El antiliberalismo es un término muy extenso. Tan vasto y plural como los propios liberalismos. Envuelve la gama de las resistencias a la contrarreforma liberal aparecidas desde la insurrección zapatista de 1994, las huelgas del invierno de 1995 y las manifestaciones altermundistas de 1999 en Seattle. Expresa una gran denegación social y moral que no ha llegado (¿aún?) a dotarse de estrategias políticas realmente alternativas. Puesto en escena a escala planetaria por los foros sociales, popularizado por los libros críticos de Viviane Forrester o de Naomi Klein, es el momento – necesario sin duda alguna – de la negación: “El mundo no es una mercancía, el mundo no debe venderse…” “Otro mundo es necesario”, pero ¿cuál? Y sobre todo: ¿cómo volverlo posible?
Este “momento antiliberal”, señalado por el regreso de la cuestión social y la irrupción de los movimientos sociales (antiguos o “nuevos”), permitió deslegitimar al discurso liberal que triunfaba a principios de los años noventa. Pero, de las respuestas que deben aportarse a “la revolución pasiva” neoliberal, el espectro está bastante abierto. Hablar en singular de un movimiento altermundista, como si se tratara de un gran sujeto susceptible de tomar el relevo de un proletariado en vías de extinción, es no solamente aventurado, sino erróneo. Sobre el “Otro mundo”, cohabitan en efecto – y esto está muy bien así, a condición de no desvanecer las divergencias reales en un consenso diplomático – los opositores radicales a instituciones como el Banco Mundial y la OMC, así como partidarios de sus políticas; partidarios del “sí” y del “no” al referéndum sobre el Tratado Constitucional Europeo (TCE); los que quieren humanizar la mercantilización del mundo y los que quieren derribar los ídolos; los que administran las privatizaciones y las reformas de la protección social, y los que se oponen a ellas…