La noción de política en el último Castoriadis está relacionada con el rechazo al marxismo de su luctuoso artículo de 1964, “El marxismo: un balance provisorio”1. Este balance parte de una constatación: si “el marxismo ha devenido parte de la atmósfera que se respira llegando al mundo social y al paisaje histórico que fija el cuadro de nuestras idas y venidas”, también ha devenido desde hace cuarenta años (desde la derrota de la revolución alemana en 1923) “una ideología en el mismo sentido que Marx le dio a ese término: un conjunto de ideas que se relacionan con una realidad no para iluminarla y transformarla, sino para velarla y justificarla en el imaginario”2.
Que el marxismo, codificado bajo Stalin en doctrina de Estado, se volvió la ideología de la burocracia, tanto en la URSS como en los partidos comunistas estalinizados, no es cuestionable. Pero sí lo es el que Castoriadis maneje la categoría de marxismo en singular, como un extenso concepto que cubre todo. Aunque él pone la cuestión de saber “de qué marxismo habla”, evita responderla. En consecuencia, si el marxismo ortodoxo o “soviético” era ampliamente dominante, no daba cuenta de la diversidad y la fertilidad de investigaciones que se inspiraron de la crítica marxista. Además, contrariamente a lo que podría pretender un marxismo cientificista, no hay un corte absoluto entre ciencia e ideología. No hay más ciencia pura que ideología pura. El marxismo “ideologizado”, fustigado por Castoriadis, era un producto pleno de contradicciones. Y produjo obras – como las de Colletti y Della Volpe en Italia, Manuel Sacristán en España, Lefebvre o Althusser en Francia, Karel Kosik en Checoslovaquia, y la de muchos otros – que, incluso cuando se comprometieron con las encrucijadas de la política del Kremlin, no podrían ser reducidas a un mero discurso apologético.
Entre el marxismo y la revolución
Es claro que el carácter excesivo, unilateral y a veces de fe mala, de este texto de ruptura representa un ajuste de cuentas, no sólo con el marxismo ortodoxo del movimiento comunista internacional, sino un ajuste de cuentas – quizá difícil y doloroso – de Castoriadis consigo mismo, con su propio pasado militante, de aproximadamente veinte años consagrados a la IV Internacional y, a partir de 1948, al grupo “Socialismo o Barbarie”. “Partiendo del marxismo revolucionario”, el tiempo llegó de dar un giro radical: “Era necesario escoger entre permanecer marxista o permanecer revolucionario.” O bien…, o bien…: la lógica binaria del tercio excluido. Los términos de esta disyunción colocan al menos tres cuestiones presupuestas: ¿Qué significaba, en 1964, permanecer marxista? ¿Qué significaba ser revolucionario en el momento en que se preparaba la contraofensiva liberal? Y sobre todo: ¿qué quiere decir permanecer? Considerando que Castoriadis, asumido como marxista, declara en 1964 y confirma en 1974 no poder más seguir siéndolo, Deleuze que nunca pretendió serlo, declarará diez años más tarde, su voluntad de seguir siéndolo. ¿Cómo seguir siéndolo si jamás se fue?3.
A esas cuestiones, como lo hizo pensar Philippe Raynaud en nuestro debate en el Coloquio de San-Dennis-Pontoise, no sería superfluo agregar una cuarta pregunta sobre eso que se escoge decir. En todo estado de causa, la enunciación radical de la alternativa por Castoriadis supone que ha sido dividido, tan rigurosamente como por el corte epistemológico querido por Althusser, el lado de Marx y el de la Revolución. Sin embargo, como sabe desde Proust, el lado de Swann y el de Guermantes, aparentemente opuestos, terminan por reunirse. Con todo, en el artículo de 1964, la división no se establecía tan claramente y es lo menos que se puede decir. Los grandes reproches teóricos dirigidos al marxismo en general recaían sobre su interpretación dominante, la cual Castoriadis sabía que estaba lejos de ser la exclusiva. Así, para un autor que, a diferencia de polemistas contemporáneos que arremetían contra un marxismo imaginario, había leído atentamente a Marx, sus tres críticas principales se presentan tan enormes que se encuentran al límite del contrasentido o de la pura y simple falsificación.
La primera no es otro que la imputación trivial de determinismo histórico y de economicismo mecánico, implicando una doble reducción: de lo social, de lo político, de lo simbólico, a la infraestructura económica y técnica, y de la misma economía a las “leyes natural”. Sin embargo, desde la Sagrada Familia y La Ideología alemana, Marx y Engels rompieron definitivamente y sin retorno con las filosofías especulativas de la historia universal: ¡ “La historia no hace nada”!4.
Esta ruptura es confirmada en la introducción a los Manuscritos de 1857-1858 por las notas telegráficas sobre una nueva escritura de la historia. Ella está de nuevo en la famosa carta de Marx a su crítico ruso, en la que le reprocha el reducir su teoría a un “esquema supra-histórico” de sucesión cronológica de modos de producción, considerando que su genealogía, tal y como la presenta en El Capital, sólo vale para el génesis del capitalismo en Europa y no prejuzga otras vías de posibles desarrollos históricos. Esto es confirmado algunos años después en las cartas a Vera Zassoulitch considerado la hipótesis de un desarrollo de Rusia que puede hacer la economía sin pasar por los dolores de la acumulación capitalista. Finalmente, la idea de un determinismo mecánico no resiste la lectura de las escritos políticos de Marx, principalmente de la trilogía sobre La lucha de clases en Francia en los que la ideología, la representación y el imaginario teatral, juegan un papel de primero plano5. Es decididamente difícil para un lector escrupuloso reconocer en la teoría de Marx, más allá de tal o cual de sus contradicciones a veces reales, una filosofía de la historia que pretendería expresar “la verdad teórica y práctica de una dinámica de la historia”6.
La segunda crítica es totalmente pasmosa: “Brevemente, la teoría de Marx, tal como es, ignora la lucha de clases sociales.” Ignora “el efecto de las luchas obreras sobre la distribución del producto social” y esto se debe a la “premisa fundamental” según la cual, en la economía capitalista, los hombres están totalmente cosificados y sometidos a “la acción de leyes económicas que no difieren en nada de las leyes naturales”7. No solamente del Manifiesto de 1848 a la Crítica del Programa de Gotha, pasando por La luchas de clases en Francia o el Dieciocho Brumario, Marx se encarga de decir lo contrario, sino que la lucha de clases es el hilo conductor de la crítica de la economía política, de la teoría del valor, de la historia de la acumulación primitiva, del análisis de las crisis periódicas. Desde su primer capítulo, el Libro I de El Capital invita al lector a seguir al hombre y su salario hasta los sótanos de la producción, donde este último será “curtido”. El último capítulo inacabado del Libro III trataba sobre las clases sociales. Y toda la determinación del valor, lejos de resultar de cualquier determinismo económico o tecnológico, es la expresión de una lucha cotidiana feroz para determinar el reparto entre el tiempo de trabajo necesario y el sobretrabajo.
Finalmente, le reprocha un cientificismo rotundamente positivista: “El marxismo pretende reducir integralmente el nivel de las significaciones al nivel de las causaciones”8. No ve en la lógica y en lo económico más que la acción de leyes en última instancia naturales. Se puede extender como argumento tal o cual pasaje de Marx donde él se entusiasma por los éxitos de las ciencias físicas o químicas de su tiempo. Pero eso sería hacer poco caso a todo eso que lo aleja, al contrario, del cientificismo dominante: un rechazo explícito y despreciativo al positivismo; la investigación de una causalidad diferente a la mecánica, en la que “las leyes tendenciales”, esas leyes extrañas, “que se contradicen ellas mismas” y articulan lo necesario y lo contingente; la idea, de la tesis doctoral sobre Demócrito y Epicuro hasta los últimos textos sobre Rusia, de un “materialismo aleatorio” o de un “materialismo del reencuentro”; la distinción, para abreviar, entre “la ciencia alemana”, en tanto que lógica general del saber, y las ciencias positivas inglesas9.
Castoriadis está de acuerdo en admitir que la lucha de clases “parece” oponerse al determinismo económico, “pero sólo parece”, en la medida en que Marx la integra a una cadena causal donde las clases “hagan lo que tienen que hacer” en una historia que es “necesariamente determinada”10. Es suficiente leer de nuevo los textos políticos, sobre Francia, Inglaterra, España, sobre las guerras europeas, para constatar hasta qué punto semejante afirmación es ridícula. El problema que recorre a la trilogía sobre Francia es, precisamente, el que las clases no hacen lo que se supondría que deberían hacer, que la política no es un fiel reflejo de lo social, que la representación, la ideología, o “el imaginario”, tanto son mediaciones como que tienen su propia eficacia.
Para Castoriadis, el asunto está más que entendido. En el marxismo, la ideología de la burocracia se importa sin restos sobre el imaginario del proletariado. Determinismo histórico + economía mecanicista + cientificismo causal = una “Providencia comunista” que elimina “el problema primario de la práctica”, de saber hacer que los hombres tomen control sobre su vida conforme a las condiciones reales, lo que no excluye ni garantiza el logro de su proyecto. Condición política trágica, entonces, que hace eco al San Augustin del “trabajar en la incertidumbre” y al Pascal de la apuesta.
Queda por demostrar todavía, admite Castoriadis, que puede tener una filosofía que sea otra cosa que la filosofía y una política que sea otra cosa que la política. Porque la exigencia “completamente nueva” de su unión, no como simple adición, sino como una verdadera síntesis inaugural de una política y una filosofía inédita, “es lo que el marxismo aportó de más profundidad y más duradero”11. No obstante, este proyecto ambicioso habría sido ensombrecido en la reducción de la praxis a la técnica, y el marxismo habría devenido ideología de la burocracia, y más extensamente, un engranaje entre otros de la cultura capitalista. De ahí la necesidad de destacar el permanecer revolucionario y atacar a su impensable, a la institución imaginaria.
Entre Marx y Aristóteles
Si todavía incluye los contrasentidos de su lectura de Marx, el artículo de 1974 “De Marx a Aristóteles, de Aristóteles a nosotros”, representa un problema mayor ya que trata acerca de la cuestión de la igualdad y la justicia12. Castoriadis parte del problema de la conmesurabilidad presupuesta por el intercambio. Para que el intercambio de bienes o productos heterogéneos sea posible, es necesario hacer abstracción de sus diferencias sensibles y reducirlos a una esencia o sustancia común. Es lo que se supondría que Marx hace al reducir el trabajo concreto en el tiempo de trabajo abstracto o “socialmente necesario”. Eso implicaría, según Castoriadis, que se sabe definir y cuantificar ese trabajo socialmente necesario13. Para demostrar por el absurdo esa imposibilidad, él considera entonces tres hipótesis: que los tiempos necesarios corresponden a los tiempos requeridos por la empresa más eficaz, por la empresa menos eficaz o por el promedio de tiempo necesario del conjunto de empresas, suponiendo que la competencia trae constantemente el tiempo eficaz de trabajo hacia el tiempo medio.
En “el funcionamiento real de la economía”, dice él, eso no tiene ningún sentido14. Sin duda. Pero la demostración por el absurdo es igualmente absurda. El paso supuestamente refutado no está en nada de lo que hace Marx. Para él, el “tiempo de trabajo necesario” no es determinable a priori. No es determinado sino a posteriori a través del juego del mercado y la competencia, que no son categorías puramente “económicas”, sino que incluyen y suponen los efectos complejos de la lucha de clases. Ésta es una de las contradicciones principales y una fuente de la irracionalidad de las que las crisis y el desempleo son consecuencias visibles. Además, este tiempo de trabajo necesario no se cuantifica directamente sino por la famosa transformación del valor en precio, que no es, contrariamente a lo que sugieren algunas controversias, la transformación de una misma substancia, sino una relación social. Valor y precio pertenecen a dos niveles lógicos diferentes. En la medida en que el tiempo de trabajo socialmente necesario no está determinado de manera unívoca por las técnicas disponibles de una época dada, ni por la sola organización de trabajo, sino por la resistencia y la lucha de la fuerza de trabajo asalariada, no deja de variar y no es definible sino de manera retroactiva. Dicho de otro modo: la crítica marxista de la economía política, es una crítica de la dinámica económica. Ella escapa de la lógica de eso que Castoriadis, cediendo él mismo al fetichismo, llama la “economía real”, una economía en la que el valor se fija, medido y cuantificado, por el cálculo económico15.
El valor en Marx, concluye Castoriadis, es “un fantasma sin carne”. Que tenga una existencia espectral habría interesado sin duda a Jacques Derrida, quien no ignoraba la eficacia propia de las apariciones y resucitaciones del espectro. Porque esto último, como instancia de lo posible, es correcto y en parte real. El espectro del valor no deja de recorrer al mercado. Cuando la medianoche suena, aparece. Y con su aparición viene la crisis y el temblor.
A través de su crítica de la teoría del valor-trabajo, Castoriadis reprocha en realidad a Marx el no tratar específicamente una “institución socio-histórica particular”, el capitalismo, pero no para atribuirle una significación antropológica absoluta “como si en ella se manifestara de manera resumida las determinaciones esenciales de la vida social e histórica de la humanidad”16. Del mismo modo que para Marx la industria es “un libro abierto de las facultades humanas”, el trabajo material revelaría las “facultades que duermen desde el origen en el hombre productor”. Castoriadis ve ahí una fórmula de “puro aristotelismo”. Ello es cerrar los ojos a lo que radicalmente distingue el pensamiento de Marx del de Aristóteles: su comprensión moderna de la historicidad. De hecho, es frecuente que Marx utilice conceptos en un doble sentido: un sentido extenso y antropológico, y un sentido específico, históricamente determinado. Ese es, entre otros, el caso del concepto de “clases”, que designa tanto específicamente a las clases en las sociedades capitalistas por oposición a los órdenes, los estados, corporaciones, como a los grupos sociales antagónicos en general (como en la primera frase del Manifiesto comunista). Ese es también el caso de la noción de trabajo productivo, que toma un sentido particular en la relación salarial, distinto del trabajo productivo en su sentido extenso, como intercambio metabólico entre la especie humana y sus condiciones naturales de reproducción. Y se podrían multiplicar los ejemplos de este doble uso.
La ceguera de Castoriadis sobre este punto le permite afirmar que la absolutización de las categorías lleva a que la crítica de la economía, como esfera separada e hispostasiada, se limitaría en Marx a una “crítica de la economía política”, es decir: de la economía burguesa, sin remitirse al mismo concepto de economía. Marx salvaría así a la razón económica en general de su avatar capitalista y cedería él mismo a las ilusiones de una buena economía (o de un determinismo económico), destacado de las relaciones políticas y el imaginario simbólico. La economía capitalista no haría así sino revelar eso que estaba oculto dando la apariencia de heterogéneo cuando es fundamentalmente homogéneo. Haciendo aparecer por primera vez lo simple y lo abstracto, ella rompe el secreto de la identidad de los hombres y sus trabajos, “revelando la humanidad a ella misma.”
Marx pretende ver lo que Aristóteles no podría ver. ¿A causa de los prejuicios de su época? No, más simplemente, porque las relaciones mercantiles y monetarias no estaban suficientemente desarrolladas y generalizadas. Marx dudaría, según Castoriadis, entre una concepción específicamente moderna (instrumental) de la racionalidad, y una concepción genérica universal, partiendo de un historicismo radical. Sin embargo, si las determinaciones específicas de una formación social se articulan a las condiciones antropológicas fundamentales, y si esta articulación se expresa, como hemos visto, en el doble uso de categorías (clases, trabaje, etc.), ello está en función de la tensión entre lo natural y lo humano ya señalado desde los Manuscritos de 1844: “El hombre es un ser natural, pero es un ser humano”. Esta determinación natural atraviesa toda la obra de Marx desde el principio, cuando trataba sobre el trabajo en su sentido extenso (como transformador de energía o “metabolismo” entre el hombre socializado y la naturaleza), o de las intuiciones ecológicas sobre los peligros de una agricultura intensiva que devasata las tierras. La interrogación no puede, entonces, tratarse superficialmente como lo ha hecho Castoriadis, sin tomarse la molestia de examinar seriamente la complejidad de la noción de naturaleza en Marx17.
¿A dónde pretende conducirnos este debate? Al hecho de que Marx, tributario de la antropología de las Luces, admitió sin crítica el presupuesto de una igualdad de nacimiento entre los hombres, mientras que Aristóteles no afirmó que lo sean, ya que pare él los individuos son “todos otros, pero no iguales”. La función de la política es entonces instituir una igualdad que no se casa con la naturaleza, sino que la contradice. Ese es el papel del nomos (de la ley o la institución). No puede devolver los bienes conmensurables, pero los iguala “suficientemente en cuanto a las necesidades y usos”. Porque “de lo indeterminado, indeterminada es la regla”18. No es, por consiguiente, cuestión de instituir una igualdad imposible, sino de proceder pragmáticamente, aceptando la aproximación, a una igualdad “suficiente” en relación con las necesidades.
Lo importante, para Castoriadis, es que el problema de la igualdad en Aristóteles no es relevante para la economía. No tiene, entonces, ninguna necesidad de ser disculpado por no haber sabido ver lo que no vería cualquiera, de no haber estado más claro en el análisis del valor: “Él no hizo una teoría de la economía”, sino “una investigación política sobre los fundamentos de la ciudad”19. La economía en tanto que tal, no le interesaba, aunque se le supone haberla descubierto, porque es a la política a la que se subordinan los poderes más preciosos, y son las oposiciones políticas, entre la ley y la naturaleza, la opinión y la verdad, las que importan. La interrogación política se mantiene aún sobre el bien humano supremo y los medios para alcanzarlo, y por consiguiente, sobre la constitución política de la ciudad: es justo lo que se conforma a la ley creadora de virtud. Y no hay virtud que por la institución no limite la desmesura. Ser injusto, al contrario, es querer más que su parte. ¿Más que su parte, de qué? De lo que es divisible: honores, riquezas.
La justicia total es, entonces, precisamente la “creación de lo participable social y de las condiciones que aseguran a cada uno el acceso a ese participable”, distinto de lo divisible. El justo es el igual, pero la igualdad simplemente aritmética permanece para Aristóteles (como para Marx en su Crítica del Programa de Gotha) desigual, en la medida que asigna una parte equitativa a los desiguales. Está aquí el límite de la justicia distributiva, que involucra lo divisible y su reparto, en relación a la justicia correctiva que involucra transacciones. Una y otra son determinadas por la idea de lo igual. Pero la igualdad efectiva “no puede ser más que una igualdad de proporción”. Es a ésta que corresponde la famosa fórmula correctiva del estadio superior del comunismo – “de cada uno según sus capacidades, a cada quien según sus necesidades” – distinta de la fórmula distributiva de la fase primera – “de cada uno según capacidades, a cada uno según su trabajo”-, en la que Marx recuerda con énfasis que sigue siendo inequitativa.
El problema subyacente es el de la conmensurabilidad y la mensurabilidad en las relaciones sociales. Aristóteles piensa que toda sociedad pone un proto-valor (un axia de referencia): el reparto inicial es siempre ya dado. No hay principio absoluto de la ciudad. La regla de la equidad es indeterminada, porque la naturaleza de lo justo consiste en corregir la ley allí donde se muestra fallando. Juzgar en equidad, es hacer “que el caso particular se inserte en la proporcionalidad geométrica de la regla social justa”; o, de nuevo, para reintegrar “el caso particular en la totalidad efectiva reglada”. Porque ella geometriza la ley de la aritmética, y la resocializa allí donde era logizada, esta justicia es la mejor.
La crítica marxista al formalismo igualitario en la Crítica del Programa de Gotha depende de un razonamiento análogo: la primera fase del comunismo es el de la igualdad aritmética, en realidad inequitativa porque es abstracta. La diferencia reside en que Marx historiza la corrección de la igualdad por la equidad, considerado las condiciones efectivas de la desaparición de la ley del valor, y hasta que ello ocurra la equidad no sería un correctivo de la desigualdad sino, como es el caso en la retórica liberal, un pretexto para librarse de ella. La verdadera igualdad no puede ser sólo geométrica (proporcional o progresiva). En la fórmula que asigna a cada uno según sus necesidades, cada uno deviene su propia medida. Esto no es posible, en Marx sólo por un recurso, implícito o explícito: la carta de la abundancia, la que le permite conceder capacidades limitadas a las necesidades ilimitadas. La justa medida imposible de encontrar se soluciona entonces por la abundancia. Por tanto, Marx imagina poder resolver la cuestión de la justicia (sea de los límites o del reparto), de suerte que ya no se plantee más. Pretendiendo desaparecer el derecho burgués que regula el reparto, él aboliría, en la práctica, el derecho tout court.
La crítica pone el problema. Sin embargo, ella infravalora la historicidad de las capacidades como de las necesidades, que dejan abierta la cuestión de sus relaciones y sus posibles transformaciones. Es gracias a esta subestimación que Castoriadis puede detectar en Marx la tentación de saltar fuera de la historia o decretar un fin, no sólo de la historia, sino también de la política, ganando una ficción normativa – la administración de cosas. Esta dificultad irresuelta revela una “antinomia profunda sin embargo [entre historicidad y fijeza] que divide al pensamiento de Marx”20. Considerando que, para Aristóteles, la pregunta política es central, Marx presupondría una condición antropológica natural fuertemente enigmática. Castoriadis le opone la irreductibilidad de lo socio-histórico o de la institución imaginario de la sociedad a lo que se da y se conoce. Proponer otra institución participa de un objetivo propiamente político – de proyectos y programas – “que puede ser discutido y argumentado, pero no fundado”21: los hombres no nacen para esto o para lo otro, “nosotros los queremos así”. Es necesario para él terminar con la ilusión del valor económico y restablecer el primado democrático del político. Pero, de la Crítica de la economía política a las reflexiones sobre el alcance histórico de la Comuna de París, ¿Marx no ha hecho otra cosa que deconstruir el discurso económico y desinvertir sus ídolos?
¿Política de lo imaginario?
El cuidado de Castoriadis de desprender la política, y la libertad que ella implica, de las lógicas de una historia universal son legítimas. No era sin embargo nuevo. En política, la organización de los tiempos se juega en el presente. “Es el presente el que domina al pasado”, escribieron los autores del Manifiesto comunista. Domina también al futuro y la bifurcación de los posibles. Gramsci decía que no se puede prever más que la lucha, y no su resultado. Y Benjamín afirmó categóricamente: “La política prima de aquí en adelante sobre la historia”: se trata en lo sucesivo de abordar el pasado “no más como antes, de manera histórica, sino de manera política, con las categorías de lo político”. La política es un arte estratégico de la decisión en una historia en la que ningún Dios, ninguna ciencia, ningún Espíritu absoluto garantiza su sentido. ¿Por qué la política? “Porque nosotros pertenecemos a este periodo cósmico donde el mundo está abandonado a su suerte”, contesta a Castoriadis. Él entiende por política “la actividad colectiva reflexiva y lúcida que surge en el momento en el que se pone en cuestión la validez del derecho y las instituciones”. O de nuevo, “la institución explícita global de la sociedad y las decisiones acerca de su futuro”. Pero si la política debe “instituir todo radicalmente”22, ¿cómo evitar el doble escollo del decisionismo sin criterios preexistentes del hombre real y del relativismo para el que todo vale lo mismo? ¿Cómo escapar de la antinomia del filósofo y del sofista, del clérigo y del militante (Benda/Nizan), del sociólogo y del opinador, de la verdad y de la opinión que recorren la cuestión política, tanto en Badiou como en Bourdieu? ¿Se puede imaginar un sofista no relativista?
Castoriadis parece resolver el dilema por la invocación de la autonomía y el imaginario: “Nosotros llamamos política revolucionaria a una praxis que se da por objeto la organización y la orientación de la sociedad en vistas de la autonomía”. La autonomía sería por consiguiente el criterio del juicio político. ¿Pero qué es la autonomía? ¿Autonomía de quién o de qué? ¿Y quién detenta el poder exorbitante de definirla? La autonomía para la autonomía sería hacer sólo un formalismo de la autonomía. Y nadie podría estar contra el principio de una autonomía indeterminada. La cuestión sube de tono precisamente en el momento en que se trata de determinar el contenido y los modos de ella, ya sea en el sentido de un intersubjetividad comunicacional o cuando ella, de manera muy diferente, se propone como consejismo radical. La carta de la autonomía se arriesga, en consecuencia, a incurrir en las mismas objeciones que le hizo John Dewey a Trotski en su controversia sobre las morales en la política. A diferencia de la mayor parte de lecturas superficiales a Su moral y la nuestra, Dewey había captado perfectamente la interdependencia de fines y medios en Trotski: el fin no es suficiente para justificar los medios, porque el fin mismo exige ser justificado. Pero Dewey le reprocha a Trotski hacer intervenir subrepticiamente un sentido de la historia que rompe esa interdependencia. Le cuestiona, en suma, ser un pragmático y un immanentista inconsecuente, y restablecer de una forma enmascarada la transcendencia, un sustituto del último juicio.
De la misma manera, si la autonomía es una ley inmanente del desarrollo histórico, ella no puede constituir un criterio a priori de la acción política; si interviene como juicio de valor normativo, ¿entonces quién es el juez? A menos que ella juegue simplemente el papel de una utopía regulativa de la decisión política, su horizonte sin cesar rechazado, que ayudaría a resistir las tendencias pesadas de las sociedades contemporáneas a la burocratización y la mediatización. Estas tendencias a las que Castoriadis ha tenido el mérito de estar precozmente atento, arrastran un rarefacción (o una intermitencia) de la política y un estrechamiento de la autonomía. En su Frente a la guerra, él intentó en 1981 analizar la estratocracia soviética como el estadio supremo del totalitarismo, donde el aparato militar-burocrático de Estado terminaría por devorar a la sociedad. ¿Por qué milagro la autonomía podría renacer de nuevo entonces? En un artículo del Monde, Edgar Morin veía a la época puesta bajo esta lógica y sus consecuencias extremas, oponiendo las dictaduras militares (de las cuales se podía regresar) y las dictaduras totalitarias (de las que no había regreso). En plena campaña ideológica por la instalación en Alemania de los misiles Pershings, esta distinción se parecía a la expuesta por la representante estadounidense, Jane Kirckpatrick, en la tribuna de la ONU. Más prudente, Castoriadis nunca publicó el segundo volumen anunciado de su ensayo sobre la guerra, aunque jamás explicó su extraña desaparición.
No es, por consiguiente, sorprendente en esta evolución que después de haber escogido la revolución contra el marxismo, haya terminado entonces preguntándose: «¿Por qué queremos nosotros la revolución?», y ¿por qué los hombres la querrían? ¿Era todavía “deseable”, preguntaba Foucault en esa época?
Enfrentando el enigma del estalinismo y el totalitarismo burocrático, que era el principal motivo de disputa y división de los movimientos trotskistas desde la guerra, la temática del imaginario social y la eficacia simbólica aportaban sin ninguna duda un importante elemento de respuesta. ¿Pero por qué ese imaginario debería ser revolucionario, en lugar de conservador o reaccionario? ¿Por qué debería llevar a la autonomía en lugar de llevar a la heteronomía? Después de que el imaginario fascista fue tan vigoroso como el imaginario estalinista.
Sin embargo, la burocratización inherente a las lógicas sociales de la modernidad implica, para Castoriadis, la integración no sólo del marxismo, sino del mismo proletariado al imaginario del Capital. No hay desde entonces qué oponer para una salida (¿imaginaria?) del imaginario. ¿Se puede salir de la crisis presente?, se interrogaba. “Sólo si un nuevo despertar tiene lugar, una nueva fase de creatividad política”23.
Pero, ¿de dónde podría venir semejante nuevo despertar? ¿Qué fuerza podría provocarlo, si la clase explotada está totalmente integrada al imaginario del Capital y el marxismo a la ideología dominante? Esta invocación a un despertar súbito parece descansar en una salida hipotética de una voluntad indeterminada o en la apuesta por el surgimiento de un evento o acontecimiento milagroso. Se trata, dice Castoriadis, “de reinventar la autonomía”. Eso es casi un oxímoron. O bien la autonomía se inventa ella misma permanentemente, o no es. Pero nadie tendría el poder de inventarla. A menos de resucitar el papel de la vanguardia, que ha sido cuestionado por otros.
El problema es, en realidad, saber cómo el despertar esperado se articula con un proyecto profundamente arraigado en “la realidad histórica efectiva”, al que Castoriadis no llega a renunciar cuando él apela a “la institución de una sociedad organizada en vistas de la autonomía de todos”, que no sería ni una utopía ni una apuesta arbitraria, sino la apuesta condicionada y razonada de una “adhesión sin adhesión” (habría dicho Derrida).
Para esclarecer la relación problemática de la institución imaginaria con el juicio político, el juicio reflexivo kantiano podría abrir una pista interesante. A condición sin embargo de no relacionar – como se hace demasiado a menudo – el juicio político con el juicio reflexivo del gusto, sino con el juicio teleológico que apela a una “causalidad por la libertad”, diferente del mecanismo, “un saber, dice Kant, una causa de modo inteligente que actúa según los fines”. Los fines entonces, y aquí está la cuestión, no pueden heterónomos, asignados por algún decreto superior. La finalidad es al contrario “una legalidad de la contingencia en tanto que tal” que “puede entonces ser sin fin”24. Más que el juicio del gusto, el juicio político expresa esta teleología. No se trata de una simple constatación factual, ni de un juicio normativo, sino de un juicio puesto en un índice sobre la finalidad sin fin del desarrollo histórico y sobre la anticipación racional del proceso de universalización y de autonomización. A eso es a lo que nosotros llamaremos un juicio estratégico25.
La política como estrategia, esa es precisamente la que está amenazada de desaparecer con la ganancia de una autonomía y una democracia sin mediación ni representación. Castoriadis recubre esta trampa mientras invoca una dialéctica de lo instituido y lo instituyente. El riesgo es en lo sucesivo que una política de lo imaginario termine reducida a una política imaginaria, que es otro modo de nombrar a una política sin política.
Traducción: Andrés Lund Medina
4 de marzo de 2007
http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/ index.php?x=1876
www.danielbensaid.org
Documents joints
- Artículo reimpreso como apertura en 1974 a L’Institution imaginaire de la société, bajo el título de “Marxisme et théorie révolutionnaire”, un lugar inaugural en la ruptura proseguida en Les Carrefours du labyrinthe.
- L’Institution imaginaire de la société, Paris, Seuil, 1975, p. 16.
- Isabelle Garo, “Deleuze, Marx et la révolution: ce que rester marxiste veut dire”, en Contretemps n° 17, sept. 2006, éditions Textuel.
- Engels, La Sainte Famille.
- La Lutte des classes en France, Le Dix-huit Brumaire de Louis Napoléon Bonaparte y La Guerre civile en France.
- L’Institution imaginaire de la société, op. cit., p. 25.
- Ibíd., p. 23.
- Ibíd., p. 76.
- Ver, Daniel Bensaïd, Marx l’Intempestif, Paris, Fayard, 1995.
- L’Institution imaginaire de la société, op. cit., p. 43.
- Ibíd., p. 92.
- Carrefours du Labyrinthe, tome I, Paris, Seuil, 1978.
- Parar Aristóteles, la sociedad presupone entonces la conmensurabilidad, pero ella no es natural. Ella implica un nomos, una institución: “la sociedad presupone la sociedad”. Así la reducción de Marx del trabajo complejo al simple implica que la complejidad no es más que la simple multiplicación de lo simple. Pero para Aristóteles, la unidad que puede ser conmensurable es la necesidad y los usos que se dan juntos en la relación social. La moneda no es más que un sustituto simbólico. Ella iguala cosas desiguales, no verdaderamente pero sí suficientemente. Telescopiando Marx y Aristóteles, más allá de su relación con formaciones sociales muy diferentes, en razón de la presencia o ausencia del trabajo esclavo como de la generalización de las relaciones mercantiles, se puede comprender que el trabajo complejo no es en El Capital una simple multiplicación del trabajo simple. La reducción del primero (que incluye los efectos de la cooperación y de la división del trabajo) al segundo, del trabajo concreto al trabajo abstracto, es para el Capital una imposible necesidad, fuente de las contradicciones y crisis.
- Ibíd., p. 336.
- Ver Henryk Grossmann, Marx, l’économie politique classique et le problème de la dynamique, Paris, Champ libre.
- Carrefours du Labyrinthe, op. cit., p. 344.
- Ver Alfred Schmidt, <em>Le Concept de nature chez Marx</em>, Paris, PUF, 1994.
- Aristote, Éthique à Nicomaque, cité par Castoriadis, Carrefours…, p. 350.
- Ibíd., p. 352.
- Ibíd., p. 400.
- Ibíd., p. 410.
- L’Institution imaginaire de la société, op. cit., p. 69.
- Castoriadis, La Montée de l’insignifiance, Paris, Points Seuil, 1996, p. 148.
- Kant, Critique de la faculté de juger, Paris, Folio Gallimard, 1985, p. 374.
- Ver Daniel Bensaïd, Qui est le juge?, Paris, Fayard, 1999.