República e Instituciones. Romper el presidencialismo

Esta campaña electoral ha puesto de nuevo en un primer plano la necesaria “reforma” de las instituciones, que al Partido Socialista le cuesta definir. ¿“Francia presidente”? El eslogan de la señora Royal culmina la adhesión del Partido Socialista a la lógica bonapartista de las instituciones de la V República. Tras haber denunciado su “golpe de estado permanente”, François Mitterrand había sabido instrumentalizarlas para remodelar su partido y la izquierda alrededor de su uso monárquico. Apoyando la iniciativa refrendaría de Chirac sobre el “quinquenato seco”, tomando luego él mismo la iniciativa de una inversión del calendario electoral que subordina la elección parlamentaria a la presidencial, Lionel Jospin también lo había asumido. Tomó como consigna para la campaña “Presidir de otra forma”, como si bastara hacer un buen uso de las instituciones para cambiar su sentido. La campaña de la señora Royal no es más que la última peripecia de esta gran “renuncia de la izquierda”, que ha hecho a los socialistas “incapaces de la menor distancia respecto al régimen actual: Las instituciones piensan en adelante en su lugar”1.

De Marx a Blum y Mendès-France, la oposición a la elección del presidente mediante el sufragio universal fue, sin embargo, algo común tanto a la izquierda revolucionaria como a la izquierda reformista. Desde el golpe de estado de Luis Bonaparte, Marx había comprendido la función perversa de esta institución: “La Constitución se abole ella misma haciendo elegir al presidente mediante el sufragio directo de todos los franceses. Mientras que los sufragios de los franceses se dispersan en los 750 miembros de la Asamblea nacional, se concentran aquí, al contrario , en un único individuo (…). Es, él, el elegido de la nación. Respecto a ella, dispone de una suerte de derecho divino, él es por la gracia del pueblo”.

VI República

El mismo argumento, en 1848, en el futuro comunard Félix Pyat: “La República, a cuyo presidente se le viste con el título de jefe del Estado, no es la República, es la realeza. Un presidente nombrado por la mayoría absoluta de los sufragios del pueblo tendrá una fuerza inmensa y casi irreversible. Una tal elección es una consagración divina aunque lo sea de forma muy diferente al aceite de Reims y la sangre de San Luis. ¡O monarquía o Comuna! ¡Si queremos la Comuna, nada de presidencia!”. Estas críticas no son una exclusiva de una izquierda radical. Así, Pierre Mendès France declaraba, 1962: “Elegir un hombre sobre la única base de su talento, de sus méritos, de su prestigio, o de su habilidad electoral, es una abdicación por parte del pueblo, una renuncia a mandar, a controlar él mismo, es una regresión en relación a toda una evolución que la historia nos ha enseñado a considerar como un progreso”.

A lo largo de los años, esta “renuncia” ha gangrenado la vida pública, favoreciendo el clientelismo y la corrupción, propagando sus efectos a las regiones, privilegiando la nominación principesca en detrimento del control de los mandatos electivos, personalizando y despolitizando a ultranza el debate electoral. La campaña en curso marca una etapa suplementaria en esta degradación de la vida pública. El papel de los grandes medios de comunicación (estrechamente mezclados con el gran capital financiero y los juegos de poder) da al asunto un aire plebiscitario sin precedentes. Marx decía de Napoleón, el sobrino: “Vista la falta total de personalidades de envergadura, el Partido del orden se cree naturalmente obligado a inventarse un individuo único atribuyéndole la fuerza que faltaba a su clase entera y elevándole así a la dimensión de un monstruo”. Hoy, ese monstruo miniatura dispone ya de su sociedad del Diez de diciembre, de sus especuladores. Como sus precursores de 1848, se presenta “como defensa de la sociedad” y acepta condescendientemente, como un “charlatán arrogante”, “llevar el fardo del mundo sobre sus espaldas”. Sin embargo su fuerza depende sobre todo de la debilidad de oponentes ocupados en disputarle el partido del orden justo. Afirmando que “Francia tiene el mejor régimen político de su historia”, Zarcos pretende así llevar a su término la lógica bonapartista de la V República, incluso si tiene que inyectar en sus ruedas una ínfima dosis de parlamentarismo.

¿La señora Royal dice algo diferente? Ha acabado, en su discurso del 18 de marzo, por soltar la palabra de la VI República: “Esta República nueva, ferozmente aferrada a sus identidades y a sus diversidades (…), será nuestra VI República”. Pero lo que emborracha no es el frasco: “La naturaleza de la República, y no sólo su número, es el problema en Francia”2. La proposición de Royal promete el mandato único, una dosis de proporcional, la supresión del 49-3, pero no limita en nada los poderes del presidente. La “Francia presidente” pretende, al contrario, utilizar a tope la función: “Seré la presidenta de la justa autoridad, pues se a dónde voy y cómo voy”3. Lo sabe tan bien que ha renunciado a proponer una asamblea constituyente, sin la cual no se ve de qué poder emanaría su VI República, y se contenta con evocar un “Comité constituyente”, tan poco democrático como el que elaboró, bajo la presidencia de Giscard, el tratado constitucional europeo.

Derechos de control.

Para que una izquierda digna de ese nombre resucite del “sepulcro constitucional” en el que la izquierda liberal se ha voluntariamente enterrado, una reforma democrática radical exigiría la convocatoria de una asamblea constituyente y la supresión de la elección por sufragio universal del presidente de la República, clave de bóveda del bonapartismo institucionalizado. Exigiría también un mandato único renovable una sola vez, un sistema proporcional integral por regiones –y no la inyección de una dosis homeopática de proporcional- con corrección nacional teniendo en cuenta los restos, el derecho de voto para todos los residentes extranjeros, el ejercicio garantizado del derecho a la autodeterminación para los departamentos y territorios de Ultramar. Exigiría la supresión del senado y su reemplazo por una asamblea surgida de los movimientos sociales. Debería radicalizar el derecho del suelo, oponiendo a la noción genealógica de identidad, la de una ciudadanía ampliada a todas las personas que viven y trabajan en el territorio. Debería suprimir la tutela prefectoral sobre los municipios heredada del Imperio, promover una expansión de la democracia comunal y reemplazar el Consejo constitucional, nombrado por una comisión parlamentaria elegida por una mayoría de dos tercios. Debería sobre todo favorecer el reconocimiento de derechos de control y de autogestión en los lugares de trabajo, reducir el tiempo legal de trabajo para facilitar la rotación de los mandatos y la desprofesionalización de los poderes, instituir la revocabilidad de los electos por sus electores y alinear sus retribuciones con el salario de un trabajador cualificado.

Rouge, 14 avril 2007
Traducción: Alberto Nadal

Documents joints

  1. Alliès, P., Le Grand Renoncement : la gauche et les institutions de la Ve République, Paris: Textuel.
  2. Paul Alliès, op. cit.
  3. Le Monde, 20/3/ 2007.
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