Retornos de la política

“Sólo el improbable retorno de la política (¿pero, con qué formas y a qué nivel?) permitirá redescubrir las vías de un desarrollo más equilibrado.” Jean Peyrelevade “Esta política se muere, se muere la política.” Fausto Bertinotti Se puede abordar la crisis de la política desde una gran perspectiva, como la consecuencia del agotamiento del paradigma político de la modernidad, del desgaste de sus fuerzas motrices o de la quiebra de sus categorías. Pero también a la inversa, desde el ángulo pequeño de la resignación de las políticas actuales a las fatalidades económicas y a la gestión prosaica del mal menor. La melancolía de estos tiemposesconde una necesidad de política, en el sentido de esa libertad profana de no someterse al destino y de hacer la propia historia, sin la menor certeza de conseguirlo. Portadoras de esperanza en el umbral del siglo XX, las políticas de emancipación sufrieron una derrota histórica. Y no con la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética, como pretenden quienes se obstinan en confundir las revoluciones con sus contrarios. Aquellos sólo fueron el epílogo de una larga y doble derrota: frente al enemigo principal, identificado desde hace mucho tiempo como tal, pero también frente al enemigo íntimo, el parásito burocrático que desgasta y desmoraliza desde el interior. La pasiva revolución neoliberal es su resultado y su prolongación. Una contrarrevolución preventiva, a imagen de las guerras del mismo nombre. Pretende consumar la empresa de despolitización metódica con la que siempre han soñado las clases dominantes: ¡Basta de clases sociales, basta de trabajo asalariado y capital, de poseedores y desposeídos! ¡Ni derecha, ni izquierda! ¡Una solemne comunión en el centro! ¡Una reconciliación general! ¡Los blancos con los azules, Versalles con Montmartre! ¡Jaurès y Barrès reunidos en la sagrada colina! ¡Basta de huelgas y de luchas! ¡Todos unidos en el esfuerzo, todos parte interesada, y que el mejor gane aún más! En la medida en que la Unión Soviética y la China popular (por no hablar ya de Albania o de Corea del Norte) fueron presentados ante generaciones de militantes como los modelos de un desarrollo sustraído a la lógica despiadada del capital, el hundimiento de una y la conversión liberal de otra han tenido como efecto que muchos se hayan sentido huérfanos de un modelo social y de una perspectiva estratégica. Sin necesidad de añorar la caricatura despótica que fue el “socialismo real”, se puede constatar que la irrupción masiva en el mercado mundial del trabajo de centenares de millones de trabajadores rusos, chinos o europeos del Este, privados de derechos y de protecciones sociales, es el signo de una derrota histórica. Empuja a la baja las condiciones de vida de los trabajadores. Presionará sobre sus capacidades de resistencia hasta que recuperen sus fuerzas e impongan sus derechos. En los años 70, ante el agotamiento de la expansión de posguerra, las izquierdas gubernamentales y las direcciones sindicales creyeron poder salvar el pacto social de los años de crecimiento revisando sus exigencias a la baja. Fue la época de los “compromisos históricos” y de los “recentramientos sindicales”. Las soflamas líricas sobre la gran “unión de las fuerzas del trabajo y de la cultura”, las enormes ilusiones del “compromiso histórico” a la italiana o de la “transición negociada” hacia la monarquía constitucional en España, la ambición de “vivir mejor” y de “cambiar la vida” anunciadas en 1972 por el Programa Común de la izquierda en Francia, fracasaron. El horizonte de las izquierdas europeas se fue reduciendo poco a poco a la gestión de la economía de mercado, de la ortodoxia monetaria y de la modernización liberal. Las retóricas posmodernas son la expresión y el fermento de este cambio de clima ideológico. La apología de lo líquido contra lo sólido, el gusto por la miniatura contra la totalidad, la renuncia a los “grandes relatos”, acompañan como su sombra a los ajustes liberales, la individualización de los salarios y de los horarios, la flexibilidad del trabajo y la fluidez de los capitales. El rechazo de cualquier visión de conjunto, el gusto por lo minúsculo y por el fragmento, los pequeños placeres del traguito de cerveza, la reducción del largo plazo al instante, neutralizan cualquier ambición de pensamiento estratégico. Es la hora del zapping, de las revueltas esporádicas, de las identidades caleidoscópicas. El acontecimiento se pierde en el hecho aislado. La creencia en lo increíble sustituye a la convicción razonada. El peso de las imágenes aplasta el pensamiento. Ante la contraofensiva liberal de los años 80, las izquierdas parlamentarias se encontraron especialmente desorientadas porque durante los “treinta gloriosos” se habían adaptado al modelo del Estado social keynesiano y abandonado a la ilusión de un progreso irreversible. Para aquellos que se negaban a ser el acompañamiento, falsamente realista, del aggiornamento capitalista, sonó la hora de las resistencias. Un momento estoico. Aguantar, sin ceder a los caprichos del tiempo y a las sirenas de la resignación. ¡Perseverar! Mantenerse fiel a las convicciones. Continuar, persistir, para ganar el derecho de volver a comenzar. Aún cuando los tiempos se volvían cada vez más opacos y el horizonte se oscurecía de manera inquietante. Rechazar sin condiciones la aceptación del hecho consumado. No entrar en el juego del enemigo. ¡No ceder!1. Desde el levantamiento zapatista de enero de 1994 en Chiapas, las huelgas de invierno de 1995 en Francia, las manifestaciones de Seattle contra la cumbre del G8 en 1999, el ambiente de fondo ha recuperado color. La Cruzada del Bien se hunde en Irak y en Afganistán. Ruge el volcán latinoamericano, haciendo fracasar, por ahora, el proyecto imperial de un gran mercado de las Américas. Menos de doce años habrían bastado para que el discurso triunfalista de Bush senior, prometiendo al mundo una era de paz y de prosperidad indefinida, se borrase con las proclamación de la guerra sin límites por Bush junior. Para que los nuevos ídolos se tambaleen y para que las zarzas cubran el mito liberal. Pero la estrecha puerta por donde podría volver a surgir lo posible, apenas se ha entreabierto. Hoy como ayer, caen por tierra los políticos en quienes los oprimidos habían puesto sus esperanzas. Y al igual que ayer, “agravan aún más su derrota traicionando a su propia causa”2. Es preciso, de nuevo, “liberar a los hijos del siglo de las redes en que han sido apresados”. Decepcionados por sus capitulaciones sin combate, los movimientos sociales, antiguos y nuevos, han tratado de mantenerse a distancia de los partidos y de ignorar la cuestión del poder. La experimentación en el día a día desconfía de los proyectos a medio o a largo plazo. El himno a los “valores” eclipsa a los programas. El “todos contra…” (Sarko, Berlu, Bush, Thatcher…) es sólo la hoja de parra de esta renuncia fundamental. Cuando la política está a la baja, la teología está al alza. La historia sagrada gana terreno a la historia profana. Como sucedió bajo la Restauración, este clima nauseabundo es propicio a las escapadas utópicas, a los exilios y a los éxodos voluntarios. La gama de evasiones imaginarias es amplia: utopías reaccionarias, de la armonía natural, de lo bio y de lo brut, de la “deep ecology”; utopías filantrópicas, que “lamentan sinceramente la miseria de los pobres” y utopías compasivas esponsorizadas por el Banco Mundial, que “pretende hacer burgueses a todos los hombres”, sin atacar la plaga de la deuda y la privatización del mundo; utopías libertarias de micro-resistencias, micro-reformas y micro-soluciones, que dejan invariables los mega-problemas engendrados por el despotismo de la mercancía. Entra a escena el abigarrado cortejo de hacedores de milagros y de comerciantes de templada felicidad doméstica, el imponente aerópago de economistas fatalistas y la ruidosa cohorte de magos doctrinarios rastreando en el cometa los planes del mejor de los mundos posibles, el coro de quienes creen – o fingen creer – que la solución a todos los males está en el intercambio equitativo o en un sistema de garantías mutuas que harían “de la competencia un beneficio para todos”3. Indudablemente, tras lacerantes derrotas, estas fermentaciones utópicas pueden resultar necesarias, a condición de purgarlas de los mitos que las asedian, de liberar sus sueños hacia el futuro de la nostalgia de paraísos perdidos, de saber descifrar en el polvo de lo real las huellas de lo posible. La irrupción de los movimientos altermundialistas, el eco de la revolución bolivariana, la irrupción de la juventud de los barrios, la recuperación de las luchas de universitarios y bachilleres, no bastan para invertir la espiral negativa de las privatizaciones, las deslocalizaciones, las reformas de la protección social, la dislocación del derecho al trabajo. A falta de victorias sociales, las esperanzas de cambio se trasladan entonces a las alternativas electorales, de las que muchos quieren todavía esperar, con más o menos ilusiones, un mal menor. Es una de las razones de las victorias electorales de Michèle Bachelet en Chile, de Tabaré Vázquez en Uruguay, de Lula por segunda vez en Brasil, y también las de José Luis Rodríguez Zapatero en España o de Romano Prodi en Italia. Esta riada hacia el centro, estos reencuentros fusionales bajo la redescubierta bandera de la nación, esta unión de clases sobre el altar de la empresa, triunfan en el momento en que se afirma una recuperación del interés político. No sólo en lo que queda de la izquierda, también en la derecha. Algunos grandes empleados de la mundialización mercantil toman conciencia de los efectos desastrosos y de los peligros de un capitalismo financiero asilvestrado por la bulimia del beneficio. Desgarra las solidaridades, concentra de manera indecente la riqueza, lamina los amortiguadores de la cuestión social. Librada a la única potencia de los mercados, la economía se emancipa no ya sólo de la política, sino también de cualquier preocupación social. 300 millones de accionistas en el mundo y algunas decenas de miles de gestores con exorbitantes gratificaciones monopolizan la casi totalidad de la riqueza bursátil del planeta. Algunas voces moderadas se inquietan por el divorcio entre el ciudadano y el accionista, que “viven en galaxias distintas”, y por la esquizofrenia del asalariado al que un día se le solicita que se despida él mismo, en nombre de su interés como pequeño accionista. Otras voces se alzan para pedir nuevas formas de regulación entre la economía, lo social y la política: “Sólo el improbable retorno de la política (¿pero, con qué formas y a qué nivel?) permitirá redescubrir las vías de un desarrollo más equilibrado”4. Aunque este retorno es mucho menos improbable que un desarrollo equitativo del “capitalismo total”. Demasiado importante para ser confiada a los expertos y a los gerentes, la política sólo puede renacer de la lucha y del conflicto.

Las izquierdas en su laberinto

Ante los grandes miedos crepusculares y las profecías de desastre ecológico, los dirigentes de las izquierdas quebradas buscan un nuevo gran diseño. Pero el problema es más profundo y más grave que un simple apagón de la imaginación, reparable con el esfuerzo conjugado de sus fértiles cerebros. Con el hundimiento y la explosión de la Unión Soviética, los partidos comunistas perdieron un referente material y una fuente de legitimidad. Incapaz de renovar de forma significativa su base social después de 1968, el Partido Comunista Francés ha visto cómo se debilitaban o desaparecían los bastiones industriales sobre los que había construido su representatividad social desde el Frente Popular y la Liberación. Incapaz de arreglar cuentas con su pasado, se ha declarado en estado de mutación permanente. Pero la mutación no es una razón de ser. ¿Mutación hacia qué? ¿Mutación hacia la mutación? ¿Y hasta dónde? La disolución de la Democracia deIzquierda italiana (producto a su vez de la metamorfosis del antiguo partido comunista en nueva socialdemocracia) en un nuevo Partido Demócrata ha sido saludado por la prensa como “la última mudanza de los comunistas italianos” y como “la clausura definitiva de la experiencia histórica inaugurada en 1921 en Livorno”5. La última mudanza, en suma. O el último suspiro. Al contribuir de forma activa al desmantelamiento y la privatización de los servicios públicos, la desregulación financiera y la edificación de una Europa liberal, los partidos socialdemócratas han cortado la rama electoral sobre la que habían asentado su reformismo de gestión. Durante la campaña presidencial del Lionel Jospin, en 2002, el Partido Socialista Francés pretendió encontrar en las clases medias el relevo de una base obrera en vías de desaparición (hasta el punto de borrar de su vocabulario la misma palabra “trabajador”), pero el propio partido minó con sus reformas gubernamentales su apoyo en los sectores tradicionales de la función pública, la enseñanza y la Administración. Sus élites dirigentes, procedentes por tradición de la nobleza de Estado, han ido tejiendo, con ayuda de las privatizaciones, relaciones cada vez más orgánicas con los estados mayores industriales y financieros de la patronal6. Por si no fuera suficiente, Pascal Lamy, alto funcionario socialista en la Comisión Europea y después en la Organización Mundial del Comercio, se sigue obstinando en ver en el izquierdismo “¡la incurable enfermedad de la socialdemocracia francesa!”7. Exhorta a asumir plenamente su compromiso con el despotismo de mercado, llevando a cabo su propio Bad-Godesberg. ¡Como si esta silenciosa conversión al culto del mercado no estuviera consumada hace ya mucho tiempo! Cómo asombrarse, por tanto, de las trashumancias y de las porosidades ideológicas. Cuando no queda gran cosa a la que seguir siendo fiel, apenas tiene sentido hablar de traición. Y los tránsfugas, no sin razón, pueden tener el sentimiento de seguir siendo fieles a sí mismos. Cabeza bienpensante de una República de las Ideas (que supuestamente debería sustituir una “República del centro” sin ideas), Pierre Rosanvallon constata con sobriedad que la socialdemocracia se enfrenta al desafío de dar el salto de un “socialismo de estatuto” a un “socialismo de trayectorias individuales”, para responder al paso de una sociedad sólida de clases a una sociedad líquida de individuos. Estas trayectorias serían más importantes que las desigualdades. Nada asombroso, por tanto, que la derecha, después de haber sorbido al electorado popular de la izquierda, sorba también la “caja de ideas” (republicanas) y al personal pensante (de Martin Hirsch a Bernard Kouchner, y continuará). En la última campaña presidencial, la inflación del “yo” y la conspiración de los egos, vaciados en el molde de las instituciones bonapartistas, marcaron el advenimiento de este individualismo sin individualidad, resonando en el diapasón de la mitología meritocrática triunfante. Proclamando alto y fuerte su libertad – “¡Yo soy libre!” –, tanto respecto de sus partidos como de sus electores, los principales candidatos de derecha y de izquierda estaban confesando en realidad su servidumbre voluntaria respecto de los mercados y de los sondeos de opinión: libres de cualquier doctrina, de cualquier compromiso, de cualquier solidaridad, libres como veletas al viento. Mientras la derecha sólo presta juramento ante el materialismo prosaico de la cosa económica, la izquierda, para esconder su vergüenza de una ferviente conversión a las delicias del mercado, reivindica valores a falta de programas. Sus dos grandes partidos históricos mantienen desde hace ya mucho tiempo un discurso patético de refundación, de renovación, de mutación, de modernización sin contenido. La fórmula mágica de un “reformismo de izquierda”, lanzada como una impactante novedad en 2003 por Dominique Strauss-Kahn en la tribuna del congreso socialista de Dijon, parecía no hace tanto un desmañado pleonasmo. Con una izquierda sin reforma y cada vez menos a la izquierda, se ha convertido, sin quererlo en un chiste. La renovación sin novedad, la refundación sin fundamentos: al estilo de las reiteraciones de la moda más simplona, este formalismo de lo renovado da brincos a base de repetir lo mismo.

¿Nuevas izquierdas?

El desplazamiento de la socialdemocracia hacia el centro, la agonía de los partidos comunistas ex-estalinistas, la tímida recuperación de las luchas sociales, abren un espacio a la izquierda de la izquierda renegada. No un espacio vacío que bastaría con ocupar, sino un campo de fuerzas atraídas por potentes polos magnéticos. Un espacio atravesado por trayectorias que tienen bifurcaciones y retrocesos desconcertantes, particularmente inestable por la gran distancia entre recomposiciones sociales y recomposiciones políticas. Como se demostró tras la victoria del “No” en el referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo, pasar de la suma de rechazos a un proyecto común no tiene nada de automático. No es fácil transformar las victorias electorales defensivas en dinámicas políticas y sociales ofensivas. En estas condiciones, el camino que lleva de un discurso radical contra la guerra y las discriminaciones al más burdo oportunismo electoral y gubernamental, es demasiado corto. La incorporación al orden social-liberal del Partido de los Trabajadores en Brasil y de Refundación Comunista en Italia, dos de los pilares fundadores del movimiento altermundialista, en América Latina y en Europa, sirven de muestra. Ante la desconexión entre las luchas sociales y el juego electoral, es la hora de las coaliciones de centro izquierda, cuando no, como en Alemania, de las grandes coaliciones con la derecha de la derecha. Fausto Bertinotti, principal dirigente de Refundación y presidente del Parlamento italiano desde 2006, considera que la izquierda europea se encuentra hoy día ante el desafío más difícil de su historia: su propia supervivencia8. Ve perfilarse un modo de dominación basado en la pasividad de las masas, haciendo de la empresa un sinónimo del interés general, difuminando cualquier frontera entre izquierda y derecha. Para poder “mantener el juego abierto” y preservar una posibilidad de alternativa, cree necesaria la unidad de las “dos izquierdas” – una, social-liberal, “tercera vía” o “nuevo centro”; la otra, radical –, bajo pena de tener que constatar que ya no hay nada de izquierda. Lo que vendría a ser lo mismo, una izquierda con electorado, pero sin raíces sociales, de un lado, y una izquierda socialmente combativa pero sin electores ni representatividad institucional, del otro9. La nueva dialéctica entre estas dos izquierdas no significaría, según Bertinotti, la repetición de la vieja oposición formal entre reforma y revolución, sino su superación fáctica. Destinada a justificar la práctica gubernamental de Refundación Comunista, esta cháchara no entra a discutir los proyectos políticos de estas dos izquierdas. No se preocupa por saber si son compatibles, al precio de qué compromisos, y en beneficio de qué aliado hegemónico. Se contenta con situarlas espacialmente, del centro izquierda a la izquierda extrema. Pero las posiciones espaciales son siempre relativas. Dicen poco, o nada, sobre los contenidos y las prácticas políticas. Según un sabio dicho popular, para atreverse a cenar con el diablo hace falta una cuchara muy grande. Las de las organizaciones revolucionarias en Europa son todavía demasiado cortas. Antes de sentarse a la mesa, sería prudente intentar alargarlas. Ya que, en el marco de las relaciones de fuerza realmente existente, la unión en la confusión favorece siempre a los dominantes. En lugar de pesar en la formación de un centroizquierda, la izquierda radical resulta fagocitada. Creyendo salir de su marginalidad, se funde en el gris camafeo de la gestión subalterna y desorienta a quienes comenzaban a contar con ella para reconstruir la esperanza10. Tanto en Italia como en Brasil, no ha sido aliada sino rehén de la izquierda liberal. Estas derivas y estas desilusiones pueden suscitar, como reacción, reflejos sectarios, como fue el caso de los zapatistas durante la elección presidencial de 2006 en México. Una cosa era defender una orientación independiente de las ruinas burocráticas del Partido Revolucionario Institucional – la “Otra Campaña” – y otra bien distinta encerrarse en un espléndido aislamiento y quedar casi paralizado ante la crisis del régimen, cuando las avenidas de la capital fueron ocupadas durante semanas por una muchedumbre indignada por el escandaloso fraude electoral. La unidad en y para la lucha no es del mismo orden que la unidad parlamentaria y la disciplina gubernamental. Pero el triste balance del pseudo-realismo parlamentario, tanto en Brasil como en Italia, puede incitar a algunas corrientes a teorizar el abstencionismo electoral o a una exterioridad principista respecto a las instituciones en general. Puede también conducir a los movimientos sociales a teorizar el abandono puro y simple de la política en manos de quienes hacen de ella profesión – y a veces negocio. Las alianzas en política no son cuestión de habilidad, sino de objetivos a alcanzar y de relaciones de fuerzas, y no pueden reducirse a la maniobra y a la “combinazione”, donde, la mayor parte de las veces, resulta burlado quien creía poder burlarse. ¿La unidad para hacer qué? ¿Con quién? ¿En base a qué relaciones de fuerzas? En su discurso al congreso de fundación de Die Linke, en junio de 2007, Oskar Lafontaine recalcó: “Somos el partido del Estado social” y “hace falta una nueva izquierda que diga: sí, queremos restaurar el Estado social”11. La fórmula de la “restauración” es tan vaga como falsa. No se puede volver a los mismos modos de regulación y a los mismos espacios políticos que en la época fordista, ni a las mismas formas de seguridad social basadas en la estabilidad y la permanencia en el empleo. Para invertir la relación entre capital y trabajo, deteriorada desde hace treinta años, será necesario reconquistar los servicios públicos y extenderlos a escala europea, restaurar y reforzar el derecho al trabajo, armonizar al alza los salarios, los horarios de trabajo y los sistemas de protección social, decretar una “noche del 4 de agosto” [el 4 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional de la Revolución Francesa abolió los privilegios de la nobleza.], contra los privilegios fiscales y promulgar una reforma fiscal redistributiva. Habrá que romper con los criterios de convergencia en vigor desde Maastricht y con el pacto de estabilidad, retomar el control político del instrumento monetario, enfrentarse a los lobbies del armamento, de la energía y de los medios de comunicación. Dicho de otra manera, se trata de hacer exactamente lo contrario de lo que han hecho desde más de veinte años, y de lo que hacen hoy los gobiernos de centro-izquierda, incluido el de Romano Prodi con la bendición de Fausto Bertinotti. Participando en el gobierno de Jospin, el Partido Comunista Francés pretendió ser a la vez un “partido de las luchas y de gobierno”. Ya se sabe cuál fue el resultado. Refundación está embarcada en Italia en parecida desventura.

Un hilo en el laberinto

Detrás de las controversias sobre los programas (la búsqueda de un punto de equilibrio entre una puja maximalista y acuerdos minimalistas comprometedores) y las alianzas (más o menos amplias, según se trate de acción común o de acuerdos de gobierno) aparecen diferentes percepciones de los ritmos políticos y de sus discordancias. ¿Cómo conciliar la urgencia de las resistencias y el largo tiempo de la reconstrucción? Reconstruir sobre las ruinas del siglo de los extremos, “será largo”, habría dicho el profeta Jeremías. Hará falta convicción y coraje, puede que también sangre y lágrimas. Una lenta impaciencia, sin duda. O una paciencia apresurada. Bajo pena de sacrificar la urgente necesidad de cambiar el mundo al culto de una eficacia ilusoria, a los éxitos efímeros, a la ebriedad del instante que anuncia la resaca del mañana. El gran rechazo del movimiento altermundialista y la reivindicación de otro mundo posible, no han conducido (todavía) a una política alternativa. En el siglo XIX, el desarrollo del capitalismo industrial implicó un nuevo reparto entre ámbito público y bienes apropiables. El cambio de la mundialización se traduce hoy día en nuevas desposesiones, nuevas predaciones, y nuevos “espacios reservados”, que afectan a la vida y a los saberes. En el siglo XIX, la crisis de la “modernidad limitada” puso en evidencia las debilidades de una lógica liberal basada en el individualismo posesivo y la reciprocidad generalizada del contrato. Al precio de convulsiones sociales, guerras y revoluciones, fue provisionalmente superada gracias a las grandes formas de solidaridad y de protección colectiva, arrancadas con la lucha. Con una relativa seguridad social y una forma de propiedad social (incluyendo el régimen de jubilaciones por reparto) indexadas al estatuto del trabajo, la “solidaridad salarial” logró conjurar, con ayuda de un crecimiento excepcionalmente sostenido, los estragos de la desafiliación social y de la competencia de todos contra todos y todas. La crisis de esta “modernidad organizada” vuelve a disparar las desigualdades, discriminaciones, exclusiones12. Se han desgarrado las solidaridades. Desmantelados los estatutos colectivos. Individualizados los riesgos. Desagregado y dispersado el trabajo. Privatizadas las protecciones sociales y los seguros. La “sociedad del riesgo” (compartido de forma muy desigual) es la del sálvese-quien-pueda general, el triunfo de las movilidades y la apoteosis de los ganadores. ¡Perezcan los perdedores y los timoratos! Esta “gran transformación” muestra todos los síntomas de una crisis histórica de la ley del valor y del tipo de sociedad gobernado por dicha ley. Pero es prematuro afirmar que “la época salarial ha terminado”, o que se ha “pasado del enfrentamiento entre el capital y el trabajo sobre el tema de los salarios al enfrentamiento entre la multitud y el Estado en torno a la instauración de una renta ciudadana”13. Estrechamente ligadas, la cuestión del trabajo y de la propiedad son los dos grandes desafíos políticos de la época que comienza. Para no extraviarse en los laberintos de una política del día al día, no hacen falta modelos; bastaría un hilo de Ariadna, que permita evitar los callejones sin salida, distinguir los compromisos que acercan al objetivo a alcanzar de aquellos otros que le dan la espalda. Hay que elegir entre una lógica competitiva implacable – “el aliento helado de la sociedad mercantil”, escribía Benjamin – y el aliento cálido de las solidaridades y del bien público. La Carta Mundial del Agua, que la considera como “bien público inapropiable”, el derecho exigible sobre salud o vivienda, la defensa del saber socializado contra su apropiación exclusiva, son algunas muestras. Esta lógica implica atreverse a resueltas incursiones en el santuario de la propiedad privada y construir un espacio público en expansión, sin el cual los mismos derechos democráticos estarán condenados a desaparecer. Las profecías que anunciaban, apenas hace diez años, “el final del trabajo”, han fallado. Hoy más bien se trata de trabajar más (y más tiempo). El trabajo continúa jugando un papel central en el reconocimiento social, en el acceso a los sistemas de protección, en las condiciones de la autonomía personal. Cerca del 90% de la población francesa tiene cobertura social a partir del trabajo, comprendiendo las situaciones de paro o los regímenes de jubilación. La captación por parte de la derecha conservadora del “valor-trabajo”, todavía ayer celebrada de manera ambigua por la izquierda, pretende desplazar las líneas del frente, de la oposición entre trabajo y capital, a la oposición culpabilizadora entre quienes “se levantan pronto todos los días” [expresión utilizada por Sarkozy en su campaña electoral] y quienes supuestamente descansan cómodos sobre la almohada de la asistencia pública. La tendencia secular a la reducción del tiempo de trabajo acaba por ser considerada como una peligrosa quimera por los propios trabajadores a quienes concierne. Al “trabajar más para ganar menos” del discurso patronal, hay que oponer más que nunca, por razones sociales, ecológicas y democráticas, la necesidad de trabajar menos pero mejor, y de trabajar todos para vivir más. La denigración sistemática del trabajo como pura alienación y el culto por los neoliberales a su valor teológico (ganarse la vida con el sudor de la frente) no son en el fondo más que el anverso y el reverso de una misma medalla. La requisitoria sarkozysta pretende hacer de Mayo de 1968 responsable de todas las dejaciones y de todos los incivismos. Si hay mal, no es “culpa del 68”, sino de que el 68 se malograse. Como siempre que las cosas quedan a la mitad, el reflujo del movimiento produjo, al hilo de los años 70, un divorcio entre la “crítica social” y la “crítica artística”, una disociación de las cuestiones sociales (vapuleadas) y de las cuestiones societales [de “normas sociales”, traducción aproximada al castellano] (valorizadas). Estas fracturas no son naturales ni fatales. Son resultado de decisiones políticas y de una recuperación revisionista del acontecimiento. Cuando la “generación Miterrand” llegó al poder (¡y en qué estado!) contribuyó a reescribir la historia del 68 como una epopeya retrospectiva de las clases medias y como su propia success story. El Mayo de los proletarios quedó relegado a segundo plano, detrás de la auto-celebración de la comuna estudiantil, la huelga general marginada en favor de la dulce “modernización de las costumbres”.

Y sin embargo, luchan…

Si la discontinuidad de las trayectorias profesionales y la intermitencia en el trabajo se generalizan, la disociación de la renta y del trabajo podría inscribirse en una lógica de desaparición a largo plazo de la clase asalariada. En las actuales relaciones de fuerzas, la reivindicación de una renta universal, o ciudadana, tiene sin embargo un doble filo. En su interpretación liberal, se reduciría a una renta mínima de subsistencia o de supervivencia, concedida a una plebe condenada al pan seco y a los juegos televisados, en detrimento de la lucha por el derecho al empleo. Una renta garantizada suficiente para liberar a la humanidad de la maldición bíblica del trabajo forzado exigiría, por el contrario, una revolución de las relaciones de propiedad y de la noción misma del trabajo. Si como consecuencia de la evolución acelerada de las técnicas y de las necesidades crecientes de formación permanente, todo trabajador se convierte en el futuro en un intermitente del trabajo, el derecho a una renta social independiente de la forma y de la duración de la actividad significaría una generalización del salario indirecto e implicaría, al contrario que su actual desmantelamiento, una extensión de la seguridad profesional y de la protección social. Si lo peor no es completamente seguro, y si el futuro se juega en la incertidumbre de la lucha, la otra gran cuestión es la de las fuerzas en presencia. “¿Están destruidas las clases sociales?”, ¿Burguesía y proletariado son ya sólo “curiosidades históricas, la lucha de clases un viejo delirio, las huelgas y los sindicatos simples recuerdos”14? Sobre todo el proletariado, ya que, curiosamente, no se cuestiona tanto si existe una burguesía. Tal vez porque la respuesta es demasiado evidente. Basta con mirar la curva anual de beneficios, la distribución de dividendos a los accionistas, la concentración del patrimonio, la aumento de las desigualdades, ¡y el palmarés de la revista Fortune! ¿La historia de la humanidad no es ya la de la lucha de clases?

Y sin embargo, ¡luchan!

Frente a las crisis sociales y ecológicas, la urgencia de cambiar el mundo es más evidente que nunca. Pero también son mayores las dudas sobre las fuerzas capaces de llevar a cabo esta transformación radical y sobre la posibilidad misma de conseguirla. Si se comprobase que las clases y su lucha se desmoronan en favor de pertenencias exclusivas – tribales, étnicas o confesionales –, que el círculo de hierro de la reproducción social y el fetichismo absoluto de la mercancía aplastan al “hombre unidimensional” hasta el punto de aniquilar en él cualquier veleidad de resistencia, habría que sacar dos conclusiones, tan desesperadas una como otra. O la emancipación fue un hermoso sueño, roto hoy día, y habrá que contentarse en adelante con corregir el margen de las desigualdades y las injusticias. O los intelectuales, como únicos depositarios de un potencial crítico frente a las opresiones sufridas por el común de los mortales, están llamados a jugar el papel privilegiado de conciencia moral universal y de expertos científicos del nuevo orden mundial. Sin las contradicciones inherentes a la lógica del capital y sin la emergencia de una conciencia social crítica, en y por las luchas, la ambición de cambiar el mundo sólo podría surgir de un puro voluntarismo ético o de una utopía doctrinaria. No hay que añorar, desde luego, el cromo de un Proletariado con mayúsculas, gran caballero heroico de la emancipación. La pluralidad de las contradicciones sociales, las diferenciaciones en el seno de las y los asalariados, la aparición de un “trabajo difuso”, la discordancia de tiempos y de espacios sociales, obligan a pensar en plural las fuerzas de cambio y a responder al desafío de su agrupación. Detrás del magma confuso de las “clases medias”, que los partidos socialistas convertidos al social-liberalismo han convertido en su objetivo electoral privilegiado, emerge un proletariado a la vez extenso y fragmentado. Su unidad no es un dato sociológico espontáneo, sino una construcción política a realizar. La “unificación negativa” de las y los asalariados con contrato, de los precarios, de los inmigrantes, y también de los movimientos ecologistas, urbanos, culturales, por la lógica impersonal del propio capital, es la condición de posibilidad necesaria, pero insuficiente. Desde hace treinta años, las encuestas sociológicas registran un retroceso significativo de la clase obrera industrial dentro de la población activa, aunque no su desaparición. Aún falta, ya que todavía representa más de una cuarta parte. En cambio, la desconcentración y la dispersión de los lugares de producción, la individualización de los salarios y de los horarios, la generalización de la flexibilidad, la presión del paro y de la precariedad, multiplican las diferenciaciones y fragmentan los colectivos. Hay dos lecturas opuestas de estas evoluciones. Una de ellas ve una extensión del proletariado a los sectores empleados en los servicios, la otra un crecimiento explosivo de las clases medias. Este último mito inspiró la estrategia electoral de Giscard en 1974, con cierto éxito, y la de Lionel Jospin en 2002, con el desastroso resultado que se conoce. Entre tanto, la euforia de los “treinta gloriosos” ha dado paso a la melancolía de los “treinta llorosos”. El ascensor social se encuentra bloqueado en el piso, si no en caída libre. Más de la mitad de la población está persuadida de que la vida será más dura para las siguientes generaciones de lo que fue para ella. Más de la mitad imagina también poder encontrarse un día sin techo. El retrato robot dibujado ayer del hombre medio idealizado corresponde ahora sólo al 10%, no al 70% de la población. Aumenta el temor de que “el largo proceso de promoción y de movilidad social se torne en amenaza de caída y de desclasamiento15”. Este temor tiene fundamento. La diferencia de renta entre los tramos de edad de treinta y cincuenta años se profundiza, la inadecuación entre diplomas y empleos se acentúa, el futuro de la protección social es sombrío. Impresionados por los clichés mediáticos sobre la desaparición de las clases tradicionales, algunos buscan sustitutos: el “cognitariado”, los excluidos, los “sin…” (trabajo, papeles, techo…). Si la importancia creciente del trabajo intelectual socializado en la producción se mide por el tiempo abstracto de trabajo, cada vez más miserable e irracional, sería ilusorio imaginar que la potente subida del “cognitariado” signifique en sí un progreso irreversible y que el trabajo intelectual esté inmunizado por naturaleza contra nuevas formas de alienación. Descubrir en los piqueteros argentinos, privados por el paro del arma de la huelga, los portadores de un “aliento de postmodernidad victoriosa”, es muestra de un lirismo indecente. No hay nada que añorar en las servidumbres del trabajo a la cadena taylorizada y científicamente organizada. Pero pretender que “el hecho de que la clase obrera ya no sea fordista, es una victoria”, es en cambio una pura y simple tontería16. Todo depende de saber en beneficio de qué, y en qué dirección, se sale del fordismo. Y de quién es el verdadero beneficiario. La desregulación liberal del mercado del trabajo, la flexibilidad impuesta, la individualización salarial, no significan más libertad para los trabajadores, sino – como lo testimonian las estadísticas sobre los accidentes de trabajo, el estrés, las depresiones, los suicidios – nuevas servidumbres, nuevas patologías, nuevos sufrimientos, que equivalen a los antiguos. ¿Se muere la política? Por lo menos, cierta política. Otra renace en las prácticas y las luchas sociales. La fuerza de Le Pen fue hacer política cuando otros se contentaban con gestionar los asuntos corrientes. Nicolas Sarkozy lo comprendió bien. Ha construido su imagen de presidenciable sobre la rehabilitación de la voluntad política (o de su simulacro mediático), frente al fatalismo económico. La subordinación de la política a una supuesta lógica del progreso histórico tuvo ayer como resultado la prescripción de la cuestión de la justicia social. La subordinación de la decisión democrática a la voluntad anónima de los mercados conduce hoy día al mismo resultado. Afirmar la primacía de la política sobre la historia y sobre la economía es, por el contrario, reabrir las cuestiones de la justicia y de la igualdad, que constituyen los verdaderos retos. Viento Sur, número 95, Enero 2008 www.danielbensaid.org

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  1. Alain Badiou definía esta resistencia lógica como una “elección de la razón”, o como un rechazo a resignarse a no pensar.
  2. En el momento en que caen por tierra los políticos en quienes los adversarios del fascismo habían puesto su esperanza, en el momento en que agravan aún más su derrota traicionando a su propia causa, querríamos liberar a los hijos del siglo de las redes en que han sido enredados” (Walter Benjamin, Octava tesis sobre el concepto de historia).
  3. Ya no existe Troya”, respondía el viejo Marx. “Esta justa proporción entre la oferta y la demanda hace mucho tiempo dejó de existir”. Antes del desarrollo de la gran industria, la demanda precedía a la oferta y “la producción seguía paso a paso al consumo”. Después, “la producción manda sobre el consumo y la oferta sobre la demanda”, de manera que no es posible reducir el trabajo complejo socializado en trabajo simple del “trabajador inmediato”. “Las relaciones sociales no son relaciones de individuo a individuo, sino de trabajador a capitalista, de agricultor a propietario terrateniente, etc. Difuminad estas relaciones y habréis aniquilado toda la sociedad” (K. Marx, Miseria de la Filosofía).
  4. Jean Peyrelevade, (2005) Le Capitalisme total, París, Seuil, “La République del idées”, pág. 10.
  5. Le Monde, 4 mai 2007.
  6. El número de puestos en la función pública ha disminuido a la mitad en veinte años, los contratos de duración limitada representan ya dos tercios del total, el Partido Socialista que todavía recogía alrededor del 74% del voto obrero en 1981 apenas recogió el 13% en 2002 (frente al 33% de la extrema derecha).
  7. Pascal Lamy. Le Monde 2, 27 août 2005.
  8. F. Bertinotti, “Massa critica et novo soggetto politico”, Alternativa per il socialismo, nº 2.
  9. Ibid.
  10. En Brasil, el pago al contado de la deuda al FMI ha privado a la reforma agraria y al programa “hambre cero” de los recursos presupuestarios necesarios. En Italia, tras haber erigido la no-violencia como principio programático, Refundación Comunista ha votado las expediciones militares en el marco de la OTAN, la austeridad, y purga sus filas. Tanto en Italia como en Brasil, la conversión brutal de la izquierda al social-liberalismo se ha saldado con la exclusión del Partido de los Trabajadores o de Refundación de cargos electos fieles a los principios constitutivos de su partido.
  11. Discurso de Oskar Lafontaine en junio de 2007 durante el congreso constitutivo de la nueva organización de izquierda “Die Linke” (La Izquierda), surgida de la fusión entre una pequeña disidencia de la socialdemocracia en la antigua Alemania Occidental, el PDS (heredero socialdemocratizado del antiguo partido comunista de Alemania Oriental) y una nueva corriente procedente sobre todo de medios sindicalistas radicales.
  12. Ver Wagner, P. Liberté et discipline. Les deux crises de la modernité. París: Métaillé y Castel, R. (2003) L’insécurité sociale. París, Seuil.
  13. Toni Negri, (2007) Good by, Mister Socialism, París, Seuil, 2007, p. 240. En el momento en que la especulación bursátil organiza la competencia en tiempo real y cuando los constitucionalistas europeos quieren grabar en mármol el principio de una “competencia libre y no desvirtuada”, resulta completamente aventurero y ciegamente insensato pretender que “la competencia ya no es una dimensión fundamental de la economía” (ibid., p. 212).
  14. Jean Peyrelevade, op. cit., págs. 59 y 91.
  15. Le Monde, 24 janvier 2007 y 24 mai 2007.
  16. Ver Negri, T. op. cit., págs. 187, 140.
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