en el aire. Experiencia de Modernidad, de Marshall Berman, en 1982; El Pensamiento débil, de Gianni Vattimo, en 1983.

Siguiendo la periodización de Boltanski y Chiapello en El nuevo espíritu del capitalismo, la cuestión marcusiana se vincularía al “segundo espíritu” del capitalismo organizado de postguerra; y la foucaultiana al nuevo espíritu de la contrarreforma liberal. Por una de esas trampas de la razón, cuyo secreto sólo la historia conoce, el invento conceptual de Deleuze y Foucault, radicalmente subversiva en relación al capitalismo estatal (o “molecular”, en la terminología deleuziana) de los “treinta gloriosos”, llegó a contratiempo. Muy a su pesar, resonó con el discurso de la desregulación liberal, de la “sociedad líquida”, de la historia en migajas. Al isomorfismo entre un capitalismo nacional, centralizado y organizado, y un movimiento obrero, también nacional, centralizado y organizado, iba a suceder un nuevo isomorfismo entre un capitalismo mundializados y desterritorializado y un movimiento social reticular o rizomático. Una vez más, el sistema mostraría su capacidad de alimentarse de su crítica y de digerirla.

Cuando la cuestión de la deseabilidad de la revolución desplaza a la de su necesidad (en el sentido de una exigencia irreprimible nacida de las contradicciones sistémicas), la teoría marginalista walrasiana del “valor-deseo” se toma así su revancha sobre la del valor-trabajo de Marx. En realidad, está en cuestión todo un paradigma político: el que articulaba una concepción del Estado, una representación de las clases y de sus luchas, y un pensamiento estratégico de la revolución. Para Foucault, el poder del Estado tiende a disolverse en las relaciones de poder, las clases en la plebe hirsuta, y la revolución en los caprichos de una subjetividad deseante. Él mismo saca la conclusión: “Mi moral teórica es anti-estratégica: ser respetuoso cuando una singularidad se alza, intransigente cuando el poder se enfrenta a lo universal. La opción es simple, la tarea difícil: porque hace falta acechar, un poco por debajo de la historia, aquello que la rompe y la agita, y vigilar a la vez, un poco por detrás de la política, lo que debe incondicionalmente limitarla”2.

Casi en ese mismo momento, Claude Lefort abandona la idea de revolución como un “acontecimiento absoluto”, cuyos actores se comportarían como los “misioneros de la Historia universal”. Enfrentándose en este aspecto a Furet, se niega sin embargo a enterrar, junto con la idea, el hecho. Si la Revolución con mayúsculas se dispersa en “mil teatros revolucionarios”, el hecho revolucionario es tozudo. Sin él, “no se formaría la idea revolucionaria”, que hay que seguir estudiando. Y la afirmación vulgar, extrapolada de Foucault, de que “el poder está en todas partes”, es mistificante. Se confunde en un mismo gran concepto toda posición de dominación o de influencia. “Tal como se utiliza”, este concepto de poder omnipresente se convierte en un “concepto pantalla” que exime de “pensar la política”3.

La fórmula de que “el problema hoy sería la deseabilidad de la revolución” es una renuncia a comprender los enigmas del siglo en todo su espesor social e histórico. Traduce un profundo malestar político expresado de manera explícita por Foucault: “Por primera vez desde hace 120 años, no hay un lugar en la tierra del que pueda brotar la luz de una esperanza. Ya no existe orientación”.

¿Esperanza? ¡Grado cero! ¿Orientación? ¡Todos los puntos cardinales revueltos!

Este desencanto es la consecuencia lógica de colocar ilusoriamente la esperanza revolucionaria en sus avatares estatales. Después de la contra-revolución burocrática en Rusia, ni la China posmaoísta, ni la Indochina desgarrada pueden ya encarnar una política de emancipación. “Ya no hay un solo país”, constata con amargura Foucault, del que “reclamarnos para poder decir: así es como hay que hacer”. ¿Nostalgia de las “patrias” perdidas del socialismo realmente inexistente? Sin embargo, esta incomodidad y esta desilusión son necesarias para poder volver en el futuro a lanzar los dados.

En vez de intentar superar la crisis por extensión, en el tiempo y el espacio, de la revolución en permanencia, Foucault se consuela de las ilusiones perdidas pensándola “no como un simple proyecto político, sino como un estilo, como un modo de existencia, con su estética, su ascetismo, unas formas particulares de relación consigo mismo y con los demás”. O sea, una revolución reducida a un estilo y a una estética sin ambición política. Está abierto el camino a las revueltas en miniatura y a los pequeños placeres posmodernos.

Este desafío lanzado al fetiche de la Revolución con mayúsculas pretende deshacerse de “la forma vacía de una revolución universal” para vislumbrar la pluralidad de las revoluciones profanas. Porque “los contenidos imaginarios de la revuelta no se disipan en el gran día de la revolución”. Vuelta por tanto a las grandes disidencias plebeyas y teológicas, a las herejías subterráneas, a las resistencias tozudas, a la autenticidad de los mujiks, tan celebrada por Solzhenitsyn. En ese contexto, la revolución iraní se convirtió para Foucault en el revelador de una nueva semántica de los tiempos históricos.

“El 11 de febrero de 1979, la revolución tuvo lugar en Irán”, escribía4. Aunque “nos es difícil llamar revolución” a esta larga serie de fiestas y de duelos. En la bisagra entre los años setenta y los ochenta, las palabras ya no son seguras. La revolución iraní le parece anunciar el advenimiento de revoluciones de un tipo nuevo. Foucault da prueba de incontestable lucidez, mientras cierto marxismo, prisionero de sus propios clichés, no quiere ver más que la repetición de una vieja historia, en la cual la religión representa el papel de “levantar el telón” antes de que comience “el acto principal” de la lucha de clases. Un imaginario esclerotizado se empeña en pensar lo nuevo según los viejos ropajes del pasado, con el imán Jomeini en el papel del pope Gapón y la revolución mística como el preludio de la revolución social… “¿Seguro que es así?”, se pregunta Foucault. Evitando una interpretación normativa de las revoluciones modernas, recuerda que el Islam no es sólo una religión, sino “un modo de vida, una pertenencia a una historia y una civilización que amenaza con constituir un inmenso polvorín”5.

Este interés de Foucault por la revolución iraní no es ningún paréntesis dentro del curso de su pensamiento. Se marcha a Irán diez días después de la masacre del 8 de setiembre de 1978 perpetrada por el régimen del Sha. El 5 de noviembre, publica en el Corriere de la Sera un artículo titulado: “Una revolución a mano desnuda”. Analiza después la vuelta de Jomeini y la instalación del poder de los mullás en una serie de artículos publicados en Italia, y en particular: “Un polvorín llamado Islam”, en febrero, e “¿Inútil sublevarse?”6.

Quien había emprendido la tarea de pluralizar la idea de revolución ve paradójicamente en la revolución iraní la expresión de una “voluntad colectiva perfectamente unificada”. Fascinado por la luna de miel entre el último grito de la técnica y unas formas de vida “inalterables desde hace mil años”, afirma que no hay motivo para inquietarse, porque “no habrá Partido de Jomeini” y “no habrá gobierno jomeinista”. Se trataría en suma de una experiencia pionera de lo que hoy algunos llaman un anti-poder.

Se supone que este “inmenso movimiento por abajo” rompería con las lógicas binarias de la modernidad y trasgredería las fronteras de la racionalidad occidental. “En los confines entre el cielo y la tierra”, representa un giro respecto a los paradigmas revolucionarios dominantes desde 1789. Por ello, y no por razones sociales, económicas o geoestratégicas, el Islam podría convertirse en un formidable “polvorín”. Ya no sería el opio del pueblo, sino el encuentro entre un deseo de cambio radical y una voluntad colectiva.

Esta supuesta emergencia de una nueva forma de espiritualidad en un mundo cada vez más prosaico atrae a Foucault en la medida en que es susceptible de responder a los avatares de la razón dialéctica y al agostamiento de la Ilustración. La misma idea de modernización (no ya las simples ilusiones en el progreso) se vuelve arcaica a sus ojos. Su interés por la espiritualidad chiíta y la mitología del mártir, puesta en marcha en la revolución iraní, parecen venir a reflejar sus investigaciones sobre el cuidado y las técnicas de sí mismo. Teme que los futuros historiadores la reduzcan a un banal movimiento social, mientras la voz de los mullás retumba en sus oídos con los acentos terribles que antes tuvieron Savonarola o los anabaptistas de Münster. El chiísmo le parece el lenguaje de la rebelión popular que “transforma miles de descontentos, de odios, de miseria y de desesperanza en una fuerza”.

Cuando Claude Mauriac le pregunta sobre los daños que podría provocar esta alianza fusional entre espiritualidad (religiosa) y política, responde: “¿Y la política sin espiritualidad, querido Claude?”. La cuestión es legítima, la respuesta implícita resulta inquietante. La politización conjunta de las estructuras sociales y religiosas bajo la hegemonía de la ley religiosa significa una fusión de lo político y lo social, de lo público y lo privado, no por medio de la desaparición de las clases y del Estado, sino por la absorción de lo social y lo político en el Estado teocrático, que es una nueva forma totalitaria. Fascinado por una revolución sin partido, Foucault sólo quiere ver en el clero chiíta la encarnación sin mediación de una plebe o de una multitud en fusión.

Este entusiasmo se basa en la idea de una diferencia irreductible entre dos discursos y dos tipos de sociedad, entre Oriente y Occidente. El anti-universalismo de Foucault encuentra ahí su prueba práctica. ¿La revolución iraní como la forma (espiritual), al fin hallada, de la emancipación? Hay desesperanza en esta respuesta. Pero es coherente con la idea patética de que la humanidad, en 1978, habría vuelto a su “punto cero”. Por una especie de orientalismo de vuelta, la salvación estaría ahora en una irreductible alteridad iraní: los iraníes “no tienen el mismo régimen de verdad que nosotros”. Tal vez. Pero el relativismo cultural no autoriza el relativismo axiológico.

Foucault había criticado enérgicamente a Sartre, cuando pretendió erigir al intelectual como portavoz de lo universal. Volverse el portavoz de singularidades sin horizonte de universalidad no es sin embargo menos peligroso. El rechazo a la esclavitud o a la opresión de las mujeres no es cuestión de climas, de gustos, de usos o costumbres. Las libertades cívicas, religiosas e individuales no son menos importantes en Teherán que en Londres o en París. Las desventuras teóricas de Foucault en la prueba de la revolución iraní no reducen en nada su mérito de haber politizado muchas cuestiones (la locura, la homosexualidad, las prisiones) que hoy día se consideran “societarias” y haber ampliado así el ámbito de la lucha política. Pero sus artículos sobre Irán, aún siendo coyunturales, constituyen el test práctico de un bloqueo teórico, no sólo un derrapaje.

La política como arte de “dar la vuelta”

Haciendo virtud de la impotencia política, los movimientos sociales renacientes de finales de los años 90 se han alimentado en gran medida de un deleuzismo y de un foucaultismo vulgar a la hora de marcarse sus “líneas de fuga” y arrullar sus sueños de exilio y éxodo fuera de un sistema sin aparentes alternativas. Recorriendo el camino inverso, Bourdieu se sorprendía en 1998 de que “no haya más trasgresiones o subversión, delitos o locuras”, de tan irrespirable que se había vuelto el aire.

Pero estas trasgresiones y estas subversiones existen, en las prácticas cotidianas, por poco que no nos dejemos subyugar por el concepto macizo de dominación tal como fue empleado por Marcuse o el propio Bourdieu. Esta dominación recubre toda una gama de relaciones, de hegemonía, de explotación, de opresión, de discriminacion, de descalificación, de humillación, objeto de otras tantas resistencias, aunque sean subalternas respecto a aquello a lo que resisten. Pero es destino de cualquier lucha el ser asimétrica, y el desafío de cualquier emancipación es convertir en fuerza una debilidad.

El problema de la política, concebida de forma estratégica y no gestionaria, consiste precisamente en captar los momentos de crisis en que esta asimetría puede ser volteada. Eso implica aceptar trabajar en las contradicciones y las relaciones de fuerzas reales, en vez de creer poder negarlas o sustraerse ilusamente a las mismas. Porque los subalternos (o los dominados) no son exteriores al ámbito político de la lucha, y la dominación no es nunca entera y absoluta. La práctica es portadora de experiencias y de conocimientos propios, susceptibles de proporcionar las armas de una hegemonía alternativa. La libertad se abre paso en el seno mismo de los dispositivos de poder. Y las normas de la dominación pueden ser quebradas por una crisis y un acontecimiento que no son resultado de una necesidad del orden social, ni de la predestinación de un sujeto histórico, ni de un milagro teológico, sino de la puesta en orden de batalla de prácticas políticas afianzadas en el movimiento que tiende a abolir el orden establecido.

Viento Sur, n° 100. Enero 2009, pp. 49-56
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. Michel Foucault, 1979, “Inutile de se soulever”, Le Monde, 11 mai 1979, en Dits et Écrits II, Paris, Quarto Gallimard, 2001, p. 790.
  2. Ibid., p. 794
  3. Claude Lefort, 1976, “La question de la révolution”, en Le Temps présent, Paris, Belin, 2007.
  4. Michel Foucault, 2001, “Une poudrière appelée Islam”, en Dits et Écrits II, op. cit., p. 759.
  5. Ibid., p. 1397.
  6. Le Monde, 11-12 mai 1979. Para un examen de los artículos de Foucault sobre la revolución iraní y la documentación de su controversia con Maxime Rodinson, ver Janet Afery et Kevin Anderson, 2005, Foucault and the Iranien Revolution, Presses universitaires de Chicago.
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