Un nuevo reparto violento

¿Qué expresa la invasión por Norteamérica de Irak? Para no caer en un determinismo reduccionista, no se debe olvidar el peso de los acontecimientos en el encadenamiento de los hechos: Bush pudo perder las elecciones que apenas ganó por una pequeña diferencia y probablemente gracias al fraude; los atentados del 11 de septiembre pudieron fracasar, etcétera. En síntesis, la historia no es un gran complot con un todopoderoso titiritero manejando los hilos. Pero no es tampoco un teatro de insensato ruido y furor. Existe una lógica de los acontecimientos. Las sinrazones tienen sus razones. Desde ese punto de vista, la guerra actual estaba doblemente anunciada. Desde 1989, una reorganización a gran escala del planeta está en el orden del día. La ruptura del precario equilibrio de posguerra, posibilitó un nuevo reparto de territorios, de riquezas, de zonas de influencia. Desde el verano de 1990, los Estados Unidos comenzaron a redefinir los medios y la misión de sus fuerzas militares.

Hay en esto una dimensión geopolítica de la lógica de guerra, relacionada (no mecánicamente) con el ahogo de la acumulación capitalista a largo plazo. A pesar de los espejismos de la nueva economía y de la recuperación de las tasas de ganancia gracias a las derrotas infligidas en los años 1980-1990 por las contrarreformas liberales, los aumentos de la productividad siguieron siendo modestas y el crecimiento no alcanzó los ritmos previos a 1974-1975. El problema no se reduce a los términos de la distribución entre capital y trabajo. La apertura de una nueva fase de expansión demandaría muchas otras condiciones políticas, institucionales, monetarias: en síntesis, una modificación de las condiciones generales de acumulación de capital.

En este contexto de crisis prolongada, resulta secundario y especulativo (aunque las consecuencias pueden ser reales: por ejemplo, la manera en la que habría podido actuar una administración Gore en lugar de una administración Bush tras el 11 de septiembre), razonar en términos de “fuga hacia adelante” o de crisis de dirección imperialista. La ruptura de la bipolaridad político militar EE UU/URSS liberó tendencias centrífugas (y arruinó elucubraciones teóricas del tipo “ultraimperialismo”, etcétera). Por otra parte, las opciones perceptibles de la guerra en curso, sin minimizar las incertidumbres desde el punto de vista de los dirigentes norteamericanos, muestran que lo que está en juego bien vale una apuesta arriesgada: el control de las riquezas y las rutas petrolíferas, la redistribución de los mapas geopolíticos en Asia Central y en Medio Oriente, la imposición de una economía de guerra prolongada, la modificación de las relaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos, redefinición de las arquitecturas institucionales de la mundialización (ONU, NATO, OMC, etcétera). En cuanto a la crisis de la dirección imperialista, es una formulación demasiado general y ambigua en la que caben muchos fenómenos distintos: relaciones entre potencias imperialistas y crisis de hegemonía mundial, o bien relaciones entre los intereses económicos del capital y el estado de sus élites políticas, transformación de las relaciones entre poder político y gobernabilidad empresaria en un mundo cada vez más privatizado, etcétera.

Supremacía militar y fragilidades estructurales

Hablar de relaciones parasitarias es sin duda excesivo y probablemente demasiado vago como para no inducir a error. Ya después de la primera Guerra del Golfo, Alain Joxé, constatando que los Estados Unidos habían logrado que la guerra fuese lucrativa (haciéndola financiar por sus aliados) hablaba de “América mercenaria”. Estamos de acuerdo en subrayar el desfasaje entre la supremacía militar norteamericana y sus fragilidades estructurales relativas (endeudamiento, déficit comercial, déficit presupuestario), etcétera. Pero esto no es más que otra razón para subrayar el carácter político de la noción de imperialismo (generalmente reducida a una relación económica), en la que se combinan la apropiación de plusvalía y la monopolización de riquezas (energéticas, financieras, cognitivas, etcétera), una hegemonía política (inscripta en mecanismos institucionales), una supremacía militar (armamentos, bases, alianzas).

¿Regreso de los conflictos interimperialistas o fisuras de un nuevo tipo? Estos conflictos habían sido amortiguados, postergados, hechos menos visibles en nombre de una urgencia superior (la solidaridad “occidental” contra el peligro rojo). Pero no habían desaparecido. Los imperialismos de ayer asistieron a la modificación de su jerarquía (a favor de la aplastante ventaja del liderazgo americano), sin embargo las tensiones episódicas no se eliminaron. Las dificultades económicas, la competencia creciente, la pérdida de funcionalidad de la referencia “occidental”, libera tendencias centrífugas. Puede asistirse en los meses próximos a tentativas proteccionistas, a rivalidades comerciales. Pero difícilmente puede imaginarse, en cambio, que las rivalidades interimperialistas puedan llegar a convertirse en conflictos abiertos y mucho menos militares. Lo que no impide sin embargo que las potencias aliadas y competidoras puedan enfrentarse, indirectamente, de manera oblicua, en la periferia, ya sea por una nueva distribución del África o por cuestiones como la reconstrucción de Irak. Difícil es especular acerca de hasta dónde podrían ir estos conflictos.

Esto depende sobre todo del grado de integración y concentración regional del capital. ¿Existe un capital europeo en formación lo suficientemente homogéneo como para desafiar al capital americano o, por el contrario, la interpenetración de los capitales mundializados es tal que se perfila “ultracapitalismo” con relación al cual los imperialismos de ayer libran combates de retaguardia? Confesemos que la mayoría de nosotros no vio en las primeras posiciones iniciales de Chirac sobre la guerra más que una gesticulación y muy pocos hubieran apostado a que recurriría al veto.

Los límites de las fracturas en el seno de los círculos dirigentes

Sin exagerar sus alcances, la fisura de Francia y Alemania con los Estados Unidos requiere una explicación. Pueden sugerirse una serie de factores (los intereses de unos y otros en la región, el peso del pacifismo alemán, la herencia gaullista, una opción política multilateralista contra los peligros del unilateralismo). No existe una explicación simple (y… unilateral o monocausal). En todo caso el asunto merece reflexión (sin dejar de subrayar que no se trata de una ruptura entre Europa y Estados Unidos, sino sólo de algunos países europeos). Uno de los puntos a tratar es en particular la relación Europa-América. No hay dudas que los Estados Unidos utilizaron todos los conflictos desde 1991 para reforzar la subordinación europea (con la ampliación y la redefinición de las misiones de la NATO, con la carga de la carrera armamentista, etcétera). La Unión Europea sigue siendo un espacio comercial y monetario políticamente gelatinoso. Es comprensible que los Estados Unidos tengan el máximo interés de que siga así. Lo que plantea por otra parte la cuestión de nuestra alternativa europea frente a la Europa de Ámsterdam-Maastrich. Los compromisos del 2004 nos obligarán a hacer esta discusión más seriamente.

Hay que subrayar los límites de las fracturas surgidas en el seno de las esferas dirigentes. Como subraya Perry Anderson en su artículo de la London Review of Books, las divergencias se plantean sobre un fondo de principios comunes. La principal no se refería tanto a la guerra, sino a hacerla “con o sin la ONU”. Lo que supone un consenso sobre la no proliferación, incluyendo el derecho de injerencia, a condición de que fuese autorizado por “la comunidad internacional”.

Era totalmente legítimo utilizar estas contradicciones para la movilización, pero también acá es preciso ir más lejos, precisando nuestras posiciones sobre una serie de cuestiones de fondo, en materia de instituciones y derecho internacional.

No creo que la posición a nivel de los gobiernos tenga mucho que ver con la movilización antiguerra-altermundialización. Los países en los que la movilización fue más fuerte (Italia, Gran Bretaña y España, en Europa) son aquellos cuyos gobiernos mantuvieron con firmeza su compromiso al lado de los Estados Unidos. En cambio, las divergencias a nivel del Consejo de Seguridad y de los gobiernos abrieron espacios y contribuyeron a su corporización defendiendo y legitimando la movilización. Es la historia del test de Milgram: cuando la autoridad se divide…

En cambio, y esto cae por su propio peso entre nosotros, es preciso subrayar que el lazo entre la movilización contra la mundialización capitalista y contra la guerra fue evidente tanto en Florencia como en Porto Alegre. Es lo que no supo ver venir la mayoría de los medios, que sólo se despertaron con las manifestaciones del 15 de febrero. Es que las razones de esta radicalización son profundas. Incluso los que nunca leyeron a Rosa Luxemburgo comprenden muy bien el lazo orgánico entre el nuevo militarismo imperial y la mundialización mercantil.

Publicado en las revistas Carré rouge n° 25 (Francia), A l’encontre n° 12 (Suiza)
y Herramienta n° 23 (Argentina)
Traducción de Aldo Romero.
www.danielbensaid.org

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