El mundo se transforma. El antiguo bloque stalinista ya no es más que un campo de ruinas. Se esfuman las ilusiones. Pero lo que realmente acecha al movimiento obrero es la desbandada de la memoria. De ahí el interés de una continuidad de práctica y de programa para orientarse en los grandes cambios que están en el porvenir.
Desde la formación de la Oposición de Izquierdas hasta la fundación, en 1938, de la IV Internacional, el combate de Trotski contra la degeneración stalinista se centró en la defensa del internacionalismo revolucionario frente al ascenso del patrioterismo y de la razón de Estado. Medio siglo más tarde, su reto histórico aparece en toda su amplitud. Por un lado, la internacionacionalización de la producción, de los intercambios, de la división del trabajo, de la información, de los servicios… ha progresado a pasos agigantados. Un estornudo en la Bolsa de Tokio tiene efectos inmediatos en la de Nueva York. La burguesía y las multinacionales se dotan de un vasto dispositivo de concertación y de acción monetaria, diplomática, militar, en el que se combinan cumbres, pactos (OTAN, OTASE), organismos financieros (FMI, Banco Mundial)… Por el otro, el movimiento obrero está cada vez más fragmentado y parcelado en el marco de los Estados nacionales. Mientras hace más de un siglo estaba en la vanguardia y se anticipaba a la historia fundando la 1 Internacional, hoy está atrasado con respecto a las multinacionales y los gobiernos a la hora de organizar su respuesta al proyecto de unión económica y monetaria, aunque sólo sea a nivel europeo. El coste de este atraso es enorme y duradero.
Desconfianzas tenaces
También se desfiguró el internacionalismo. En primer lugar, por la estrecha colaboración de los partidos socialdemócratas con las burguesías imperialistas, su apoyo activo a las políticas y, hoy todavía, a la explotación y saqueo del Tercer Mundo. Además, por la subordinación del movimiento comunista a los intereses de una burocracia de Estado stalinista y a la madre patria del socialismo real, ya fuese soviética o china. En todo el mundo, los “amigos” de la URSS, de China y de Albania, reemplazaron a revolucionarios colaborando en plano de igualdad y respeto mutuo. Y, finalmente, la degeneración burocrática de las revoluciones victoriosas llevó a su conclusión lógica: los conflictos chino-soviético, chino-vietnamita y la guerra ente Vietnam y Camboya. Sin embargo, los acontecimientos actuales ponen de nuevo en evidencia la actualidad del internacionalismo y su irremplazable papel. Cuántos compañeros latinoamericanos o asiáticos, auténticamente revolucionarios, nos reprocharon el criticar irresponsablemente al “campo socialista”, que a pesar de sus defectos constituía para ellos, en la relación de fuerzas mundial existente, una retaguardia logística, política y material indispensable. A principios del alzamiento obrero polaco de 1980-1981, un viejo amigo chileno nos decía: “Lo que está sucediendo en Polonia es formidable. Es la demostración manifiesta de la realidad de la burocracia y de las reivindicaciones de un movimiento social independiente. Pero no tienen ninguna posibilidad de ganar, de establecer en las fronteras de la URSS un socialismo democrático; así que más nos vale que los soviéticos restablezcan el orden cuanto antes”. ¿Cinismo? ¿Realismo engañoso? ¿Doble conciencia?… Debate mil veces repetido. En él nosotros explicábamos que ese pretendido realismo era de cortas miras. Que las sociedades burocráticas del Este estaban minadas por contradicciones bien reales y que tales contradiciones acabarían explotando de algún modo. Que no querer prepararse para ello llevaba, en el mejor de los casos, a una actitud inconsecuente: a la larga, los revolucionarios del Tercer Mundo sólo podrían contar con la solidaridad de los pueblos, con la comunidad del combate de clases, con el internacionalismo consciente, y no con la fidelidad diplomática de Estados podridos hasta la médula, ni con la solidez de un “campo socialista” cualquiera que éste fuera. En el peor, esa realpolitik les conducía al campo de los opresores; a apoyar la “normalización” de Praga o Varsovia, no por amor a la burocracia, sino en función de un mal entendido anti-imperialismo, que en nombre de la lucha contra el enemigo principal sacrificaba a sus únicos aliados naturales a los golpes del enemigo secundario. Esta discusión llega ahora a su conclusión
Sobre las ruinas, el internacionalismo despedazado.
De ahí no emerge un renacimiento espontáneo del internacionalismo de masas, sino una nueva ola de conflictos exasperados, de fanatismo religiosos, de integrismos étnicos y de nacionalismos rancios y recocidos. Hay en ello una razón política profunda. No se echa a perder impunemente una formidable esperanza, un formidable impulsode confraternización de los pueblos como el que pudo suscitar la Revolución de Octubre. La historia no vuelve sobre sus pasos, no abre, paréntesis respecto a un camino preestablecido. Sus experiencias y sus improvisaciones abruman con todo el peso de sus desastres. Y este siglo ha sido particularmente fecundo en catástrofes. Con aparatos políticos y maquinarias militares cada vez más monstruosas, el enfrentamiento entre Estados, bloques y campos ha hecho retroceder la lógica de las luchas de clases. El respectivo patrioterismo de las burocracias social demócratas y stalinistas infectó de forma duradera al movimiento obrero. No se borrarán de un mágico plumazo los profundos efectos de las guerras “patrióticas”, de las guerras coloniales controladas o de la complacencia ante la xenofobia contra los inmigrantes. Evidentemente hay una razón social, que sólo una visión angelical podría ignorar. Los explotados nunca se han unido espontáneamente. Pueden juntarse en una lucha común, pero al mismo tiempo la competencia en el mercado laboral no cesa de enfrentarlos unos contra otros. Lo que es cierto a escala de un país lo es, a fortiori, a escala internacional. No sólo por medio de la utilización de políticas migratorias, sino incluso más fácilmente.
En los países europeos luchamos contra los efectos de la crisis, las políticas de austeridad, el paro… Pero, de momento, estos efectos están amortiguados por pasadas conquistas del movimiento obrero (seguridad social, subsidios de paro). Las burguesías han podido hacer equilibrios transfiriendo los costes a los más débiles (Tercer Mundo y países del Este). La socialdemocracia consiguió sus éxitos electorales sobre esa imagen de paladín del mal menor. Pero la base material de estos nuevos compromisos sociales es una concentración de riquezas, tecnologías-punta y capitalización bursátil sin precedentes en los siete países más ricos, y el creciente saqueo de los más pobres: repitámoslo, desde hace un decenio el Tercer Mundo es exportador neto de capitales en beneficio de las metrópolis.
En estas condiciones, que caiga el Muro de Berlín y que se desmoronen con él las ilusiones de los revolucionarios asiáticos o latinoamericanos sobre la realidad y el verdadero papel del “campo socialista”, no es suficiente para que reencuentren el camino del internacionalismo militante. El problema se plantea de modo evidente en los primeros tanteos, en los primeros intentos de reflexión y reorganización, como el encuentro de los partidos de la izquierda latinoamericana, en Sao Paulo, el pasado julio. Pero para llegar a una solución positiva haría falta que los revolucionarios latinoamericanos, por ejemplo, pudieran encontrar un interés y una disponibilidad internacionalistas de otra amplitud en el movimiento obrero de Europa Occidental, de Estados Unidos y de Japón; mientras que ahora sus interlocutores son, con frecuencia, los organismos gubernamentales y para gubernamentales gestionados por la socialdemocracia. Finalmente, sería preciso que pudieran encontrarse no ya con los burócratas gobernantes, sino con los militantes de corrientes socialistas y democráticas de Europa del Este. Pero estas corrientes no son hoy más quedébiles hilos de agua. El intercambio de ideas con ellas es indispensable puede ser fecundo, pero no puede compensar a corto plazo la pérdida de ayuda material, aunque fuera limitada y condicionada, que podía dar por ejemplo Alemania Oriental.
Existen, ciertamente, las semillas de una renovación internacionalista. Tantola juventud como entre los trabajares hay impulsos de generosidad y solidaridad que se manifiestan de mil maneras; como en las campañas contra la deuda del Tercer Mundo, contra la guerra y la carrera de armamentos, por las grandes causas ecologistas incluso las iniciativas a favor de las poblaciones rumanas o de las víctimas siniestros. Pero esta disponibilidad sigue siendo una apuesta. Puede ser analizada y neutralizada por instituciones de caridad, o desarrollarse en el sentido de una mayor conciencia de los factores que provocan la miseria en el mundo. La reconstrucción de esta conciencia internacionalista es también una lucha.
El laberinto de la duda
En esta vía se mantiene un obstáculo, incluso entre revolucionarios convencidos y auténticos internacionalista: el balance de las anteriores Internacionales. Marx disolvió la primera, tras la derrota de la Comuna de Paris, antes de verla degenerar en una secta desgarrada por disputas sin verificación práctica. La segunda se ha convertido en la caricatura que conocemos. La tercera fue mandada a paseo por Stalin, en 1943, para poder negociar la reorganización del mundo con toda libertad, de Estado a Estado. La cuarta, fundada en lo más profundo de la derrota, ha mantenido una continuidad de gran valor, pero nunca pudo transformarse en Internacional de masas. Más allá de la constatación, los compañeros que rechazan la actualidad de una Internacional avanzan dos tipos de razones. Unos afirmanque estarían por una Internacional de masas; pero al no existir condiciones inmediatas para su construcción, una Internacional minoritaria tendría necesariamente un efecto perverso y una lógica sectaria. Constatan, no sin razón, que la nebulosa de corrientes que se reclamen del trotskismo y de la IV Internacional ha producido internacionalmente un gran contingente de sectas delirantes; cuyas costumbres y concepciones organizativas no tienen a veces nada que envidiar (en modelo reducido) a los partidos stalinistas más duros. Otros mandan al vertedero de utopías rotas la idea misma de una Internacional, idea ciertamente generosa y entusiasmante, inocente como el movimiento obrero al nacer, pero cuya inanidad práctica habría sido demostrada por la historia. Pero en los laberintos de la duda, hay que escoger siempre el hilo de los principios. Ahí nos espera “el último combate de Trotski”1.
Para expresar un proyecto de emancipación universal, los trabajadores tienen, en sus condiciones de explotación, la potencialidad de ver el mundo al mismo tiempo con los ojos del proletario chileno en Santiago, nicaragüense en Managua, polaco de Gdansk, chino… Esta potencialidad sólo puede hacerse efectiva por medio de la construcción de un movimiento obrero internacional, sindical y político. Si es cierto que la existencia determina la conciencia, el internacionalismo exige una Internacional. Retomemos el ejemplo de nuestro amigo chileno realista políticamente: su realismo le dictaba sacrificar los intereses del trabajador polaco a lo que él creía su interés particular de revolucionario chileno; en realidad, faltando a su deber internacionalista hacía el juego a la reacción clerical de Polonia y al patrioterismo polaco. No es posible jurarlo, pero sí es razonable imaginar que sise hubieran encontrado con un movimiento internacionalista potente, la trayectoria de Solidarnosc y dé sus direcciones habría sido otra. No se puede abusar de los principios. Quedan pocos.
Por esa razón el mantenimiento de los principios es tan caro. Y por eso mismo la lucha de Trotski se articula entorno al combate por una nueva Internacional, desde que considera irrevocablemente en quiebra al stalinizado Komintern. Desde 1933 a la Conferencia de fundación de 1938 este será el centro de su actividad, febril y obsesiva, entre la acumulación de derrotas y la proximidad de la guerra. No obstante, la trayectoria es clara. A veces se le ha reprochado a Trotski su precipitación. Ahora bien, durante esos cinco años realiza simultáneamente dos esfuerzos. Un esfuerzo de clarificación y un esfuerzo de agrupamiento. Por una parte, se trata de sentar las bases programáticas de una nueva Internacional. No pueden consistir en una doctrina, en una visión general del mundo, sino únicamente en las más importantes lecciones asimiladas por el movimiento obrero internacional. Para él se trata de enriquecer el patrimonio de los primeros Congresos de la Internacional Comunista, con las experiencias cruciales que constituían la derrota de la segunda revolución china (debate sobre la teoría de la revolución permanente), la degeneración burocrática de la URSS (programa de la revolución antiburocrática) y la victoria del nazismo en Alemania (reivindicaciones democráticas y frente único obrero). Al mismo tiempo, multiplica los pasos para agrupar a los revolucionarios salidos de la socialdemocracia o de partidos stalinistas, las propuestas de Conferencias, las Cartas abiertas. Su proyecto no es una Internacional “trotskista”. Está dispuesto a considerar una Internacional plural, pero con dos condiciones; que el debate sobre las cuestiones esenciales se dé con total claridad, sin enmascararlo bajo dudosos compromisos, y que se contabilicen las eventuales divergencias; que más allá de estas divergencias, sus miembros estén de acuerdo sobre la propia construcción de una Internacional, sobre su democracia interna y la de sus secciones; en este caso, las cuestiones no resueltas pueden evolucionar con la práctica común y las nuevas experiencias.
Y el hilo de los principios
Sólo en 1938, ante la inminencia de la Segunda Guerra Mundial y tras haber agotado esas gestiones, se funda la IV Internacional en condiciones radicalmente distintas a las de las precedentes. Cada una de las tres primeras había coincidido con una fase de auge y de organización, con una victoria del movimiento obrero. Cada una de ellas contaba, de salida, con la existencia de al menos una sección de masas (inglesa la Primera, alemana la Segunda, soviética la Tercera). Por el contrario, la Cuarta nació de la derrota y tenía lo esencial de sus fuerzas en el exilio, en los campos de concentración stalinistas o nazis. De ello, algunos historiadores o militantes han llegado a la conclusión de que la fundación de la IV Internacional iba ligada por Trotski al pronóstico de que la Segunda Guerra Mundial, que preveía, llevaría a la caída del stalinismo y a un relanzamiento de la revolución mundial tan impetuoso como el que tuvo lugar inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial. En este caso, se vería resurgir en la URSS a la corriente bolchevique revolucionaria, sin que su continuidad se hubiera roto realmente por uno o dos decenios de reacción stalinista. Este pronóstico no se cumplió. Pero la creación de la Internacional provenía de principios, no de un pronóstico. Su existencia, el mantenimiento de un marco común de reflexión programática en el corazón de la tormenta, ha permitido a sus militantes orientarse, no perder el norte, en situaciones inéditas e imprevistas, mientras que corrientes cuantitativamente más importantes antes de la guerra desaparecían totalmente. Los actuales acontecimientos suponen un nuevo cambio mayor de la situación. El medio siglo transcurrido no es un paréntesis que se está cerrando. La historia no vuelve sobre sus pasos para ofrecernos reanudar en el momento en que fue interrumpida por operaciones de la GPU; el debate entre la Oposición de Izquierdas y los bujarinistas, no más que la caída del Muro de Berlín, no nos hace remontar el tiempo para reiniciar la marcha, a buen paso, en compañía de Rosa Luxemburgo. El tiempo ha embrollado muchos mapas y ha borrado muchas referencias. Hasta tal punto que la revolución de Octubre ya no aparece, en la propia URSS, como experiencia fundadora y origen natural para la refundación de un movimiento obrero independiente. Quienes quieren reanudar lazos con las mejores tradiciones del movimiento obrero están en su derecho a poner todo en cuestión. En estas condiciones, la IV Internacional, tal como es, no aparece como alternativa natural a las direcciones burocráticas que se desmoronan. Podría haberlo sido en los años treinta o tras la guerra: la legitimidad de la Revolución Rusa operaba en línea recta; con frecuencia los actores eran todavía los mismos. Hoy, la reorganización internacional del movimiento obrero es una obra infinitamente más abierta y compleja. Nosotros conservamos un objetivo, no desmesurado, pero ciertamente ambicioso: la reconstrucción a cierto plazo de una Internacional revolucionaria de masas. No consideramos a la IV Internacional ni más ni menos que como un precioso instrumento para esta tarea. Precioso porque nada bueno surgirá del método de la tabla rasa o de los contadores a cero. Se pueden plantear cuestiones nuevas, pero siempre en un lenguaje antiguo. Se puede interrogar al mundo cambiante, pero las propias preguntas que se le plantean presuponen una teoría, abierta, dispuesta a enriquecerse y a autocriticarse, pero suficientemente coherente para organizar un diálogo. En otras palabras, frente a la desbandada de la memoria que acecha al movimiento obrero es importante mantener una continuidad de práctica y de programa que nos permita orientarnos en las vastas recomposiciones que están por llegar. Al mismo tiempo, debemos ser capaces de intervenir, sin prejuicios ni sectarismo, en los elementos, aún limitados y frágiles, de reorganización parcial, a nivel nacional o regional, ya se trate de movilizaciones y actividades comunes a corrientes que ayer se ignoraban o se insultaban, ya de intercambios de experiencias o de reflexión. Sabiendo ser pacientes.
El traumatismo ha sido profundo. La convalecencia será larga. Sólo ser acelerada por nuevos acontecimientos mayores, nuevas experiencias fundadoras, susceptibles de zanjar claramente los grandes interrogantes y de polarizar las fuerzas hoy dispersas. De nuestra capacidad para sostener los dos extremos de la cadena, para no perder el hilo de una identidad política y para comprometernos sin prejuicios en los diálogos que se abren, depende el futuro. Vía estrecha sin duda, entre las tranquilizantes tentaciones de la retórica sectaria y la dulce almohada de la duda sin método. Contrariamente a muchos clichés ignorantes o malintencionados, el Trotski del combate por la IV Internacional no es un megalómano apremiado, sino un pedagogo paciente, cuya trayectoria es importante asimilar: “No sé a qué etapa llegará la IV Internacional. Nadie lo sabe. Es posible que debamos entrar de nuevo en una Internacional unificada con la II y la III. Es imposible considerar el destino de la IV Internacional independientemente del de sus secciones nacionales y viceversa (…). Hay que prever situaciones sin precedentes en la historia (…). Si consideramos a la IV Internacional sólo como una forma internacional que nos obliga a seguir siendo sociedades independientes propagandistas en todas las condiciones, estamos perdidos. No, la IV internacional es un programa, una estrategia, un núcleo de dirección inter nacional. Su valor debe consistir en una actitud que no sea demasiado jurídica”2.
Rouge n° 1418
Documents joints
- “Los años de formación de la IV internacional”. Daniel Bensaïd. Inprecor n° 65, diciembre de 1988.
- Trotski, Œuvres, tomo 8, p. 184 (EDI).