El retorno de la cuestión político-estratégica

Gramsci

Esta contribución fue inicialmente presentada de manera oral en un seminario de Proyecto K1 el 17 de junio de 2006 en Paris. Hace referencia particularmente a los textos sobre estrategia publicados en la revista Critique communiste n° 179 de marzo de 2006, que pueden encontrarse en el sitio web de ESSF2. El trabajo ha sido completado teniendo en cuenta el debate posterior a su presentación.

Todos hemos notado un “eclipse del debate estratégico” desde principios de los años ochenta, en comparación con las discusiones animadas en los años setenta por las experiencias de Chile y de Portugal (o incluso, a pesar de las características muy diferentes, las de Nicaragua y de América central). Frente a la contraofensiva liberal, los años ochenta (en el mejor de los casos) han estado bajo el signo de las resistencias sociales y se han caracterizado por una situación defensiva de la lucha de las clases, incluso cuando las dictaduras (en América Latina, en particular) debieron ceder ante un impulso popular democrático. Este repliegue de la cuestión política pudo traducirse en lo que podríamos llamar simplificando una “ilusión social” (por simetría con “la ilusión política” denunciada por el joven Marx en aquellos que creían ver en la emancipación “política” – los derechos cívicos – la última palabra de “la emancipación humana”).

Gramsci

Sébastien Marchal » align= »acheval » />En cierta medida, la experiencia inicial de los Foros sociales desde Seattle (1999) y el primer Porto Alegre (2001) refleja esta ilusión en cuanto a la autosuficiencia de los movimientos sociales y al rechazo de la cuestión política, como consecuencia de toda una primera fase de recomposición de las luchas sociales a fines de los años noventa.

Es lo que llamo (simplificando) el “momento utópico” de los movimientos sociales, ilustrado por distintas variantes: utopías liberales (de un liberalismo bien regulado), keynesianas (de un keynesianismo europeo), y sobre todo utopías neolibertarias de poder cambiar el mundo sin tomar el poder o contentándose con un sistema equilibrado de contrapoderes (J. Holloway, T. Negri, R. Day). La recomposición de las luchas sociales se tradujo en victorias políticas o electorales (en América Latina: Venezuela y Bolivia). En Europa, salvo excepciones (particularmente el CPE en Francia), las luchas sufrieron sobre todo derrotas y no impidieron la continuación de las privatizaciones, de las reformas de la seguridad social, del desmantelamiento de los derechos sociales. Esta contradicción hace que las expectativas, a falta de victorias sociales, se vuelvan de nuevo hacia las soluciones políticas (particularmente electorales), como lo muestran las elecciones italianas3.

Este “retorno de la cuestión política” da lugar a un relanzamiento, todavía balbuceante, de los debates estratégicos, como lo evidencia las polémicas en torno a los libros de Holloway, de Negri, de Michael Albert, del balance comparado del proceso venezolano y de la legislatura Lula en Brasil, o también la inflexión de la orientación zapatista ilustrada por la sexta declaración de selva Lacandona y “la otra campaña” en México. Las discusiones sobre el proyecto de manifiesto de la LCR en Francia o el libro de Alex Callinicos4, se inscriben asimismo en este contexto. La fase de la gran negación y de las resistencias estoicas – el “grito” de Holloway, los eslóganes “el mundo no es una mercancía”, “el mundo no está en venta” – se agota. Se vuelve necesario precisar cuál es este mundo posible y sobre todo explorar las vías para alcanzarlo.

Hay estrategias y estrategias

Los nociones de estrategia y táctica (más tarde, las de guerra de posiciones y de guerra de maniobras) han sido importadas al movimiento obrero desde el vocabulario militar (particularmente, los escritos de Clausewitz o Delbrück). Su sentido, sin embargo, ha variado mucho. Hubo un tiempo donde la estrategia era el arte de ganar una batalla, la táctica se reducía a las maniobras de las tropas sobre el campo de batalla. Luego, de las guerras dinásticas a las guerras nacionales, de la guerra total a (hoy en día) la guerra global, el campo estratégico no ha dejado de dilatarse en el tiempo y en el espacio. Podemos en lo sucesivo distinguir una estrategia global (a escala mundial) de una “estrategia restringida” (la lucha por la conquista del poder sobre un territorio determinado). En cierta medida, la teoría de la revolución permanente representaba un esbozo de estrategia global: la revolución comienza sobre la arena nacional (en un país) para extenderse al nivel continental y mundial; franquea un paso decisivo con la conquista del poder político, pero se prolonga y se profundiza por “una revolución cultural”. Combina pues el acto y el proceso, el acontecimiento y la historia.

Frente a los Estados-potencias que tienen estrategias económicas y militares mundiales, esta dimensión de la estrategia global es todavía más importante de lo que era en la primera mitad del siglo XX. La emergencia de nuevos espacios estratégicos continentales o mundiales lo demuestra. La dialéctica de la revolución permanente (contra la teoría del socialismo en un solo país), dicho de otro modo, la imbricación de las escalas nacional, continental, mundial, es más estrecha que nunca. Uno puede apropiarse de las palancas del poder político en un país (como Venezuela o Bolivia), pero la cuestión de la estrategia continental (el Alba contra el Alca, la relación con el Mercosur, con el pacto andino, etc.) se plantea inmediatamente como una cuestión de política interior. Más prosaicamente, en Europa las resistencias a las contrarreformas liberales pueden apoyarse sobre las relaciones de fuerzas, sobre las conquistas y los apoyos legislativos, nacionales. Pero una respuesta transicional relativa a los servicios públicos, al sistema fiscal, a la seguridad social, a la ecología (por una “refundación social y democrática de Europa”) exige de entrada una proyección europea5.

Hipótesis estratégicas

La cuestión abordada aquí se limita pues a lo que llamé “la estrategia restringida”, dicho de otro modo, la lucha para la conquista del poder político a escala nacional. Estamos en efecto todos de acuerdo aquí6 sobre el hecho de que los Estados nacionales bien pueden estar debilitados, en el marco de la mundialización, y que existen ciertas transferencias de soberanía. Pero el plano nacional (que estructura las relaciones de clase y articula un territorio con un Estado) sigue siendo decisivo en la escala móvil de los espacios estratégicos. Es a este nivel del problema que nos remite esencialmente el dossier publicado en el número 179 de Critique communiste (marzo de 2006).

Descartemos de entrada las críticas (de J. Holloway a Cédric Durand7) que nos imputan una visión “etapista” del proceso revolucionario (según la cual haríamos de la toma del poder la “precondición absoluta” de toda transformación social). El argumento se basa en la caricatura o en la simple ignorancia. Nunca hemos sido de los adeptos al salto de garrocha sin impulso. Si a menudo he planteado la cuestión “cómo de la nada llegar a ser todo”, para señalar que la ruptura revolucionaria es un salto peligroso de la que puede sacar provecho el tercer ladrón (la burocracia). Guillaume [Liégeard] tiene razón en matizarlo recordando que no es verdad que el proletariado no sea nada antes de la toma del poder – ¡y que es dudoso que quiera llegar a ser todo! La fórmula del todo y de la nada tomada de la canción de la Internacional no apunta más que a señalar la asimetría estructural entre revolución (política) burguesa y revolución social.

Las categorías – de frente único, de demandas transicionales, de gobierno obrero – defendidas por Trotsky, pero también por Thalheimer, Radek, Clara Zetkin en el debate programático de la Internacional comunista hasta el VI congreso de la I.C. apuntan precisamente a articular el acontecimiento con sus condiciones de preparación, las reformas con la revolución, el movimiento y el objetivo…

Paralelamente, los conceptos de hegemonía y de “guerra de posiciones” en Gramsci van en el mismo sentido8. La oposición entre Oriente (donde el poder sería más fácil conquistar pero más difícil de mantener) y Occidente, parte de la misma preocupación (ver a propósito de esto los debates sobre el balance de la revolución alemana en el V congreso de la I.C.). De una vez por todas, jamás hemos sido adeptos de la teoría del derrumbe (Zusammenbruch Theorie)9. Ver en relación a esto el libro de Giacomo Marramao.

Contra las visiones espontaneístas del proceso revolucionario y contra el inmovilismo estructuralista de los años sesenta, nosotros hemos insistido por el contrario en el aspecto del “factor subjetivo”, en lo que hemos llamado, no “modelo”, sino – como lo recuerda Antoine Artous en su artículo de Critique communiste – “hipótesis estratégicas”. No se trata de una simple coquetería de vocabulario. Un modelo es algo a copiar, un manual de instrucciones. Una hipótesis es un guía para la acción, a partir de las experiencias del pasado, pero abierta y modificable en función de experiencias nuevas o de circunstancias inéditas. No se trata pues de especulaciones, sino de lo que podemos retener de las experiencias pasadas (que son el único material a nuestra disposición), sabiendo que el presente y el futuro serán necesariamente más ricos. Los revolucionarios corren en consecuencia el mismo riesgo que los militares sobre quienes se dice que siempre están una guerra atrasados.

A partir de las grandes experiencias revolucionarias del siglo XX (revolución rusa y revolución china, pero también revolución alemana, frentes populares, guerra civil española, guerra de liberación vietnamita, mayo del 68, Portugal, Chile…), hemos distinguido entonces dos grandes hipótesis: la de la huelga general insurreccional (HGI) y la de la guerra popular prolongada (GPP). Ambas resumen dos tipos de crisis, dos formas de doble poder, dos modos de desenlace de la crisis.

En el caso de la HGI, la dualidad de poder reviste una forma principalmente urbana, del tipo Comuna (no sólo como la Comuna de París, sino el Soviet de Petrogrado, la insurrección de Hamburgo, de Cantón, de Barcelona…). Ambos poderes no pueden coexistir mucho tiempo sobre un espacio concentrado. Se trata pues de un enfrentamiento de rápido desenlace (que puede desembocar en un enfrentamiento prolongado: guerra civil en Rusia, guerra de liberación en Vietnam tras la insurrección de 1945…). En esta hipótesis, el trabajo de desmoralización del ejército y de organización de los soldados juegan un papel importante (los comités de soldados en Francia, los SUV en Portugal, y en una perspectiva más conspirativa el trabajo del MIR en el ejército chileno, son para mí las últimas experiencias significativas en la materia). En el caso de la GPP, se trata de un doble poder territorial (de las zonas liberadas y auto-administradas) que pueden coexistir mucho más tiempo. Las condiciones son percibidas por Mao desde su folleto de 1927 (“¿Por qué el poder rojo puede existir en China?”) y son ilustradas por la experiencia de la República de Yenan. En la primera hipótesis los órganos del poder alternativo están socialmente determinados por las condiciones urbanas (Comuna de París, Soviet de Petrogrado, consejos obreros, comité de milicias de Cataluña, cordones industriales y comandos comunales, etc.), en el segundo, ellos se centralizan en “el ejército del pueblo” (con predominio campesino).

Entre estas dos grandes hipótesis depuradas, encontramos toda una gama de variantes y de combinaciones intermediarias. Así, a pesar de su leyenda foquista simplificada (especialmente por el libro de Debray, “Revolución en la revolución”), la revolución cubana articula el foco de guerrilla como núcleo del ejército rebelde y las tentativas de organización y de huelgas generales urbanas en La Habana y Santiago. Su relación fue problemática, tal como lo evidencia la correspondencia de Frank Païs, de Daniel Ramos Latour, del Che mismo sobre las tensiones entre “la selva” y “el llano”10. A posteriori, el relato oficial, valorizando la epopeya heroica del Granma y sus sobrevivientes, ha contribuido a reforzar la legitimidad del componente del 26 de julio y del grupo castrista dirigente en detrimento de una comprensión más compleja del proceso. Esta versión simplificada de la historia, erigiendo en modelo la guerrilla rural, ha inspirado las experiencias de los años sesenta (en Perú, en Venezuela, en Nicaragua, en Colombia, en Bolivia). Los muertos en combate de la Puente y Lobaton, Camillo Torres, Yon Sosa, Lucion Cabanas en México, Carlos Marighela y Lamarca en Brasil, etc., la expedición trágica del Che en Bolivia, el cuasi-exterminio de los sandinistas en 1963 y 1967 en Pancasan, el desastre de Teoponte en Bolivia, marcan el fin de este ciclo.

La hipótesis estratégica del PRT argentino y del MIR chileno hace más referencia, al principio de los años setenta, al ejemplo vietnamita de la guerra popular prolongada (y, en el caso del PRT, a una versión mítica de la guerra de liberación argelina). La historia del Frente sandinista hasta su victoria de 1979 sobre la dictadura somozista revela la combinación de las diferentes orientaciones. La tendencia de la GPP y de Tomas Borge pone el acento en el desarrollo de la guerrilla en la montaña y la necesidad de un largo período de acumulación gradual de fuerzas. La tendencia proletaria (Jaime Wheelock) insiste en los efectos sociales del desarrollo capitalista en Nicaragua y en el fortalecimiento de la clase obrera, siempre manteniendo la idea de una acumulación prolongada de fuerzas en la perspectiva de un “momento insurreccional”. La tendencia “tercerista” (los hermanos Ortega) que sintetiza las otras dos y permite articular el frente del Sur y el levantamiento de Managua.

A posteriori, Humberto Ortega resumió las divergencias en estos términos: “llamo política de acumulación pasiva de fuerzas a la política que consiste en no intervenir en las coyunturas, en acumular fuerzas en frío. Esta pasividad se manifestaba al nivel de las alianzas. Había también pasividad en el hecho de que pensábamos que se podía acumular armas, organizarse, reunir recursos humanos sin combatir al enemigo, sin hacer participar a las masas”11. Reconoce sin embargo que las circunstancias aceleraron los diferentes planes: “Hemos llamado a la insurrección. Los acontecimientos se han precipitado, las condiciones objetivas no nos permitían prepararnos más. De hecho, no podíamos decir no a la insurrección. El movimiento de masas ha tomado tal amplitud que la vanguardia era incapaz de dirigirlo. No podíamos oponernos a este río; todo lo que podíamos hacer era tomar la delantera para conducirlo más o menos y darle una dirección”. Y concluye: “nuestra estrategia insurreccional siempre gravitó en torno a las masas y no en torno a un plan militar. Esto debe estar claro”. En efecto, la opción estratégica implica una planificación de las prioridades políticas, de las etapas de intervención, de las consignas, y determina la política de alianzas.

De Los días de la selva a El trueno en la ciudad, el relato de Mario Payeras sobre el proceso guatemalteco ilustra un regreso de la selva hacia la ciudad y un cambio de las relaciones entre lo militar y lo político, la ciudad y el campo. La crítica de las armas (o la autocrítica) de Régis Debray en 1974 registra asimismo el balance de los años sesenta y la evolución iniciada. En Europa y en los Estados Unidos, las aventuras desastrosas de la RAF en Alemania, de los Weathermen en los Estados Unidos (sin mencionar la efímera tragicomedia de la Gauche prolétarienne en Francia – y las tesis de July/Geismar en su inolvidable Hacia la guerra civil), y otras tentativas de traducir en “guerrilla urbana” la experiencia de la guerrilla rural, se han acabado de hecho con los años setenta. Los únicos casos de movimientos armados que han logrado perdurar son los de las organizaciones que encontraban su base social en las luchas contra la opresión nacional (Irlanda, Euzkadi)12.

Estas hipótesis y experiencias estratégicas no son pues reducibles a una orientación militarista. Ellas ordenan un conjunto de tareas políticas. Así, la concepción del PRT de la revolución argentina como guerra de liberación nacional conducía a privilegiar la construcción del ejército (el ERP) en detrimento de la autoorganización en las fábricas y los barrios. Asimismo, la orientación del MIR, poniendo el acento ante la Unidad Popular en la acumulación de fuerzas (y de bases rurales) en una perspectiva de lucha armada prolongada, conducía a relativizar la prueba de fuerza del golpe de Estado y sobre todo a subestimar sus consecuencias duraderas. Miguel Enríquez había sin embargo percibido después del fracaso del “tanquetazo” el breve momento propicio para la formación de un gobierno de combate preparatorio de cara a la prueba de fuerza.

La victoria sandinista de 1979 marca sin duda un nuevo giro. Es al menos lo que sostiene Mario Payeras al destacar que en Guatemala (y en el Salvador) los movimientos revolucionarios no estaban ya enfrentados a dictaduras fantoches carcomidas, sino a los consejeros israelíes, taiwaneses y estadounidenses en guerras de “baja intensidad” y de “contra insurrección”. Esta asimetría creciente se ha extendido desde entonces a escala mundial con las nuevas doctrinas estratégicas del Pentágono y la guerra “sin límites” declarada al “terrorismo”.

Esta es una de las razones (añadida a la híper-violencia trágica de la experiencia camboyana, de la contrarrevolución burocrática en la URSS, de la revolución cultural en China), por las cuales la cuestión de la violencia revolucionaria, ayer aún percibida como inocente y liberadora (a través de las epopeyas de Granma y del Che, o a través de los textos de Fanon, de Giap, de Cabral), se ha vuelto espinosa, incluso tabú. Asistimos así a la búsqueda titubeante de una estrategia asimétrica del débil hacia el fuerte, realizando la síntesis entre Lenin y Gandhi13 u orientándose hacia la acción sin violencia14 (cf. el debate en Alternativa y Rifondazione Comunista). El mundo, después de la caída del Muro de Berlín, no se ha vuelto sin embargo menos violento. Seria imprudentemente angelical apostar hoy en día a una hipotética “vía pacífica” que nada, en el siglo de los extremos, ha venido a confirmar. Pero es otra historia, que desborda los límites de mi exposición.

La hipótesis de la huelga general insurreccional

La hipótesis estratégica que nos sirvió de eje ordenador en los años setenta es pues la de la HGI, opuesta la mayor parte del tiempo a las alternativas de maoísmo aclimatado y a las interpretaciones imaginarias de la Revolución cultural. Es de esta hipótesis que seríamos, según Antoine Artous, de aquí en más “huérfanos”. La misma habría tenido ayer un cierta “funcionalidad” hoy perdida. Artous reafirma sin embargo la pertinencia siempre actual de las nociones de crisis revolucionaria y de doble poder, insistiendo en la necesidad de reconstrucción de una hipótesis seria en lugar de regodearse en la palabra ‘ruptura’ y en escaladas verbales. Su preocupación se cristaliza sobre dos puntos.

Por una parte, Antoine Artous insiste en el hecho de que la dualidad de poder no podría situarse en total exterioridad respecto de las instituciones existentes, y surgir repentinamente de la nada bajo la forma de una pirámide de soviets o consejos. Puede que hayamos cedido tiempo atrás a esta visión más que simplificada de los procesos revolucionarios reales que estudiábamos detalladamente en las escuelas de formación (Alemania, España, Portugal, Chile, y la Revolución rusa misma). Lo dudo, en tanto cada una de estas experiencias nos confrontaba con la dialéctica entre las formas variadas de autoorganización y las instituciones parlamentarias o municipales existentes.

En cualquier caso, suponiendo que hayamos podido tener una visión tal, rápidamente fue corregida por ciertos textos15. Incluso al punto de que hayamos podido sentirnos molestos o afectados en la época por la adhesión de Ernest Mandel a la “democracia mixta” a partir de un reexamen de las relaciones entre soviets y constituyente en Rusia. Es evidente en efecto, con más razón en países de tradición parlamentaria más que centenaria, donde el principio del sufragio universal está sólidamente establecido, que no podríamos imaginar un proceso revolucionario más que como una transferencia de legitimidad que confiera la preponderancia al “socialismo por abajo”, pero en intersección con las formas representativas.

Prácticamente, hemos evolucionado sobre este punto, en la ocasión por ejemplo de la revolución nicaragüense. Podíamos impugnar el hecho de organizar elecciones “libres” en 1989, en un contexto de guerra civil y estado de sitio, pero no cuestionábamos el principio. En cambio hemos reprochado a los sandinistas la supresión del “consejo de Estado” que habría podido constituir una suerte de segunda cámara social y un polo de legitimidad alternativa frente al Parlamento electo. Del mismo modo, a una escala bastante más modesta, sería útil volver sobre la dialéctica en Porto Alegre entre la institución municipal elegida por sufragio universal y los comités del presupuesto participativo.

En realidad, el problema planteado no es el de las relaciones entre democracia territorial y democracia de fábrica (la Comuna, los soviets, la asamblea popular de Setubal eran estructuras territoriales) ni siquiera el de las relaciones entre democracia directa y representativa (toda democracia es parcialmente representativa y Lenin no era partidario del mandato imperativo), sino el de la formación de una voluntad general. El reproche generalmente dirigido (por los eurocomunistas o por Norberto Bobbio) a la democracia de tipo soviética apunta a su tendencia corporativa: una suma (o una pirámide) de intereses particulares (locales, de empresa, de buró) vinculados por mandato imperativo no podría dar lugar a una voluntad general. La subsidiariedad democrática tiene también sus límites: si los habitantes de un valle se oponen al paso de una carretera o los de una ciudad a un depósito de desechos para encajárselos al vecino, es necesaria una forma de centralización arbitral16. En el debate con los eurocomunistas, nosotros insistíamos en la mediación necesaria de los partidos (y en su pluralidad) para dar lugar a propuestas sintetizadas y contribuir a la formación de una voluntad general a partir de puntos de vista particulares. Sin aventurarnos en especulaciones sobre mecánica institucional, hemos también cada vez más a menudo integrado a nuestros documentos programáticos la hipótesis general de una doble cámara cuyas modalidades prácticas quedan abiertas a la experiencia.

La segunda preocupación de Antoine [Artous], en su crítica al texto de Alex Callinicos en particular, apunta al hecho de que su planteo transicional se detendría en el umbral de la cuestión del poder, abandonada a un improbable deus ex machina o supuestamente resuelta por la ruptura espontánea de las masas y la irrupción generalizada de la democracia soviética. Si la defensa de las libertades públicas figura en su programa, no habría en Alex [Callinicos] reivindicación alguna de tipo institucional (sufragio proporcional, Asamblea constituyente o única, democratización radical). En cuanto a Cédric Durand, concebiría a las instituciones como simples enlaces de las estrategias de autonomía y protesta, lo que puede muy bien traducirse en la práctica en un compromiso entre el “abajo” y el “arriba”, o dicho de otro modo, por un vulgar lobby del primero sobre el segundo, que quedaría intacto.

Hay en realidad, entre los protagonistas de la controversia de Critique communiste, convergencia con el corpus programático inspirado en La catástrofe inminente o el Programa de transición: demandas transicionales, política de alianzas (frente único17), lógica de hegemonía, y la dialéctica (y no la antinomia) entre reformas y revolución. Así, nosotros nos oponemos a la idea de disociar y de fijar un programa mínimo (“antiliberal”) y un programa “máximo” (anticapitalista), convencidos de que un antiliberalismo consecuente desemboca en el anticapitalismo, y que los dos están entrelazados por la dinámica de las luchas.

Podemos discutir la formulación exacta de las demandas transicionales en función de las relaciones de fuerzas y de los niveles de conciencia existentes. Pero fácilmente nos pondremos de acuerdo sobre el lugar que ocupan las cuestiones relativas a la propiedad privada de los medios de producción, de comunicación y de cambio, ya se trate de una pedagogía del servicio público, del tema de los bienes comunes de la humanidad o de la cuestión cada vez más importante de la socialización de los saberes (opuesta a la propiedad privada intelectual). Del mismo modo, estaremos fácilmente de acuerdo en explorar las formas de socialización del salario por medio de los sistemas de seguridad social, para avanzar hacia la desaparición del salario. Por último, a la mercantilización generalizada, nosotros oponemos las posibilidades abiertas por la extensión de los ámbitos de gratuidad (por ende, de “desmercantilización”) no solamente de los servicios sino también de ciertos bienes de consumo necesarios.

La cuestión espinosa del planteo transicional es la del “gobierno obrero” o “gobierno de los trabajadores”. La dificultad no es nueva. Los debates sobre el balance de la revolución alemana y el gobierno de Sajonia-Turingia, luego del V congreso de la Internacional Comunista, muestran la ambigüedad no resuelta de las fórmulas nacidas de los primeros congresos de la I.C. y el abanico de interpretaciones prácticas a las cuales han podido dar lugar. Treint subraya entonces en su informe que “la dictadura del proletariado no cae del cielo; debe tener un comienzo, y el gobierno obrero es sinónimo del comienzo de la dictadura del proletariado”. Denuncia en cambio “la sajonización” del frente único: “la entrada de los comunistas a un gobierno de coalición con pacifistas burgueses para impedir una intervención contra la revolución no era errónea en teoría, pero gobiernos como el del Partido Laborista o el del Cartel des Gauches hacen que “la democracia burguesa encuentre eco en nuestros propios partidos”.

En el debate sobre la actividad de la internacional, Smeral sostiene: “en cuanto a las tesis de nuestro congreso [de los comunistas checos] de febrero de 1923 sobre el gobierno obrero, estábamos totalmente convencidos al redactarlas de que estaban ajustadas a las decisiones del V congreso. Han sido adoptadas por unanimidad”. Pero, “¿en qué piensan las masas cuando hablan de gobierno obrero?”: “en Inglaterra, piensan en el Partido Laborista, en Alemania y en los países dónde el capitalismo está en descomposición, el frente único significa que los comunistas y socialdemócratas, en lugar de combatirse cuando se desata la huelga, marchan codo a codo. El gobierno obrero tiene para estas masas el mismo significado, y cuando se utiliza esta fórmula imaginan un gobierno de unidad de todos los partidos obreros.” Y Smeral prosigue: “¿En qué consiste la profunda lección de la experiencia sajona? Ante todo en esto: no podemos saltar de un solo golpe, a pies juntillas, sin tomar impulso”.

Ruth Fisher le responde que, en tanto que coalición de partidos obreros, el gobierno obrero significaría “la liquidación de nuestro partido”. En su informe sobre el fracaso del octubre alemán, Clara Zetkin afirma: “A propósito del gobierno obrero y campesino, no puedo aceptar la afirmación de Zinoviev según la cual se trataría de un simple seudónimo, un sinónimo o dios sabe cuál homónimo, de la dictadura del proletariado. Esto podía ser justo para Rusia, pero no funciona igual en los países dónde el capitalismo esta vigorosamente desarrollado. Allí, el gobierno obrero y campesino es la expresión política de una situación donde la burguesía ya no puede mantenerse en el poder, pero donde el proletariado todavía no está aún en condiciones imponer su dictadura”. Zinoviev define en efecto como “objetivo elemental del gobierno obrero” el armamento del proletariado, el control obrero sobre la producción, la revolución fiscal…

Se podría continuar citando las distintas intervenciones. Quedaría una impresión de gran confusión, que es la expresión de una contradicción real y de un problema no resuelto, mientras que la cuestión estaba planteada en relación a una situación revolucionaria o prerrevolucionaria.

Sería irresponsable resolverla en un modo de empleo válido para toda situación; podemos sin embargo despejar tres criterios combinados de modo variable para la participación en una coalición gubernamental en una perspectiva transicional: a) que la cuestión de una tal participación se plantee en una situación de crisis o al menos de ascenso significativo de la movilización social, y no en frío; b) qué el gobierno en cuestión se halle empeñado en iniciar una dinámica de ruptura con el orden establecido (por ejemplo – más modestamente que el armamento exigido por Zinoviev –, reforma agraria radical, “incursiones despóticas” en el ámbito de la propiedad privada, abolición de los privilegios fiscales, ruptura con las instituciones – de la V República en Francia, de los tratados europeos, de los pactos militares, etc.); c) finalmente, que la relación de fuerza permita a los revolucionarios, si no garantizar el acatamiento de los compromisos, al menos hacer pagar un fuerte precio frente a eventuales incumplimientos.

A la luz de tal enfoque, la participación en el gobierno Lula se muestra equivocada: a) desde hace una década, a excepción del movimiento de los sin tierra, el movimiento de masas estaba en retroceso; b) la campaña electoral de Lula y su Carta a los brasileños había anunciado el color de una política claramente social-liberal e hipotecado de antemano el financiamiento de la reforma agraria y del programa “hambre cero”; c) por último, la relación de fuerzas social, en el seno del partido, y en el seno del gobierno, era tal que con un semi-ministerio de Agricultura no era cuestión de sostener al gobierno “como la soga sostiene al ahorcado”, sino que más bien como un cabello no era capaz de sostenerlo. Dicho esto, teniendo en cuenta la historia del país, su estructura social y la formación del PT, expresando oralmente nuestras reservas en cuanto a esta participación y alertando a los compañeros sobre sus peligros, no hemos hecho de ello una cuestión de principio, prefiriendo acompañar la experiencia para sacar el balance con los compañeros, antes que impartir lecciones “desde lejos”18.

A propósito de la dictadura del proletariado

La cuestión del gobierno obrero nos ha devuelto inevitablemente a la de la dictadura del proletariado. Un congreso precedente de la Liga [la LCR francesa] decidió con una mayoría de más de los dos tercios suprimir la referencia en el texto del estatuto. Era razonable. Hoy el término ‘dictadura’ evoca mucho más las dictaduras militares o burocráticas del siglo XX que la venerable institución romana del poder de excepción debidamente delegado por el Senado y limitado en el tiempo. Dado que Marx vio en la Comuna de París “la forma finalmente encontrada” de esta dictadura del proletariado, es mejor pues para hacernos entender evocar la Comuna, los soviets, los consejos o la autogestión, que aferrarse a una palabra fetiche convertida en la historia en fuente de confusión.

No nos hemos librado sin embargo de la cuestión planteada por la fórmula de Marx y con la importancia que le daba en su célebre carta a Kugelmann. Generalmente, tenemos tendencia a investir a “la dictadura del proletariado” con la imagen de un régimen autoritario y a ver en ello un sinónimo de las dictaduras burocráticas. Para Marx, se trataba al contrario de la solución democrática de un viejo problema, del ejercicio por primera vez mayoritario (por parte del proletariado) del poder de excepción reservado hasta entonces para una elite virtuosa (comité de salvación pública – aunque el comité en cuestión se haya limitado a una emanación de la Convención revocable por ella) o un “triunvirato” de hombres ejemplares19. Añadamos que el término “dictadura” a menudo se oponía entonces a ‘tiranía’ como expresión de lo arbitrario. Pero la noción de dictadura del proletariado tenía también un alcance estratégico, a menudo recordada en el debate de los años setenta con ocasión de su abandono por la mayoría de los partidos (euro) comunistas. En efecto, estaba claro para Marx que el derecho nuevo, al expresar una nueva relación social, no podría nacer en continuidad con el derecho antiguo: entre dos legitimidades sociales, “entre dos derechos iguales, es la fuerza la que decide”. La revolución implica pues un paso obligado por el estado de excepción. Lector atento de la polémica entre Lenin y Kautsky, Carl Schmitt comprendió perfectamente lo que estaba en juego al distinguir la “dictadura comisario”, cuya función en situación de crisis es preservar un orden establecido, y la “dictadura soberana” que instituye un orden nuevo por el ejercicio del poder constituyente20. Si, cualquiera sea el nombre que se le dé, permanece esta perspectiva estratégica, se deriva necesariamente una serie de consecuencias sobre la organización de los poderes, sobre el derecho, sobre la función de los partidos, etc.

Actualidad e inactualidad de un planteo estratégico

La noción de actualidad tiene una doble acepción: un sentido amplio (“la época de guerras y revoluciones”), y un sentido inmediato o coyuntural. En la situación defensiva en que se encuentra retirado el movimiento social después de más de veinte años en Europa, nadie afirmará que la revolución sea de actualidad en este sentido inmediato.

En cambio, sería aventurado, y no sin consecuencias, borrarla del horizonte de la época. Si es esta distinción que intenta realizar Francis Sitel en su contribución, prefiriendo, para evitar “una visión alucinada de los relaciones de fuerzas actuales”, antes que una “perspectiva actual”, una “perspectiva en acto… que instruye los combates presentes hacia los desenlaces necesarios de esos mismos combates”, no hay allí materia en litigio. Más discutible es la idea según la cual podríamos mantener el objetivo de la conquista del poder “como condición de la radicalidad pero admitiendo que su actualización está hoy en día por encima de la línea de nuestro horizonte”. Precisa que la cuestión gubernamental – ¿vista desde abajo de la línea de nuestro horizonte? – no está vinculada a la cuestión del poder, sino a “una exigencia más modesta” consistente en “protegerse” de la ofensiva liberal.

El cuestionamiento sobre las condiciones de participación gubernamental no entra entonces “por el pórtico monumental de la reflexión estratégica”, sino “por la estrecha puerta de los partidos amplios”. Se puede temer que no sea más el programa necesario (o la estrategia) lo que oriente entonces la construcción del partido, sino la amplitud de un partido algebraicamente amplio que determine y limite el mejor de los mundos y de los programas posibles. Se trataría entonces de desdramatizar la cuestión gubernamental en tanto que cuestión estratégica para considerarla como un simple “problema de orientación” (esto es, en cierta medida, lo que hemos hecho en el caso brasileño). Pero, a menos que caigamos en la clásica disociación del programa mínimo y el programa máximo, un “problema de orientación” no está desconectado de la perspectiva estratégica. Y, si “amplio” es necesariamente más generoso y más abierto que estrecho y cerrado, hay, en materia de partidos, ‘amplios’ y ‘amplios’: las amplitudes del PT brasileño, del Linkspartei, del ODP, del Bloco de Esquerda, de Rifondazione Communiste, etc., no son de la misma naturaleza.

“Los desarrollos más sabios en materia de estrategia revolucionaria parecen muy etéreos – concluye Francis – frente a la cuestión de cómo actuar aquí y ahora”. Ciertamente, pero esta máxima pragmática de buena calidad habría podido ser pronunciada en 1905, en febrero de 1917, en mayo de 1936, en febrero de 1968, reduciendo así el sentido de lo posible al sentido prosaico de lo real.

El diagnóstico de Francis y su ajuste programático al nivel o debajo de la línea del horizonte no carece de implicancias prácticas. Desde que nuestra perspectiva no se limita a la toma del poder, sino que se inscribe en un proceso más largo de “subversión de los poderes”, habría que reconocer que “el partido tradicional – ¿’tradicional’ designa aquí los partidos comunistas o más generalmente los partidos socialdemócratas orientados también a la conquista del poder gubernamental por las vías parlamentarias? – concentrado sobre la conquista del poder es propicio a adaptarse al mismo Estado”, y, en consecuencia, a transmitir en su seno los mecanismos de dominación que minan la “dinámica misma de la emancipación”. Una dialéctica nueva estaría pues por inventarse entre lo político y lo social. Ciertamente, y nosotros nos ocupamos de esto práctica y teóricamente al rechazar tanto “la ilusión política” como “la ilusión social”, o al extraer las conclusiones principales de las experiencias negativas pasadas (sobre la independencia de las organizaciones sociales frente al Estado y los partidos, sobre el pluralismo político, sobre la democracia en el seno de los partidos).

Pero el problema no reside tanto en la transmisión por un partido “adaptado al Estado” de sus mecanismos de dominación, cuanto en el fenómeno más profundo y mejor repartido de burocratización (arraigado en la división del trabajo) inherente a las sociedades modernas: afecta el conjunto de las organizaciones sindicales o sociales. De hecho, la democracia de partido (por oposición a la democracia mediática y plebiscitaria llamada “de opinión”) sería más bien, si no un remedio absoluto, al menos uno de los antídotos a la profesionalización del poder y a la “democracia de mercado”. Es lo que se olvida demasiado a menudo al no ver en el centralismo democrático sino la farsa de un centralismo burocrático, mientras que una cierta centralización es la condición misma de la democracia y no su negación.

La mencionada adaptación del partido al Estado se hace eco del isomorfismo observado (por Boltansky y Chiapello en El Nuevo espíritu del capitalismo) entre la estructura del Capital mismo y las estructuras subalternas del movimiento obrero. Esta cuestión de la subalternidad es crucial, y no se le escapa ni se la resuelve fácilmente: la lucha por el salario y el derecho al empleo (también llamada “derecho al trabajo”) es de seguro una lucha subalterna (isomorfa) a la relación capital/trabajo. Está detrás de esto todo el problema de la alienación, del fetichismo, de la reificación21. Pero creer que las formas “fluidas”, la organización en red, la lógica de las afinidades (opuesta a las lógicas de la hegemonía) escapan de esta subalternidad y de la reproducción de las relaciones de dominación supone una ilusión grosera. Estas formas son perfectamente isomorfas a la organización moderna del capital informatizado, a la flexibilidad del trabajo, a la “sociedad líquida”, etc. Eso no significa que las formas antiguas de subordinación eran mejores o preferibles a estas formas emergentes, sino tan solo que no se sale por la vía regia de la red del círculo vicioso de la explotación y la dominación.

Del “partido amplio”

Francis Sitel teme que las nociones de “eclipse” o de “retorno” de la “razón estratégica” signifiquen el mero cierre de un mero paréntesis y un retorno de la cuestión, de manera idéntica o renovada, en los términos en que fue planteada por la III Internacional. Insiste en la necesidad de “redefiniciones fundamentales”, de una reinvención, de una “nueva construcción” de parte del movimiento obrero. Sin dudas. Pero, no de tabula rasa: ¡”Se comienza siempre por el medio”! La retórica de la novedad no es una garantía contra recaídas en lo antiguo más antiguo, y en lo más trillado. Si las hay también auténticas (en materia de ecología, de feminismo, de guerra y de derecho…), muchas “novedades” de las que la época se alimenta, no son sino efectos de modas (que como toda moda se nutren de citas de lo antiguo), y de reciclajes de viejos temas utopistas del siglo XIX y del movimiento obrero naciente. Las cuestiones son numerosas, pero a la medida de nuestros recursos, intentemos – por el rodeo del Manifiesto entre otras cosas – aportar algunos elementos de respuesta a algunas de ellas, y nos gustaría mucho que nuestros compañeros los recuperasen.

Habiendo – con justeza – recordado que reformas y revolución forman en nuestra tradición un par dialéctico, y no una oposición de términos mutuamente excluyentes (aunque las reformas puedan según las situaciones desbordarse en un proceso revolucionario o al contrario oponérsele), Francis arriesga la predicción según la cual un “partido amplio se definirá como un partido de reformas”. Puede ser. Posiblemente. Pero es una idea muy especulativa y normativa por anticipación. Y no es este ante todo nuestro problema. No tenemos que poner el carro adelante de los caballos e inventar entre nosotros el programa mínimo (de reformas) para un hipotético “partido amplio”. Nosotros tenemos que definir nuestro proyecto y nuestro programa. Es desde allí que podremos, frente a situaciones concretas y a aliados concretos, evaluar los acuerdos posibles, a riesgo de perder (un poco) en claridad si ganamos (mucho) en inserción social, en experiencia y en dinámica. Esto no es nuevo: hemos participado en la formación del PT (para construirlo y no desde la óptica de una táctica entrista) manteniendo nuestras posiciones; nuestros compañeros militan como corriente en Rifondazione; son parte esencial del Bloco de Esquerda en Portugal, etc. Pero todas estas configuraciones son singulares y no podrían reunirse en el cajón de sastre que es la categoría del “partido amplio”.

El dato estructural de la situación abre indiscutiblemente un espacio a la izquierda de las grandes formaciones tradicionales (social-demócratas, stalinistas, populistas) del movimiento obrero. Las razones son múltiples. La contrarreforma liberal, la privatización del espacio público, el desmantelamiento “del Estado social”, la sociedad de mercado, han serruchado (con su propia convergencia activa) la rama en la cual descansaba la socialdemocracia (así como la gestión populista en algunos países latinoamericanos). Los Partidos Comunistas por otro lado sufrieron la repercusión de la implosión soviética, al mismo tiempo que la erosión de sus bases sociales obreras conquistadas en los años treinta o en la Liberación, sin que las nuevas inserciones tomen verdaderamente la posta.

Existe pues ciertamente lo que a menudo se llama “un espacio” de radicalidad que se expresa de maneras diversas por la emergencia de nuevos movimientos sociales y de expresiones electorales (Linkspartei en Alemania, Rifondazione en Italia, Respect en Gran Bretaña, SSP en Escocia, Bloco de Esquerda en Portugal, la coalición rojo-verde en Dinamarca, la extrema izquierda en Francia o en Grecia…). Es lo que funda la actualidad de las recomposiciones y de los reagrupamientos.

Pero este “espacio” no es un espacio homogéneo y vacío (newtoniano) que bastaría con ocupar. Es un campo de fuerzas eminentemente inestable, como lo atestigua espectacularmente la conversión en menos de tres años de Rifondazione, pasando del movimientismo lírico, en el momento de Génova y Florencia22, a la coalición gubernamental de Romano Prodi. Esta inestabilidad proviene de que las movilizaciones sociales sufren más derrotas que victorias, y de que su vínculo con la transformación del paisaje de la representación política sigue siendo muy laxo. En ausencia de victorias sociales significativas, la esperanza del “mal menor” (“¡todo salvo Berlusconi – o Sarkozy, o Le Pen!”), a falta de cambio real, se traslada al terreno electoral, donde el peso de las lógicas institucionales sigue siendo determinante (en Francia, el caso del presidencialismo plebiscitario y un sistema electoral particularmente antidemocrático). Es porque la simetría del justo medio (de moda ya bajo Felipe el Hermoso: ¡cuidado con la derecha, cuidado con la izquierda!) entre un peligro oportunista y un peligro conservador es un engaño: el uno no pesa lo mismo que el otro. Si hay que saber tomar decisiones arriesgadas (el ejemplo más extremo: la decisión insurreccional de Octubre), el riesgo, para no convertirse en pura y simple aventura, debe ser medido y sus probabilidades evaluadas. Estamos embarcados, es necesario apostar, decía un gran dialéctico. Pero los turfistas saben que una apuesta de 2 a 1 es un juego de poca monta, y que una apuesta de 1.000 a 1, si puede rendir grandes beneficios, es un golpe desesperado. El margen está entre los dos. La audacia también tiene sus razones.

La evolución de derecha a izquierda de corrientes como las expresadas por Rifondazione o el Linkspartei siguen siendo frágil (incluso reversible), en virtud misma de los efectos limitados de las luchas sociales sobre el campo de la representación política. Depende en parte de la presencia y el peso en su seno de organizaciones o tendencias revolucionarias. Más allá de puntos muy generales en común, las situaciones son pues muy diferentes según la historia específica del movimiento obrero (según, entre otras cosas, si la socialdemocracia es allí totalmente hegemónica o si subsisten partidos comunistas importantes) y las relaciones de fuerzas en el seno de la izquierda: no se altera aparatos, determinados no solo por la ideología sino también por las lógicas sociales, soplando en la oreja de los dirigentes, sino modificando las relaciones de fuerzas reales.

La perspectiva de una “nueva fuerza” sigue siendo una fórmula algebraica de actualidad (lo era para nosotros antes de 1989-1991, y lo es tanto más después). Su traducción práctica no se deduce mecánicamente de fórmulas también vagas y genérales como el Partido amplio o los reagrupamientos. Estamos tan solo en el comienzo de un proceso de recomposición. Es importante manejarnos con una brújula programática y una mirada estratégica. Esta es una de las condiciones que nos permitirá encontrar las mediaciones organizativas necesarias, tomar riesgos calculados, sin lanzarnos de cabeza en la aventura impaciente y sin disolvernos en la primera combinación efímera que se nos cruce.

Las fórmulas organizativas son en efecto muy variables, según se trate de un nuevo partido de masas (como el PT en Brasil en los años ochenta, aunque es una hipótesis poco plausible en Europa), de rupturas minoritarias provenientes de una socialdemocracia hegemónica, o incluso de partidos que en otra época probablemente habríamos calificado de centristas (Rifondazione a principios de los años 2000) o de un frente de corrientes revolucionarias (como en Portugal).

Esta última hipótesis sigue siendo por su parte la más probable en países como Francia donde las organizaciones (PC, extrema izquierda) tienen una larga tradición y donde, salvo en el caso de un potente movimiento social (¡y aun así!), se erra al imaginar su pura y simple fusión a corto o medio plazo. Pero, en todos los casos, la referencia a un bagaje programático común, lejos de ser un obstáculo identitario a recomposiciones futuras, es al contrario su condición. Permite jerarquizar las cuestiones estratégicas y las cuestiones tácticas (en lugar de desgarrarse por tal o cual proceso electoral), distinguir el piso político sobre la cual se agrupa una organización de las cuestiones teóricas abiertas, sopesar los compromisos que nos hacen avanzar y los que tiran para atrás, modular las formas de existencia organizativa (tendencia en un partido común, integrante de un frente, etc.) según los aliados y su dinámica fluctuante (de derecha a izquierda o de izquierda a derecha).

Señalemos solamente para el registro que cuestiones candentes en relación a esta discusión no son abordadas, pero deberán serlo en reuniones ulteriores. Hemos previsto que el próximo encuentro anual de Proyecto K (en 2007) debería tratar, más allá del debate sobre “clases, plebes, multitudes”, sobre las fuerzas sociales del cambio revolucionario, de sus formas de organización, de sus convergencias estratégicas.

Esta cuestión tiene también una relación, más allá de la fórmula general del frente único, con la cuestión de las alianzas, por ende con la evaluación de la sociología y las transformaciones de los partidos tradicionalmente calificados de “obreros”, así como con el análisis de las corrientes nacidas, en América Latina por ejemplo, de las formaciones populistas.

Traducido del francés por Martín Mosquera y Tomás Callegari para www.democraciasocialista.org
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. Proyecto K fue una red conformada en 2002 que articulaba publicaciones europeas dedicadas al marxismo crítico, tales como Actuel Marx, ContreTemps y Crítica Comunista (Francia), Viento Sur (España), Erre (Italia), Historical Materialism e Internacional Socialism Journal (Reino Unido). [NdTT.
  2. Europa Solidaria Sin Fronteras, www.europe-solidaire.org. [NdTT
  3. Es lo que señalaba, inmediatamente después de la victoria del No al referéndum constitucional francés, el artículo de Stathis Kouvélakis sobre “el retorno de la cuestión política”. Ver ContreTemps n° 14, septiembre de 2005.
  4. Alex Callinicos, An anti-capitalist Manifesto, Polity Press, Cambridge, 2003.
  5. No avanzaré sobre este aspecto de la cuestión. Se trata de una simple observación (ver a propósito las tesis propuestas en el debate organizado por Das Argument).
  6. En la reunión de trabajo de Proyecto K.
  7. Quién, en su artículo de Critique communiste n° 179 parece asignarnos una “visión etapista del cambio social” y “una temporalidad de la acción política centrada exclusivamente en la preparación de la revolución como instante decisivo” (a la cual opone “un tiempo histórico altermundista y zapatista” ??!!). En cuanto a John Holloway, ver la crítica detallada de su planteo en Cambiar el Mundo (Daniel Bensaïd, Madrid, Los libros de la catarata, 2004), en Planète altermondialiste [collectif, Textuel, 2006], y en los artículos de ContreTemps.
  8. Ver el breve libro de Perry Anderson sobre Las antinomias de Gramsci.
  9. Ver a propósito el libro de Giacomo Marramao, Il politico e le transformazioni, así como el folleto Stratégies et partis (La Breche).
  10. Ver también el Diario de Revolución cubana de Carlos Franqui.
  11. “La estrategia de la victoria”, entrevista de Martha Harnecker. Interrogado sobre la fecha del llamamiento a la insurrección, Ortega responde: “porque se presentaba toda una serie de condiciones objetivas cada vez más favorables: la crisis económica, la devaluación monetaria, la crisis política. Y porque después de los acontecimientos de septiembre comprendimos que era necesario conjugar al mismo tiempo y en un mismo espacio estratégico el levantamiento de las masas a nivel nacional, la ofensiva de las fuerzas militares del frente y la huelga nacional en la cual estaba involucrada, o la aprobaba de hecho, la patronal. Si no hubiéramos conjugado estos tres factores estratégicos en un mismo tiempo y un mismo espacio estratégico, la victoria no habría sido posible. Se había llamado muchas veces a la huelga nacional, pero sin conjugarlo con la ofensiva de masas. Las masas ya se habían levantado, pero sin que esto sea conjugado con la huelga y cuando la capacidad militar de la vanguardia era demasiado débil. Y la vanguardia ya le había asestado golpes al enemigo pero sin que los dos otros factores estén presentes”.
  12. Ver Dissidences, “Révolution, lutte armée et terrorisme”, volumen 1, L’Harmattan, Paris, 2006.
  13. Este es particularmente el tema de los textos recientes de Balibar.
  14. El debate sobre la no violencia en la revista teórica (<em>Alternativa</em>) de Rifondazione Comunista no está ciertamente desvinculado de su curso político actual.
  15. Mandel particularmente, en sus polémicas contra las tesis eurocomunistas. Ver su libro en la pequeña colección Maspero y sobre todo su entrevista en Critique communiste.
  16. La experiencia del presupuesto participativo a la escala del Estado de Rio Grande do Sul ofrece muchos ejemplos concretos a este respecto: de atribución de créditos, de jerarquía de prioridades, de distribución territorial de equipamientos colectivos, etc.
  17. Aunque esta noción de frente único, o con más razón la de frente único antiimperialista, puesto al día por ciertos revolucionarios en América Latina, amerita ser rediscutida a la luz de la evolución de las formaciones sociales, del rol y la composición de los partidos políticos, etc.
  18. Lo que estaba en juego aquí, al aparte de la orientación en Brasil, era una concepción de la Internacional y de su relación con las secciones nacionales. Pero esa es una cuestión que desborda el marco de este texto.
  19. Ver Alessandro Galante Garrone, Philippe Buonarotti et les révolutionnaires du XIXe siècle, Paris, Champ Libre.
  20. Ver Carl Schmitt, <em>La Dictature</em>, PUF.
  21. Sobre el fetichismo, ver Jean-Marie Vincent, Antoine Artous…
  22. Ver el libro de Fausto Bertinotti (¡en 2001!): Ces idées qui ne meurent jamais (Paris, Le temps des cerises), y la presentación critica de sus tesis (aparecidas en el momento del Foro Social Europeo de Florencia) en Cambiar el Mundo (Daniel Bensaïd, Madrid, Los libros de la catarata, 2004).
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