Banderas e himnos

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Tras el proyecto de Nicolas Sarkozy de un Ministerio de la Inmigración y de la Identidad nacional, el llamamiento de Ségolène Royal a izar la bandera tricolor y a entonar el himno nacional constituye un grave giro de la campaña electoral. A diferencia de la de 2002, polarizada por el tema de la inseguridad, con las consecuencias desastrosas que ya sabemos, esta campaña se había iniciado sobre cuestiones de urgencia social, como la vivienda, los salarios, los despidos y las deslocalizaciones. Deportarla a las cuestiones de identidad y de “unión sagrada” sólo puede favorecer a la derecha conservadora y desmovilizar a los electores de izquierdas. Tenemos que decir claramente: ¡atención, peligro! Por más que lo intente la candidata socialista, la distinción entre nación y nacionalismo es fácil en las palabras, pero una vez lanzada la máquina, será más difícil de respetar en los hechos. Si se quiere crear un deseo de vivir juntos y de construir un futuro común, por encima de los orígenes y las culturas diferentes, sólo se podrá basar en el derecho a la escuela para todos, al empleo, a la vivienda…

Abriendo la caja de Pandora de la cuestión identitaria, en el preciso momento en que el Papa insiste en empapar a Europa con el agua bendita del Santo Imperio cristiano, Sarkozy y Royal juegan con fuego. Un sentimiento común de pertenencia es el resultado de una historia y de experiencias compartidas, de acontecimientos vividos conjuntamente, y no de raíces o de genealogía. Se ha visto, el domingo 25 de marzo, en el escenario de la emisión Ripostes, al presidente del muy reaccionario Club de l´horloge asimilar la nación a la cristiandad, invocar el bautismo de Clodoveo y, por qué no, la batalla de Gergovia. ¿Cómo podrían reconocerse en esta historia los jóvenes africanos o magrebís salidos de la inmigración, de los judíos que huyeron del nazismo entre las dos guerras, de los italianos que huían del fascismo, de los españoles refugiados de la guerra civil? El peregrinaje a las fuentes de los ancestros galos conduciría a restablecer subrepticiamente el derecho de sangre contra el derecho de suelo.

Himno o bandera son símbolos cuyo sentido varía con la historia. La Marsellesa y la bandera tricolor llevaron un mensaje de liberación contra la coalición monárquica en el campo de batalla de Fleurus o contra la ocupación alemana. Quienes gritaban entonces el nombre de “Francia mientras caían” [verso de un poema de Louis Aragon sobre L’affiche rouge, cartel pegado por los nazis en Francia en la primavera de 1944 con las fotografías de resistentes antinazis no franceses] invocaban, a través de ella, los derechos universales de libertad y de igualdad. Pero los mismos símbolos acompañaron también las expediciones coloniales, el robo, las masacres de Sétif o de Madagascar. La Revolución francesa, la Comuna de París (contra Versalles que conspiraba con el ocupante prusiano) o la Resistencia (contra Vichy y el nazismo) han sido crisoles en los que se han mezclado, alrededor de una misma causa, combatientes de todos los orígenes, desde Dombrovsky y Garibaldi a los “nombres difíciles” del Cartel rojo. Los símbolos nacionales no dicen hoy lo mismo a ciudadanos franceses, de nacimiento o nacionalizados, que tienen que construir en la lucha un futuro común a partir de historias diferentes y a veces opuestas. Imponerlos autoritariamente, es erigir una norma artificial, cuya consecuencia corre el riesgo de constituir un aumento de la división, un sentimiento de rechazo o de exclusión, una desconfianza recíproca, de la que pueden alimentarse los repliegues comunitarios que se pretende temer.

La gran mayoría de los inmigrantes de entreguerras tenían en común una historia de Europa (finalmente, muy tumultuosa y muy poco pacífica). La de los inmigrantes de la posguerra proviene de antiguas colonias de África o del Magreb. Exigir de forma normativa que se adhieran, por encima de la fractura colonial, a la historia de Francia tomada en bloque, es pedirles, más hipócritamente de lo que pretendía hacerlo la ley sobre los programas escolares, adherirse a la historia de los vencedores, y avalar sin rechistar, por símbolo interpuesto, las actividades del “padre Bugeaud” [destacado militar francés en la colonización de Argelia del siglo XIX], las masacres de Sétif [el 8 de mayo de 1945 las tropas coloniales masacran en esta ciudad de Argelia a entre 8 000 y 45 000 argelinos], las guerras coloniales, sus humillaciones y sus torturas.

Todas estas cuestiones, a menudo dolorosas, merecerían un examen histórico y una discusión seria sobre las nociones de identidad, de pertenencia, de comunidad, o sobre lo que significan las nociones de pueblo y de nación en la hora de la mundialización. Hacer de ellas temas pasionales de campaña electoral, propicios para las pujas demagógicas, es irresponsable. Es asignar a símbolos contradictorios, cuyo sentido varía según el contexto, demasiados honores, con el riesgo de que, como reacción, le caigan encima demasiadas indignidades. Es sacralizar lo que debe ser tratado históricamente, de forma profana, sin rezos ni escupitajos.

Sarkozy y Royal han desencadenado la guerra de símbolos. En esta guerra, la bandera tricolor, pretendiendo fijar la norma identitaria, tiene el doble inconveniente de herir a aquellosy aquellas cuyos padres y madres, abuelas y abuelos fueron sus víctimas, y llamar a comulgar, en un mismo fervor, a explotadores y explotados.

La bandera roja es, por el contrario, la de la solidaridad internacional de los trabajadores, sin más fronteras que las de clase. Ella es la nuestra.

Rouge, 3 avril 2007. Traducción: A. Nadal
www.danielbensaid.org

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