Y después de Keynes, ¿qué?

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Tras haber, durante dos decenios, entonado el himno de la escuela liberal de Chicago y de sus social killers, los medios celebran hoy el regreso de Keynes. De una crisis a otra, algunas de sus constataciones desengañadas siguen siendo, en efecto, de una turbadora actualidad:

“El capitalismo internacional, hoy en decadencia, en manos del cual nos hemos encontrado tras la guerra, no es un éxito. Está desprovisto de inteligencia, de belleza, de justicia, de virtud, y no cumple sus promesas. En definitiva, nos disgusta y comenzamos a despreciarlo. Pero cuando nos preguntamos por qué reemplazarlo, nos encontramos extremadamente perplejos” 1.

El viejo mundo se muere

bensasite-pointscardinaux.gifHay que decir que, en la Inglaterra declinante del período de entreguerras, esta penosa opinión del capitalismo era algo bastante habitual. En 1926, el mismo año de las grandes huelgas en que Trotsky, en ¿Adónde va Inglaterra? analizó la transferencia transatlántica del liderazgo imperialista, G.K. Chersterton, como buen católico social, nostálgico de la pequeña propiedad agraria y comercial, diagnosticaba: “El sistema económico actual, que llamábamos capitalismo o de otra forma, se ha convertido ya en un peligro que se está haciendo mortal”. Añadía, mucho antes de la edad de oro de los traders y de las subprimas: “Lo que falla en el mundo financiero, es que es demasiado imaginativo; se alimenta de cosas ficticias”2. Esta perplejidad se ha acrecentado hoy por la quiebra de las sociedades burocráticamente planificadas y de las economías estatizadas. Sin embargo, el capitalismo internacional sigue estando desprovisto de inteligencia y de belleza y, ciertamente, es aún más despreciable. Hoy como ayer, el dogma liberal y “la filosofía política forjada en los siglos XVII y XVIII para derrocar reyes y prelados”, se ha transformado en una “leche para bebés que ha anegado las guarderías”3. La pregunta de: “¿con qué reemplazarlo?” resulta tanto más urgente y angustiosa.

Las fuerzas políticas, como la socialdemocracia, que han pretendido, desde la 2ª Guerra Mundial, cultivarlo y embellecerlo parecen, ellas también, agotadas. Lo que antaño escribía Keynes a propósito del liberalismo histórico se aplica hoy, palabra por palabra, a estos socialistas de mercado: “Los objetivos políticos que movilizaban a los partidos en el siglo XIX (reemplacemos por el siglo XX) están tan muertos como el cordero servido la semana pasada, cuando surgen las preguntas sobre el futuro, las que no han encontrado lugar en los programas de los partidos cuyos viejos programas cabalgan (…). Las razones positivas de ser liberal (reemplacemos por “socialdemócrata”) son bastante más débiles hoy. A menudo es sólo el azar de los temperamentos o de los recuerdos históricos, y no una divergencia política o un ideal propio el que separa hoy a un joven conservador progresista del liberal (del socialista) medio. Los viejos gritos de guerra han sido puestos en sordina o reducidos al silencio”4. La prueba: Kouchner, Besson, Jouyet, Rocard, esperando la continuación.

La medida miserable de un mundo miserable

Reduciendo el valor mercantil de toda riqueza, de todo producto, de todo servicio, al tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción, la ley del mercado apunta a medir lo inconmensurable, a cuantificar lo incuantificable, a atribuir a toda cosa un valor monetario. En tanto que equivalente general, el dinero tiene también el poder mágico de metamorfosear todo. Agente de una universal traducción, “confunde y cambia toda cosa, es el mundo al revés, la conversión y la confusión de todas las cualidades generales y humanas”5.

Cuestión de actualidad: ¿a qué corresponde el salario de un enseñante-investigador universitario? Transformado en vendedor de prestaciones mercantiles, se le supone que vende conocimientos cuyos procedimientos de evaluación (como la bibliometría cuantitativa) deberían medir el valor mercantil. No vende sin embargo un producto (un saber-mercancía), pero recibe por el tiempo de trabajo socialmente necesario a la producción y a la reproducción de su fuerza de trabajo (tiempo de formación incluido) una remuneración financiada, hasta nueva orden, por la distribución fiscal. ¿Se trata sólo del tiempo pasado en su laboratorio o del tiempo pasado ante la pantalla de su ordenador (cronometrable por un reloj integrado)? ¿Para de pensar cuando lee en el metro o hace footing? “Entre el dinero y el saber, no hay común medida” (Aristóteles): cuestión especialmente peliaguda teniendo en cuenta que la producción de los conocimientos está hoy altamente socializada, es difícilmente individualizable y comporta una gran cantidad de trabajo muerto.

La crisis actual es claramente una crisis histórica – económica, social, ecológica – de la ley del valor. La medida de todas las cosas por el tiempo de trabajo abstracto se ha convertido, como preveía Marx en sus Manuscritos de 1857, en una medida “miserable” de las relaciones sociales. “No se puede gestionar lo que no se sabe medir”, repite sin embargo Pavan Sukhdev, antiguo director del Deutsche Bank de Bombay, a quien la Comisión de la Unión Europea ha encomendado un informe para “procurar una brújula a los dirigentes de este mundo (…) atribuyendo muy rápidamente un valor económico a los servicios rendidos por la naturaleza”6. Medir toda la riqueza material, social, cultural, con el único patrón del tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción se hace sin embargo cada vez más problemático debido al aumento de la socialización del tiempo de trabajo y a una incorporación masiva de trabajo intelectual a este trabajo socializado.

¡El tiempo largo de la ecología no es el tiempo corto de las cotizaciones en Bolsa! Atribuir “un valor económico” (monetario) a los servicios de la naturaleza se enfrenta con el arduo problema de determinar un denominador común a los recursos naturales, a los servicios a las personas, a los bienes materiales, a la calidad del aire, del agua potable, etc. Sería necesario otro patrón que el tiempo de trabajo, y otro instrumento de medida que el mercado, capaz de evaluar la calidad y las contrapartidas a largo plazo de las ganancias inmediatas. Sólo una democracia social podría hacer concordar los medios con las necesidades, tomar en consideración la temporalidad larga y lenta de los ciclos naturales y plantear los términos de decisiones sociales que integren su dimensión ecológica.

¿Salidas de crisis?

La crisis actual no es pues una crisis cíclica como las que el sistema conoce, más o menos, cada diez o doce años. Es una crisis histórica de la ley del valor. El capitalismo manifiesta en ella no sólo su injusticia, sino también su aspecto destructor en tres sentidos: de la sociedad, de la naturaleza, y por consiguiente de lo humano en tanto que ser natural socializado. Es también, aunque no guste a los profetas de la salida de la crisis gracias a los prodigios de una New Deal verde, una crisis de las soluciones imaginadas para superar las crisis pasadas. Se olvida a menudo que las pociones keynesianas pudieron contribuir a recuperaciones temporales, pero que tras una corta calma en 1934-1935, la economía conoció una recaída brutal en 1937-1938. Fue precisa nada menos que una guerra mundial para crear las condiciones del crecimiento duradero de los “treinta gloriosos”.

Se olvidan también las condiciones en las que se suponía se aplicaban las medidas de relanzamiento preconizadas: una colaboración de clases asumida por sindicatos relativamente poderosos en el marco legal del Estado nación y la existencia de reservas de acumulación del capital gracias a la dominación colonial de las metrópolis imperialistas. Estas condiciones, sin duda, han cambiado7.

Para la eficacia de sus recomendaciones, Keynes deseaba lógicamente “reducir al máximo la interdependencia entre las naciones” en lugar de “llevarla a su máximo”. Estimaba “que aumentar la autosuficiencia nacional y el aislamiento económico (le) facilitaría la tarea”8. Posteriormente, la desregulación financiera y la apertura de los mercados han impulsado a esta interdependencia en el marco de la mundialización, de forma que hoy el Estado nación está debilitado y las relaciones contractuales en apuros.

Añadamos que ignorando soberbiamente la exigencia ecológica de los umbrales y los límites, Keynes pensaba poder apostar por la abundancia y el progreso ilimitado. Estimaba en 1928 que “el problema económico podría ser resuelto o en vías de resolución de aquí a cien años” (es decir, en términos actuales, de aquí a veinte años). Estaba convencido de que la humanidad alcanzaba el punto en que, “desprendida del dominio de las preocupaciones económicas”, iba a poder consagrarse plenamente a dar un contenido a su libertad. Con acentos proféticos que evocan ciertos textos de Marx, anunciaba que “la usura y la previsión” deberían ciertamente seguir siendo nuestros dioses “por un rato aún”, pero que nos guiaban ineluctablemente “fuera del túnel de la necesidad, hacia la luz del día”9.

Sin embargo, atemperaba esta visión entusiasta de un futuro luminoso atribuyendo una hipótesis más sombría a espíritus amargados: “Algunos cínicos concluirán que sólo una guerra puede poner fin a una crisis mayor. Hasta el presente, en efecto, los gobernantes sólo han encontrado a la guerra como algo respetable para financiar a gran escala con empréstitos”10. Estos cínicos, por desgracia, han acabado por tener razón. A fortiori aunque hay que precaverse de la ilusión de la repetición, se puede prever que la salida de la crisis, pues o que se trata de una crisis histórica del software capitalista, no tiene que ver principalmente con pociones económicas sabias, sino que supondría la redistribución planetaria de las relaciones de fuerzas entre clases a través de grandes acontecimientos políticos.

¿El comunismo en Estados Unidos?

En 1935, mientras Keynes cavila, en la Teoría general 11, sobre los medios para salvar el capitalismo del naufragio, el exiliado León Trotsky se entrega a un sorprendente ejercicio de política ficción sobre lo que podría ser el comunismo en Estados Unidos12.

Imagina que “el coste de una revolución” sería allí “insignificante” en relación con la riqueza nacional y a la población, comparándolo a lo que había costado en Rusia. Contempla una transformación progresiva, por persuasión más bien que por coacción, de las relaciones sociales:

“Por supuesto, los soviets americanos instituirían sus propias empresas agrícolas gigantes, a guisa de escuelas de colectivización voluntaria. Vuestros agricultores podrían fácilmente calcular si es de su interés permanecer como eslabones aislados o unirse a la cadena pública”. El mismo método sería empleado para llevar al pequeño comercio y a la pequeña industria a entrar en la organización nacional de la industria. Gracias al control de las materias primas, del crédito y de los pedidos, estas industrias “podrían ser mantenidas solventes hasta su integración gradual y sin coacción en el sistema económico socializado”. Recusando la idea según la cual la industrialización acelerada de la Unión Soviética constituiría un modelo, Trotsky afirma que no se puede plantear así en Estados Unidos. Serían capaces de elevar considerablemente el nivel de consumo popular desde el comienzo de su transformación económica:

Estáis preparados como ningún otro país. En ninguna otra parte, el estudio del mercado interno ha alcanzado un nivel tan elevado como en Estados Unidos. Este estudio ha sido hecho por vuestros bancos, vuestros trusts, vuestros hombres de negocios individuales, vuestros negociantes, vuestros representantes de comercio y vuestros agricultores. Vuestro gobierno abolirá simplemente todos los secretos comerciales, hará la síntesis de todos los descubrimientos hechos para el beneficio privado, los transformará en un sistema científico de planificación económica. Vuestro gobierno encontrará para ello un apoyo en la existencia de amplias capas de consumidores educados, capaces de espíritu crítico. Mediante la combinación de las industrias clave nacionalizadas, de las empresas privadas, y de la cooperación democrática de los consumidores, desarrollaréis rápidamente un sistema de una extrema flexibilidad para la satisfacción de las necesidades de vuestra población. Este sistema no será regido ni por la burocracia, ni por la policía, sino por el duro pago al contado. Vuestro todopoderoso dólar jugará un papel esencial en el funcionamiento de vuestro sistema soviético. Es un gran error confundir “economía planificada” y “moneda dirigida”. Vuestra moneda debe actuar como un regulador que medirá el éxito o el fracaso de vuestra planificación.

Estas afirmaciones están indudablemente marcadas por un irreductible entusiasmo productivista y por las ilusiones del progreso. No deja por ello de ser notable que subraye que el socialismo, en un país desarrollado, podría muy bien adaptarse a una combinación de formas diversas de propiedad y reducir considerablemente la dimensión del aparato administrativo y burocrático. Lejos de las robinsonadas sobre la supresión por decreto de toda medida monetaria, insiste en el papel esencial de la moneda como regulador para un largo período de transición:

Será solo cuando el capitalismo logre reemplazar el dinero por el control administrativo cuando se podrá abandonar una moneda oro estable. El dinero no consistirá entonces más que en un trozo de papel ordinario, como billetes de tranvía o de teatro. Con el desarrollo del socialismo, esos trozos de papel desaparecerán a su vez, y el control del consumo individual – sea monetario o administrativo – dejará de ser necesario, cuando haya abundancia de todo para todos.

Este último recurso a la hipótesis (o al comodín) de la abundancia (que comparten entonces Trotsky y Keynes en su despreocupación ecológica) remite a la abolición de toda medida monetaria de la riqueza intercambiada en un futuro indeterminado. Trotsky se apresura a precisar que “este tiempo no ha llegado aún, aunque América debe ciertamente alcanzarlo antes que cualquier otro país; hasta entonces, el único medio de llegar a ese estadio de desarrollo será conservar un regulador y un patrón eficaces para el funcionamiento de vuestro sistema”. De hecho, precisa, “durante los primeros años de su existencia, una economía planificada, aún más que el antiguo capitalismo, tiene necesidad de una moneda sana”. Haciendo precisamente alusión a Keynes, rechaza también la idea de que la manipulación monetaria pueda ser la solución milagro a las contradicciones y a la crisis del capitalismo: “El profesor que pretende regir todo el sistema económico actuando sobre la unidad monetaria es como un hombre que quiere estar suspendido por encima de la tierra con los dos pies a la vez”.

En este breve artículo, Trotsky repite en varias ocasiones que “América no tendrá que imitar nuestros métodos burocráticos”. En Rusia, “la carencia de objetos de primera necesidad ha engendrado una lucha encarnizada por la posesión de un trozo de pan o de un vestido suplementario”. La burocracia “emergió de esta lucha como un conciliador, una todopoderosa corte de arbitraje”. Por el contrario, Estados Unidos podría proporcionar fácilmente al pueblo “todo lo que es necesario para vivir”, tanto más cuanto que “vuestras necesidades, vuestros gustos y vuestras costumbres no tendrían que soportar jamás que la renta nacional fuera repartido por vuestra burocracia”. Cuando la sociedad estuviera organizada en función de producir para la satisfacción de las necesidades y no para el beneficio privado, “la población entera se distribuiría así en nuevas formaciones que lucharían entre ellas e impedirían a una burocracia impertinente imponerles su dominación”. Este pluralismo sería una garantía contra “el crecimiento del burocratismo” gracias a una “práctica de la democracia, de la forma más flexible de gobierno que haya jamás existido”. Esta organización no puede ciertamente “hacer milagros”, pero debe permitir resistir al “monopolio político de un único partido que en Rusia se ha transformado él mismo en burocracia y ha engendrado la burocratización de los soviets”.

A la planificación burocrática y los ukases de colectivización dictados de arriba a abajo, Trotsky opone pues la vitalidad del debate contradictorio en un espacio público en el que se ejercen las libertades democráticas de organización, de reunión, de expresión. Reencuentra así los acentos de Rosa Luxemburgo, defendiendo en su famosa crítica de la Revolución Rusa, la ardiente efervescencia revolucionaria que “crea esa atmósfera política vibrante, receptiva, que permite a las olas de la opinión pública, al pulso de la vida popular, actuar instantáneamente sobre las instituciones representativas”13. Trotsky es incluso más preciso: “Un plan de desarrollo económico de un año, de cinco años o de diez años; un proyecto para la educación nacional; la construcción de una nueva red de transportes; la transformación de la agricultura, un programa para la mejora del equipamiento técnico y cultural de América Latina; un programa para las comunicaciones estratosféricas… Estos son otros tantos sujetos para las controversias, para vigorosas luchas electorales, y debates apasionados en la prensa y en las reuniones públicas”. Pues la América socialista “no imitaría el monopolio de la prensa tal como lo ejercen los jefes de la burocracia de la URSS”. La nacionalización de las imprentas, fábricas de papel y medios de distribución significaría simplemente “que ya no permitiría al capital decidir qué publicaciones deben aparecer, si deben ser progresistas o reaccionarias, ‘secas’ o ‘húmedas’, puritanas o pornográficas”.

Esta visión comporta ciertamente muchas ilusiones, debido particularmente a su despreocupación ecológica, en cuanto a las perspectivas de un socialismo de abundancia en un país desarrollado. No deja por ello de proporcionar indicaciones interesantes a la luz de la primera experiencia de revolución social y de contrarrevolución burocrática.

Capitalismo utópico…

Ya en 1926, Chesterton afirmaba que, “para salvar la propiedad”, sería preciso “distribuirla casi tan rigurosa y completamente como lo hizo la revolución francesa”. Su “distribuismo” que defiende el restablecimiento de la pequeña propiedad contra el monopolio y la resurrección de los gremios contra los trusts, ilustra muy precisamente el “socialismo pequeño burgués, a la vez reaccionario y utópico” (“Para la manufactura, el régimen corporativo, para la agricultura, el régimen patriarcal, ésa es la última palabra”) evocado por el Manifiesto Comunista. En 1935, confrontados a la gran crisis, John Maynard Keynes busca aún el mejor medio de salvar científicamente al capitalismo, mientras que el exiliado León Trotsky intenta imaginar un socialismo democrático más allá del capitalismo. Frente a la gran crisis de los años 1930, ambos, incluso si no le prestan los mismos rasgos, tienen en común una confianza en el progreso y en su horizonte de abundancia, y una fe compartida en la ciencia de la economía y de lo social. El primero se esfuerza – ya entonces – por “refundar” el capitalismo regulándolo y moralizándolo, pero anuncia lúcidamente que en caso de fracaso no habría ya otra salida que la guerra civil y la guerra sin más. El segundo ve en su superación comunista la única salida a la descomposición de la sociedad burguesa, pero, de revolución traicionada en revolución fracasada, presiente cada vez más claramente la catástrofe anunciada, hasta contemplar explícitamente la eventualidad del judeocidio.

En la Teoría general, Keynes considera – ya entonces – que es urgente “moralizar” al capitalismo: “Mientras guste a los millonarios construir amplias mansiones para alojarse durante su vida y pirámides para abrigar sus despojos tras su muerte, o que, lamentando sus pecados, edifiquen catedrales y doten a monasterios o misiones extranjeras, la época en la que la abundancia del capital se opone a la abundancia de la producción puede ser retrasada”. Pero “no es razonable que una comunidad sensata acepte ser tributaria de tales operaciones”14.

Para él, “la desaparición del rentista o del capitalista sin profesión” parasitario tendría la ventaja de “no exigir ninguna revolución”15. Sería preciso para ello “progresar en las dos direcciones a la vez”: estimular la inversión, y aplicar al mismo tiempo “todo tipo de medidas adecuadas para aumentar la propensión a consumir”. Pues “nada impide aumentar la inversión y, al mismo tiempo, llevar el consumo no sólo al nivel que en el estado actual de la propensión a consumir corresponde al aumento del flujo de la inversión, sino a un nivel más elevado aún”16. Sería preciso, para lograrlo, “atribuir a órganos centrales ciertos poderes de dirección hoy confiados en su mayor parte a la iniciativa privada”, respetando “un amplio dominio de actividad económica”. Ciertamente, “la ampliación de las funciones del Estado, necesaria para el ajuste recíproco de la propensión a consumir y de la incitación a invertir, parecería a un publicista del siglo XIX, o a un financiero americano contemporáneo, una horrible infracción a los principios individualistas”. Sería éste sin embargo “el único medio de evitar una completa destrucción de las instituciones económicas actuales”17.

Para quienes se remiten a los veredictos provisionales del dudoso tribunal de la historia, Keynes parece haber ganado el pleito. Sin embargo, los “compromisos” o “pactos” sociales de los “treinta gloriosos” fueron posibles al precio de una guerra mundial, gracias a un crecimiento excepcional debido en parte a la reconstrucción y a nuevas correlaciones de fuerzas (sociales y geopolíticas)18. Pero acabaron erosionanado las tasas de ganancia; la contrarreforma liberal iniciada a finales de los años 1970 no tenía otro objetivo que restaurar la rentabilidad del capital y liberar su acumulación de las exigencias keynesianas. Restablecer estos imperativos sería pues volver al punto de partida y reencontrar las contradicciones a las que las políticas liberales del último cuarto de siglo han intentado escapar.

Suponer realizable la armonía entre incitar la propensión a consumir (y los medios para satisfacerla) y la incitación a invertir, a la vez que se garantiza una tasa de ganancia o una eficacia marginal del capital atractivos, es imaginar un mundo tan improbable como un arco iris incoloro. Es, propiamente hablando, el discurso ideológico del capitalismo utópico. Keynes parece querer creer que el capital especulativo financiero es un tumor a erradicar del cuerpo sano del capital productivo: “Así, algunas categorías de inversiones están gobernadas menos por las previsiones verdaderas de los empresarios de profesión que por la previsión media de las personas que operan en Bolsa, tal como es expresada por el curso de las acciones”. Es, se indigna, “como si un granjero, tras haber dado unos golpecitos a su barómetro en la comida de la mañana, pudiera decidir entre las diez y las once retirar su capital de la explotación agrícola, y luego plantearse a lo largo de la semana, volver a invertirlo de nuevo”19. En efecto, “la mayor parte de los especuladores profesionales se preocupan mucho menos de hacer a largo plazo previsiones ajustadas del rendimiento descontado de una inversión en el curso de su existencia entera que de adivinar poco tiempo antes que el gran público los cambios futuros de la base convencional de evaluación”. Estas “fluctuaciones del día a día” ejercen sobre el mercado “una influencia completamente exagerada e incluso absurda”20.

Pero ese absurdo no es un desajuste del capitalismo realmente existente, sino su esencia misma: la autonomización de la esfera financiera y el fetichismo del “dinero que hace dinero” por partenogénesis no son excrecencias patológicas, sino fenómenos inherentes a la lógica íntima de la acumulación del capital. Igualmente, “el principio hereditario” del capitalismo patrimonial, en el que Keynes cree discernir “los gérmenes de la decadencia”, no es otra cosa que la forma jurídica necesaria de la acumulación y de la transmisión privadas del capital21. “La abolición de la herencia” (de los grandes medios de producción, de comunicación y de cambio), tercero de los diez puntos programáticos del Manifiesto Comunista, es indisociable de un cambio radical de las relaciones de propiedad.

socialismo utópico…

Plantear la cuestión de saber si hay una vida más allá del capitalismo y a qué se parecería un modelo alternativo de sociedad, es correr el riesgo de empezar a deslizarse por la pendiente de especulaciones utópicas, con abstracción de las incertidumbres de la lucha de clases y de las correlaciones de fuerzas políticas. Preocupado por encontrar las alternativas más concretas posibles a la lógica del mercado, Thomas Coutrot propone “la afirmación por la sociedad civil de contrapoderes que hagan presión sobre el Estado y el Capital, y la construcción directa de fuerzas económicas alternativas, dicho de otra forma, el control ciudadano sobre la economía solidaria”22. El “cerco del poder del capital en una guerra de posición en la que la economía solidaria y el control ciudadano combinan sus conquistas para constituirse progresivamente en alternativa a la hegemonía capitalista en el terreno económico”. “Se dibuja – si se pone entre paréntesis la cuestión de los derechos de propiedad – un modelo no capitalista de organización económica, el modelo de autogestión no salarial con socialización de los mercados”23.

Este “modelo”, establecido al precio de una extraña “puesta entre paréntesis” de los derechos de propiedad, y fundado en la apuesta por un “cerco” progresivo del poder capitalista que permita afirmar una alternativa en el campo político, se une a la tradición de los socialismos utópicos. En la medida en que pone también entre paréntesis la cuestión política y la del poder (supuestamente neutralizado por el cerco), apuesta por la superioridad de la razón respecto a las sinrazones mercantiles. Pero la lucha de clases realmente existente, no es un concurso de racionalidad. No se pasa “progresivamente”, por transición pacífica de un derecho (el derecho de propiedad) a otro (el derecho a la existencia). Entre dos derechos que se enfrentan, recuerda sobriamente Marx, “es la fuerza la que decide”. Por ello la superación de los “socialismos utópicos” no reside, como ha podido dejar creer una lamentable traducción, en un “socialismo científico”, sino en una estrategia revolucionaria capaz de articular el fin y los medios, el objetivo y el movimiento, la historia y el acontecimiento. No se trata pues de poner a hervir las marmitas del futuro, sino de trabajar en las miserias del presente para explorar las pistas de los mundos posibles más allá del capital. La lucha política concreta determina las vías e impone a veces respuestas imprevistas. Para esbozar los contornos de otro mundo necesario, que se trata precisamente de hacer posible, disponemos sólo de indicaciones que no son invenciones doctrinarias, sino enseñanzas sacadas de la experiencia pasada de los movimientos sociales y de los acontecimientos revolucionarios.

y alternativa revolucionaria

¿Es posible otro mundo, un mundo diferente? Decir que la salud, los saberes, lo vivo no están en venta, o que la universidad y el hospital no son empresas, es plantear la cuestión de la superación/debilitamiento de las relaciones y de las categorías mercantiles:

Hay que coger con tenazas la lógica salarial mercantil, desde el interior por la transformación del trabajo, desde el exterior por la extensión de una renta garantizada servida en especies bajo la forma de la extensión de la gratuidad coherente con la reducción drástica del tiempo de trabajo: la recuperación del tiempo para sí, libremente organizado, es la forma más eficaz de restringir la esfera mercantil al mínimo estricto24.

La desmercantilización de las relaciones sociales no se reduce a una oposición entre lo pagado y lo gratuito. Inmersa en una economía de mercado competitiva, una gratuidad engañosa (financiada por la publicidad) puede también servir de máquina de guerra contra una producción de pago de calidad. Es lo que ilustra la multiplicación de periódicos gratuitos en detrimento de un trabajo de información y de investigación costoso.

Se pueden imaginar terrenos de intercambio directo – no monetario – de bienes de uso o de servicios personalizados. Pero este “paradigma de la donación” no podría ser generalizado, salvo si se concibe una vuelta a una economía autárquica de trueque. Sin embargo, toda sociedad de intercambio ampliado y de división social compleja del trabajo requiere una contabilidad y un modo de redistribución de las riquezas producidas. La cuestión de la desmercantilización es por consiguiente indisociable de las formas de apropiación y de las relaciones de propiedad. Es la privatización generalizada del mundo – es decir, no sólo de los productos y de los servicios, sino de los saberes, de la vida, del espacio, de la violencia… – lo que hace de todo, incluso de la fuerza humana de trabajo, una mercancía vendible. Se asiste así, a gran escala, a un fenómeno comparable a lo que se produjo al comienzo del siglo XIX con una ofensiva en regla contra los derechos consuetudinarios de los pobres: privatización y mercantilización de bienes comunes y destrucción metódica de las solidaridades tradicionales (familiares y de vecindario ayer, sistemas de protección social hoy.

Las controversias sobre la propiedad intelectual dicen mucho al respecto: Se pone precio a la menor idea susceptible de generar una actividad, como en el mundo del espectáculo en el que no hay una intuición ni un proyecto que no sean inmediatamente cubiertos por el copyright. Carrera con vistas a la apropiación, con vistas a ganancias. No se comparte: se captura, se apropia, se trafica. Vendrá quizá un tiempo en que será imposible plantear cualquier enunciado sin descubrir que ha sido debidamente protegido y sometido a derecho de propiedad25.

Con la adopción en 1994 del acuerdo Trips (Trade Related Aspects of Intellectual Property Rights) en el marco de los acuerdos de la Ronda Uruguay (de donde salió la Organización Mundial del Comercio), los gobiernos de los grandes países industrializados lograron imponer el respeto mundial a las patentes. Anteriormente, no sólo su validez no era mundialmente reconocida, sino que cincuenta países excluían decididamente patentar una sustancia y no reconocían más que las patentes sobre los procedimientos de fabricación.

Desde los años 1970, se asiste así a una absolutización de los derechos de plena propiedad, a una formidable apropiación privada por las multinacionales del conocimiento y de las producciones intelectuales y artísticas en general. Convirtiéndose la información en una nueva forma de capital, el número de patentes presentadas cada año se ha disparado (156 000 en 2007). Sólo Monsanto, Bayer y BASF han presentado 532 patentes sobre los genes de resistencia a la sequía. Sociedades apodadas trolls compran expedientes de patentes a fin de llevar ante los tribunales por falsificación a productores cuya actividad utilice un conjunto de conocimientos inextricablemente combinados. Nueva forma de enclosure contra el libre acceso al saber, esta carrera por las patentes genera así una verdadera “burbuja de patentes” [NT: Con el término cercamiento (enclosures en inglés) se refiere al cierre de los terrenos comunales a favor de los terratenientes ocurrida en Inglaterra entre los siglos XVIII y XIX].

Autoriza la patente de variedades de plantas cultivadas o de animales de crianza, luego de sustancias de un ser vivo, desdibujando con ello la distinción entre invención y descubrimiento, y abriendo el camino al pillaje neoimperialista mediante la apropiación de saberes zoológicos o botánicos tradicionales. El problema no es tanto que la patente de secuencias de ADN constituiría una afrenta a la muy divina Creación, es que la elucidación de un fenómeno natural pueda ser en delante objeto de un derecho de propiedad. La descripción de una secuencia génica es un saber y no un hacer. Sin embargo, patentes y derechos de autor tenían inicialmente por contrapartida una obligación de divulgación pública del saber concernido. Esta regla ha sido soslayada muchas veces (en nombre, particularmente, del secreto militar). Pero Lavoisier no patentó el oxígeno, ni Einstein, la teoría de la relatividad, ni Watson y Crick, la doble hélice de ADN. Desde el siglo XVII, la entera divulgación favorecía las revoluciones científicas y técnicas; en adelante, la parte de los resultados puestos en dominio público disminuye, mientras que aumenta la parte confiscada por patente para ser vendida o procurar una renta.

En 2008, Microsoft anunciaba la puesta en libre acceso en internet de datos sobre sus programas de referencia, autorizando su utilización gratuita para desarrollos no comerciales. No se trataba, precisaba inmediatamente en una entrevista en Mediapart su director de asuntos jurídicos, Marc Mossé, de una puesta en cuestión de la propiedad intelectual, sino sólo de una “demostración de que la propiedad intelectual puede ser dinámica”. Frente a la competencia de los programas libres, los programas mercantiles como Microsoft estaban forzados a adaptarse parcialmente a esta lógica de gratuidad, cuyo fundamento es la contradicción creciente entre la apropiación privativa de los bienes comunes y la socialización del trabajo intelectual que comienza con la práctica del lenguaje. El acaparamiento privativo de las tierras fue en otra época defendido en nombre de la productividad agraria a cuyo aumento se le suponía erradicar la escasez y el hambre.

Hoy, la nueva ola de enclosures toma pretexto, a su vez, en la carrera por la innovación y en la urgencia alimentaria mundial. Pero, mientras el uso de la tierra es “mutuamente exclusivo” (lo que uno se apropia, otro no puede usar), el de los conocimientos y saberes no tiene rival: el bien no se extingue en el uso que se hace de él, se trate de una secuencia genética o de una imagen digitalizada. Del monje copista al correo electrónico, pasando por la impresión o la fotocopia, el coste de la reproducción no ha dejado de bajar. Es la razón por la cual, para justificar la apropiación privada, se invoca hoy el estímulo de la investigación más que el uso del producto.

Frenando la difusión de la innovación y su enriquecimiento, la privatización contradice las pretensiones del discurso liberal sobre los beneficios de la competencia. Por el contrario, el principio del programa libre registra a su manera el carácter fuertemente cooperativo del trabajo social que en él se encuentra cristalizado. El monopolio del propietario es contestado no ya, como en el caso de los liberales, en nombre de la virtud innovadora de la competencia, sino como traba a la libre cooperación. La ambivalencia del término inglés free aplicado al programa hace así rimar gratuidad y libertad.

Como en la época de las enclosures, los expropiadores de hoy pretenden proteger los recursos naturales y favorecer la innovación. La respuesta que hacía en 1525 la Carta de los campesinos alemanes insurrectos sigue estando, pues, de actualidad:

Nuestros señores se han apropiado de los bosques, y si el hombre pobre tiene necesidad de algo, es preciso que lo compre por un precio doble. Nuestra opinión es que todos los bosques deben volver a la propiedad de la comuna entera y que debe ser poco más o menos libre a cualquiera de la comuna coger en ellos madera sin pagarla. Debe solamente informar a una comisión elegida con este fin por la comuna. Así se impedirá la explotación26.

Siete hipótesis estratégicas

1. La primera condición de la emancipación social, que determina tanto una transformación de la noción de trabajo como las condiciones de una práctica concreta de la democracia, es la desmercantilización de la fuerza de trabajo. Implica el reparto del tiempo de trabajo y la garantía del derecho al empleo para todos y todas, comenzando por una reducción drástica del tiempo de trabajo. En 1919, apenas terminada la guerra, Lenin recomendaba a los comunistas alemanes la adopción de una jornada de seis horas. Keynes llevó la audacia hasta a contemplar, para una sociedad capaz de domar su desmesura, “puestos de tres horas por día o de quince horas por semana”, pues “tres horas por día bastarán ampliamente para satisfacer al viejo Adán en la mayor parte de nosotros”27.

En la Teoría general, reconoce ciertamente “que en el momento actual, la gran mayoría de individuos prefieren el aumento de su renta al aumento de su tiempo libre”, y que no se puede obligar a quienes prefieren un suplemento de renta a gozar de un suplemento de tiempo libre. Pero, hoy como ayer, la cuestión (que Keynes no plantea) es saber por qué tantos individuos pueden preferir trabajar más para ganar más en un trabajo alienado, que apretarse el cinturón en un tiempo considerado libre pero igualmente alienado y vacío. La experiencia de las 35 horas con flexibilidad y compensación salarial aportaría edificantes elementos de respuesta. El reparto del tiempo de trabajo garantizando el derecho al empleo y, si falta, a una renta decente garantizada, significaría la extensión del salario socializado más allá de los sistemas actuales de protección social, y, por consiguiente, la progresiva disminución del trabajo forzado y asalariado explotado.

2. El multiplicador de Keynes, al que se le supone asegurar una dinámica tendente al pleno empleo, asocia la incitación a invertir con promover la “propensión a consumir”. Pero consumir ¿qué, y cómo? Más de un siglo antes, Marx había descifrado la lógica intrínseca de la sociedad de consumo:

Todo hombre se aplica a crear para el otro una necesidad nueva para exigirle un nuevo sacrificio, colocarle en una nueva dependencia y llevarle a un nuevo modo de placer. Con la masa de los objetos aumenta el dominio de los seres ajenos a los que el hombre está sometido y todo producto nuevo refuerza aún más el engaño recíproco y el robo mutuo. La cantidad de dinero se hace cada vez más la única y poderosa propiedad del hombre; igual que reduce todo ser a su abstracción, él se reduce a sí mismo, en su propio movimiento, a un ser cuantitativo. La ausencia de medida y la desmesura se convierten en su verdadera medida28.

La respuesta a esta desmesura consiste en reencontrar una medida humana que oponga la satisfacción razonada de las necesidades sociales a la carrera ilimitada por el placer. Esto es probablemente en lo que sueñan algunas corrientes que se reivindican del decrecimiento. Pero si existe, como constataba Henri Lefebvre, un “crecimiento sin desarrollo”, debe poder existir un desarrollo elegido de las fuerzas productivas y de la riqueza social, cualitativamente diferente del crecimiento productivista indexado con la indiferencia ecológica de la carrera por el máximo beneficio inmediato. Es por lo que Jean Marie Harribey prefiere hablar de “desaceleración” que de “decrecimiento”29.

Se trata en efecto de cambiar radicalmente mediante la discusión democrática los criterios del desarrollo social, y no de imponer mediante una ecología o una valoración autoritarios el ascetismo y la frugalidad para todos. Lo importante es que la idea misma de un desarrollo “duradero”, preocupado por las condiciones naturales de reproducción de la especie que somos, exige (cualesquiera que sean las interpretaciones problemáticas a las que se puede prestar la noción de durabilidad) una temporalidad larga, incompatible con los arbitrajes instantáneos a corto plazo de los mercados. La gestión de los recursos no renovables (en particular las decisiones en materia de producción y de consumo de energía), así como las modificaciones climáticas, las consecuencias de la polución de los océanos, del almacenamiento de los residuos nucleares, de la deforestación, demandan decisiones y opciones de planificación a largo plazo cuyo alcance supera de lejos la duración de un mandato electivo.

3. Keynes sostenía la necesidad de reforzar la intervención pública para contener los excesos y los desbordes mortíferos del dejar-hacer. Pero perpetuaba una estricta división entre lo político y lo económico, entre el Estado y el mercado: “Fuera de la necesidad de una dirección central para mantener la correspondencia entre la propensión a consumir y la incitación a invertir, no hay más razón hoy que antes para socializar la vida económica”. Para subordinar (y no suprimir) el mercado a las necesidades sociales y a los imperativos ecológicos, es al contrario necesario “reencajar” la economía en el conjunto complejo de las relaciones sociales, dicho de otra forma, hacer la economía verdaderamente política. Es el sentido de una planificación autogestionaria y democrática: no una técnica racional de gestión, sino una concepción diferente de las relaciones sociales que oponga la solidaridad social al cálculo egoísta, el bien común, el servicio público y la apropiación social a la privatización del mundo y a la competencia despiadada de todos contra todos.

4. “Una suficientemente amplia socialización de la inversión se mostrará, reconocía Keynes, como el único medio de asegurar aproximadamente el pleno empleo, lo que no quiere decir que sea preciso excluir los compromisos y las fórmulas de todo tipo que permitan al Estado cooperar con la iniciativa privada”30. A la hora de los escándalos financieros y del reflote sin contrapartidas de los bancos por los poderes públicos, la afirmación parece casi subversiva. Es sin embargo de sentido común. Un servicio público de crédito y de seguros sería el medio de pilotar la inversión, de organizar la reconversión progresiva de ramas industriales siniestradas y ecológicamente problemáticas como el automóvil, de emprender una gran transición energética, y, más en general, de someter la economía a las prioridades sociales democráticamente determinadas. La socialización de la inversión a través de un monopolio bancario público es una de las condiciones necesarias (y no suficientes) de un desarrollo duradero planificado basado en una pluralidad de las formas de propiedad social (servicios públicos, bienes comunes, sector cooperativo de economía solidaria) que no implicaría la supresión del mercado, sino su subordinación a la democracia política y social. En esta perspectiva, la moneda, como contemplaba Trotsky en su artículo sobre Estados Unidos, continuaría jugando un papel contable pues, salvo que se postule la abundancia, los precios seguirían siendo irremplazables para evaluar la fracción de trabajo social cristalizado en los bienes y los servicios. Pero el pilotaje político de la economía no puede reposar sólo en la propiedad social de los grandes medios de producción, de comunicación y de cambio. Requiere también el control público de la herramienta monetaria por el Banco Central y una política fiscal fuertemente redistributiva31.

5. En El Estado y la Revolución, Lenin afirmaba que la democracia política, y no la simple gestión administrativa y burocrática, era la única que podía mostrarse superior a los cálculos a corto plazo de los mercados para utilizar y repartir de la mejor forma posible las riquezas, según una determinación colectiva de las necesidades sociales y de su jerarquía. A ciertos marxistas, para los que el derecho a la autodeterminación de las naciones oprimidas era irrealizable bajo el capitalismo y se haría superfluo bajo el socialismo, replicaba de antemano. Este razonamiento, que se cree ingenioso pero de hecho es erróneo, podría aplicarse a toda institución democrática, pues un democratismo rigurosamente consecuente es irrealizable en régimen capitalista, y en régimen socialista, toda democracia acabará por extinguirse (…). Desarrollar la democracia hasta el final, buscar las formas de este desarrollo, ponerlas a la prueba de la práctica, y en todas partes es una de las tareas esenciales de la lucha por la revolución social. Tomado aparte, ningún democratismo, cualquiera que sea, dará el socialismo: pero en la vida, el democratismo no será jamás tomado aparte. Será tomado en el conjunto. Ejercerá también una influencia sobre la economía cuya transformación estimulará32.

La nueva sociedad debe, en efecto, inventarse sin manual de instrucciones, en la experiencia práctica de millones de hombres y de mujeres. Un programa de partido no ofrece a este propósito, decía Rosa Luxemburgo, más que “grandes carteles indicando la dirección”, y además estas indicaciones no tienen sino un carácter indicativo, de balizaje y de puesta en guardia, más que un carácter prescriptivo. El socialismo no podría ser concebido desde arriba. Ciertamente, “presupone una serie de medidas coercitivas contra la propiedad, etc.”, pero si “se puede decretar el aspecto negativo, la destrucción”, no ocurre lo mismo con “el aspecto positivo, la construcción: tierra nueva, mil problemas”. Para resolver estos problemas, es necesaria la libertad más amplia, la actividad más amplia de la población. Sin embargo, la libertad, “es siempre al menos la libertad de quien piensa de otra forma”. No es ella sino el terror quien desmoraliza: “Sin elecciones generales, sin una libertad de prensa y de reunión ilimitada, sin una lucha de opinión libre, la vida se apaga en todas las instituciones públicas, vegeta, y la burocracia permanece como el único elemento activo”.

Estas advertencias de Rosa Luxemburgo adquieren retrospectivamente todo su sentido. Desde 1918, temía que medidas de excepción, temporalmente justificables, se convirtieran en la regla, en nombre de una concepción puramente instrumental del Estado como aparato de dominación de una clase sobre otra. La revolución se contentaría entonces con hacerlo cambiar de manos:

Lenin dice que el Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase obrera, el Estado socialista un instrumento de opresión de la burguesía, que sólo es, en cierto modo, un Estado capitalista invertido. Esta concepción simplista omite lo esencial: para que la clase burguesa pueda ejercer su dominación, no hay necesidad en absoluto de enseñar y de educar políticamente al conjunto de la masa popular, al menos no más allá de ciertos límites estrechamente trazados. Para la dictadura proletaria, es el elemento vital, el aliento sin el que no podría existir33.

Habrán sido precisas las ásperas lecciones de la contrarrevolución burocrática para que, en La Revolución Traicionada, Trotsky sacara sus consecuencias de principio sobre la necesidad de la independencia rigurosa de los partidos y de los sindicatos en relación al Estado y el pluralismo político:

Ciertamente, las clases son heterogéneas, están desgarradas por antagonismos internos, y no llegan a sus fines más que por la lucha de las tendencias, de los agrupamientos y de los partidos. Como una clase está hecha de numerosas fracciones, la misma clase puede formar numerosos partidos. Igualmente, un partido puede apoyarse sobre fracciones de varias clases. No se encontrará, en toda la historia política, un solo partido representando a una clase única si, por supuesto, no se consiente en tomar una ficción policial por la realidad34.

Estas palabras decisivas reconocen y fundan en principio (mucho antes de Bourdieu) una autonomía del campo político irreductible a un simple reflejo de las clases sociales.

6. Contrariamente a la leyenda reaccionaria que presenta el proyecto comunista como la negación o el sacrificio del individuo a la colectividad anónima, sus pioneros lo concibieron como “una asociación en la que el libre desarrollo de cada uno es la condición del libre desarrollo de todos”. Pero si la emancipación colectiva es inconcebible sin el desarrollo individual, no es un placer solitario. Cuando el liberalismo pretende desarrollar al individuo, alienta en realidad el cálculo egoísta en la competencia de todos contra todos, dicho de otra forma, un individualismo sin individualidad ni personalidad, modelado por el conformismo publicitario. La libertad propuesta a cada cual no es la del ciudadano, es primero la de consumir con la ilusión de poder elegir productos formateados. La apología del riesgo y la cultura del mérito sirven de coartada a políticas de individualización y de demolición de las solidaridades, por la individualización de los salarios, del tiempo de trabajo, de los riesgos (ante la salud, la vejez o el paro); a la individualización de las relaciones contractuales contra los convenios colectivos y la ley común; a la demolición de las normas colectivas con el pretexto de un mejor reconocimiento de las trayectorias individuales.

Cuando el Partido Socialista sitúa la cuestión del individuo entre las prioridades de su reflexión sobre su proyecto, no hace más que correr tras la mixtificación liberal. Pretendiendo llenar un vacío ideológico y que los individuos reemplacen a las clases sociales, el tema irriga cada vez más la neolengua socialista y participa en una emulación retórica con sus usos sarkozystas: propiedad individual, éxito individual, seguridad individual, etc. Esta explotación ideológica de la cuestión individual desvía aspiraciones sin embargo muy legítimas en nuestras sociedades. El desarrollo de las capacidades y de las posibilidades de cada uno es un criterio de progreso más concluyente que muchos logros industriales “ecocidas”. Y no hay ninguna obligación de oponer las clases y los individuos. Reconocer un papel decisivo a la oposición entre Capital y Trabajo no obliga en absoluto a renunciar a las necesidades personales de desarrollo, de reconocimiento y de creatividad. El capitalismo pretende satisfacerlas, pero las encierra en realidad en los estrechos límites del conformismo mercantil y del condicionamiento comercial, acumulando frustraciones y decepciones.

Valorar la individualidad o el “singular plural” es, por el contrario, reforzar la crítica del capitalismo, no alejarse de ella. ¿Cómo hacer, en efecto, para que el llamamiento a la iniciativa y a la responsabilidad individual no ceda ante la sumisión a las lógicas de la dominación, si no se pone en marcha una redistribución de las riquezas, de los poderes y de los medios culturales? ¿Cómo democratizar las posibilidades de realización de cada uno en esta distribución, asociada a medidas específicas de acciones positivas contra las desigualdades naturales o sociales? La sociedad capitalista suscita anhelos, necesidades, deseos que es incapaz de satisfacer. Genera aspiraciones sociales y culturales que el reino del capital no puede satisfacer para la gran mayoría. Para desarrollarse, el individuo moderno ha tenido necesidad de solidaridades sociales (código del trabajo, seguridad social, jubilación, estatuto salarial, servicios públicos). Son estas solidaridades las que las contrarreformas liberales pretenden destruir en beneficio de una jungla competitiva sin piedad.

7. Ante la brutalidad de la crisis y la explosión del paro, se elevan voces que plantean medidas proteccionistas, comenzando por un “proteccionismo europeo”. En nombre de una “necesaria correspondencia de los espacios económicos y sociales”, Emmanuel Todd se ha hecho su defensor35. El objetivo no sería rechazar las importaciones, como Carlos Martel rechazó en otro tiempo a los árabes en Poitiers, y como Michel Jobert intentó en 1982 rechazar los videocasettes japoneses, sino “crear las condiciones de una subida de los salarios” a fin de que la oferta cree de nuevo aquí su propia demanda. La hipótesis de un encadenamiento virtuoso, según la cual el relanzamiento de las rentas bastaría para relanzar la demanda interna, que relanzaría la producción, remite sin embargo a una ley de los mercados tan ilusoria como la de Say y Ricardo.

La cuestión no es de principio o de doctrina. ¿Proteger? Pero proteger ¿qué?, ¿contra quién? y ¿cómo? Si Europa comenzara por adoptar criterios sociales de convergencia en materia de empleo, de renta, de protección social, de derecho del trabajo, para armonizar la fiscalidad, podría legítimamente adoptar medidas de protección, no ya de los intereses egoístas de sus industriales y de sus financieros, sino de los derechos y de las conquistas sociales. Podría hacerlo de forma selectiva y concreta con, en contrapartida, acuerdos de desarrollo solidario con los países del Sur en materia de migraciones, de cooperación técnica, de comercio equitativo. Sin lo cual un proteccionismo de rico tendría por principal efecto descargar los estragos de la crisis sobre los países más pobres. Inversamente, imaginar que una medida de protección aduanera bastaría para conllevar mecánicamente una mejora y una homogeneización de las condiciones sociales europeas, como si ésta fuera técnicamente neutra en una lucha de clases exacerbada por la crisis es una enorme ingenuidad. Los trabajadores sufrirían los inconvenientes de las trabas burocráticas y fronterizas sin las ventajas sociales.

Si, según Todd, es deseado mayoritariamente por los obreros y los jóvenes, un proteccionismo así no tardaría, o bien en deslizarse hacia la “preferencia nacional” (o europea) más ordinaria. “¡Produzcamos europeo!” se convertiría en “¡Trabajemos europeo!”; igual que ayer el Frente Nacional no tuvo sino añadir al eslogan “¡Produzcamos francés!” un “¡con franceses!”. O bien no resistiría mucho tiempo su impopularidad en la opinión pública. Se ha visto ya, a pesar de las peroratas oficiales contra el proteccionismo, ganar fuerza a la tentación de la “preferencia nacional”, con las manifestaciones en Inglaterra y en Irlanda contra los trabajadores inmigrantes polacos o de otros lugares: “Comprad americano!” en Nueva York, o “Trabajad británico” en Londres. De este proteccionismo chovinista al racismo y a la xenofobia, no hay más que un paso, tanto más fácilmente franqueado cuanto que esos trabajadores (12 millones de sin papeles en Estados Unidos, alrededor de 8 millones en la Unión Europea) tienen vocación en tiempos de crisis de servir de “variables de ajuste”, bien por medio de expulsiones masivas en aplicación de la “preferencia nacional” en la contratación, bien haciendo presión sobre los salarios gracias a la tolerancia de un amplio mercado negro del trabajo36.

Todas estas hipótesis son evidentemente incompatibles con las lógicas competitivas y las exigencias institucionales del mercado mundial. Su puesta en práctica implica pues asumir su puesta en cuestión.

Frente a la brutalidad de la crisis y al desconcierto de reformistas sin reformas, ciertas medidas de la vieja caja keynesiana pueden parecer a algunos de una audacia casi revolucionaria. Hasta tal punto que hay quien entrevé la posibilidad de una alianza estratégica entre reformadores keynesianos y comunistas revolucionarios. Es perder de vista lo esencial. Cuando los supervivientes de una izquierda reformadora contemplan una alternativa keynesiana europea al liberalismo, es posible hacer un trozo de camino juntos si están verdaderamente dispuestos a luchar para salir de los tratados europeos en vigor, para establecer normas sociales europeas en materia de salario, de empleo, de protección social, de derecho del trabajo, para promover una armonización fiscal fuertemente redistributiva, o para socializar los medios de producción y de cambio necesarios para la construcción de servicios públicos europeos en materia de energía, de transporte, de telecomunicaciones. Pero esto implicaría una política opuesta 180 grados a lo que han hecho desde hace un cuarto de siglo todos los gobiernos de izquierda en Europa en los que la mayoría de ellos han participado activamente.

Suponiendo que haya reformistas suficientemente determinados para tomar ese camino, podríamos, pues, combatir codo con codo por objetivos comunes, y podría ser que estas movilizaciones desencadenaran una dinámica social que fuera más allá de los objetivos iniciales. Pero esto no significaría de forma alguna una armoniosa síntesis entre keynesianismo y marxismo. Como proyecto político de conjunto, y no como suma de medidas parciales, el programa de Keynes, claramente proclamado, es salvar el capital de sus propios demonios. El de Marx es derrocarlo.

Traducción: Alberto Nadal
[Nota de la Redacción: Todas las citas del artículo han sido traducidas del original francés, Por ello, las referencias bibliográficas, salvo ampliación expresa, son las establecidas por el autor].
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  1. J.-M. Keynes, 1932, “L’autosuffisance nationale”, en La Pauvreté dans l’abondance, París, Gallimard, 2002, pág. 203.
  2. G.K. Chesterton, 1926, Outline of Sanity. Traducción francesa: Plaidoyer pour une propriété anticapitaliste, París, editións de l’Homme nouveau, 2009, págs. 34 y 212.
  3. J.-M. Keynes, “La fin du laisser-faire”, ibid., pág. 69 [Se puede consultar en español en http://www.eumed.net/cursecon/textos/keynes/ final.htm].
  4. J.-M. Keynes, “Suis-je un libéral ?”, ibid., págs. 18-20.
  5. K. Marx, Manuscrits de 1844, París, editións sociales, 1962, pág. 123 [Se puede consultar en español en http://www.marx.org/espanol/m-e/1840s/manuscritos/index.htm].
  6. Toni Negri sostiene que “se ha hecho imposible hoy volver a utilizar a Keynes. La New Deal keynesiana implicaba una configuración institucional que exigía tres condiciones: un estado-nación capaz de desarrollar políticas económicas nacionales independientes; la posibilidad de medir los salarios y los beneficios en el marco de una relación de redistribución democráticamente aceptada; relaciones industriales que permitieran una dialéctica entre los intereses de la empresa y los de la clase trabajadora en marco legal”. Toni Negri, 2009, “No New Deal is possible”, Radical Philosophy, 155, mayo-junio.
  7. Toni Negri sostiene que “se ha hecho imposible hoy volver a utilizar a Keynes. La New Deal keynesiana implicaba una configuración institucional que exigía tres condiciones: un estado-nación capaz de desarrollar políticas económicas nacionales independientes; la posibilidad de medir los salarios y los beneficios en el marco de una relación de redistribución democráticamente aceptada; relaciones industriales que permitieran una dialéctica entre los intereses de la empresa y los de la clase trabajadora en marco legal”. Toni Negri, 2009, “No New Deal is possible”, Radical Philosophy, 155, mayo-junio.
  8. J.-M. Keynes, “L’autosuffisance nationale”, en La Pauvreté dans l’abondance, op. cit., pág. 200.
  9. J.-M. Keynes, “Perspectives économiques pour nos petits-enfants”, ibid., págs. 112 y 117.
  10. J.-M. Keynes, op. cit., pág. 184.
  11. J.-M. Keynes, 1936, Théorie générale de l’emploi, de l’intérêt et de la monnaie, París, Payot, 1969 [Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero. Fondo de Cultura Económica de España, 2006. Se pueden consultar 3 capítulos en www.eumed.net/textos/06/Keynes%20%20Teoria%20General%20%20Parte%201.htm].
  12. L. Trotski, “Le communisme aux Etats-Unis”, 25 marzo1935, en Œuvres, París, EDI.
  13. R. Luxemburg, “La révolution russe”, Œuvres, París, Maspero, 1971, tomo 2, pág. 78.
  14. Théorie générale, op. cit., pág. 236.
  15. Ibid., pág. 391.
  16. Ibid., pág. 338.
  17. Ibid., pág. 394.
  18. O, para Keynes, “la eficacia marginal del capital” de la que hace el determinante esencial de las crisis cíclicas. Ver Théorie générale, op. cit., págs. 326 y 398.
  19. Théorie générale, op. cit., pág. 166.
  20. Ibid., págs. 171, 172.
  21. J.-M. Keynes, “Suis-je un libéral?”, op. cit., pág. 21.
  22. Y-a-t-il une vie après le capitalisme? (bajo la dirección de S. Kouvelakis), París, Le temps des cerises, 2008, pág. 89.
  23. Ibid., pág. 99.
  24. M. Husson, 2008, “L’hypothèse socialiste”. En Y a-t-il une vie après le capitalisme?, op. cit., pág. 49. Ver también Viv(r)re la gratuité. Une issue au capitalisme vert, bajo la dirección de P. Ariès. Villeurbanne, éditions Golias, 2009.
  25. M. Hénaff, 2002, “Comment interpréter le don”, Esprit, 2, febrero.
  26. Citado por K. Kautsky, La Question agraire, París, 1900, pág. 25.
  27. J.-M. Keynes, “La pauvreté dans l’abondance”, op. cit., pág. 114.
  28. K. Marx, Manuscrits de 1844, op. cit., pág. 100. [En español, en http://www.marx.org/espanol/me/1840s/manuscritos/man3.htm
  29. J.-M. Harribey, “Sept propositions pour une économie économe”, en Y a-t-il une vie…, op. cit.
  30. Théorie générale, op. cit., pág. 391.
  31. “Cuando la política fiscal es deliberadamente utilizada como un medio de obtener un reparto más igual de las rentas, contribuye mucho a aumentar la propensión a consumir” (Keynes, Théorie générale, op. cit., pág. 111).
  32. Lénine, “L’Etat et la Révolution”, Œuvres, editions de Moscou, tomo 25, pág. 489.
  33. R. Luxemburg, op. cit., pág. 82.
  34. L. Trotski, La Révolution trahie, París, Minuit, 1963, pág. 177. [La revolución traicionada, Fundación de Estudios Socialistas Federico Engels. También en www.marxists.org/espanol/trotsky/1930s/rt/ index.htm.
  35. E. Todd, 2008, Après la démocratie, París, Gallimard.
  36. Abogando por un proteccionismo no autárquico (en Le Monde diplomatique de marzo de 2009), Jacques Sapir lo define como una condición necesaria para relanzar la demanda mediante la revalorización salarial. Toma sin embargo la precaución de precisar que este proteccionismo selectivo no apuntaría a todos los países de bajo salario, sino sólo “a aquellos cuya productividad converge con nuestros niveles y que no ponen en pie políticas sociales y ecológicas igualmente convergentes”.
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