El topo esta miope, eso ya se sabe. ¿Por pasar constantemente de la oscuridad a la luz deslumbrante de día? ¿O para protegerse de este deslumbramiento? ¿ Puede olvidar el instante del surgimiento, y losesfuerzos necesarios para llegar allí? El montículo de retoños de donde emerge lo demuestra: no hay abertura liberadora sin obstinación testaruda.
Marx ha cometido la imprudencia de anunciar la decadencia de la filosofía en el cumplimiento de su devenir estratégico: ya no se trataba solamente de interpretar el mundo, sino de cambiarlo. Alain Badiou propone, al contrario, rehacer hoy el gesto filosófico por excelencia, un “gesto platónico”, que se opone a las tiranías de la opinión y a los renunciamientos de la antifilosofía. Intenta rehabilitar así a la filosofía de las degradaciones ante los “pensamientos fascinantes” que la subyugaron: “El pensamiento científico dio lugar al conjunto de los positivismos, el pensamiento político engendró la figura de una filosofía de Estado, finalmente el arte desarrollo una función de atracción singular desde el siglo XX. Fascinada, captada, o incluso sometida por el arte, la política o las ciencias, la filosofía ha venido a declararse inferior sus propias disposiciones”1.
Bajo efecto del “acontecimiento galileano”, la filosofía habría caído a la edad clásica en la dominación de su condición científica. Bajo el choque de la Revolución francesa, se habría plegado a la condición de lo político. Con Nietzsche y Heidegger por fin, se habría borrado ante el poema. De donde la tesis de una filosofía “cautiva de una red de suturas en sus condiciones, especialmente en sus condiciones científicas y políticas”, tristemente resignada a la idea que su “forma sistemática” sea en adelante imposible. El mayor efecto de esta sumisión sería la renuncia pura y simple al “deseo de una figura de eternida” no religiosa, “interior al propio tiempo”, “cuyo nombre es la verdad”. Perdiendo de vista así su objetivo constitutivo, la filosofía se habría exiliado de sí misma. Sin saber si posee un lugar propio, se reduciría a su propia historia.
Volviéndose “el museo en si misma”, “combina la deconstruccion de su pasado con la espera vacía de su futuro”2.
El programa que traza Badiou apunta a liberar a la filosofía de esta triple influencia de la ciencia, de la historia y del poema, sustraerla de los discursos antifilosóficos gemelos de los positivismos dogmáticos y de las especulaciones románticas, a terminar con la complicidad con “las religiones de toda índole”. Ya que, “ateos, no tenemos los medios del ser mientras el tema de la finitud organice nuestro pensamiento”. No podríamos llegar a eso más que reanudando “la eternidad sólida y laica de las ciencias”: sólo la devolución del infinito a su “banalidad neutra” de “simple numero” podría arrancarnos de la “asquerosa capa de sacralización” y volver a lanzar una “desacralización radical”.
Sobre el camino de esta reconquista filosófica el discurso de Alain Badiou se articula en torno de los conceptos de verdad, acontecimiento y sujeto: la verdad estalla en el acontecimiento y se propaga como una llama en el soplo de un esfuerzo subjetivo siempre inacabado. Porque la verdad no es asunto de teoría, sino una “cuestión práctica” ante todo; no es la adecuación de un saber a su objeto, sino algo que llega, un punto de exceso, una excepción événementielle, [acontencimental: neologismo, relativo al acontencimiento, NdT] “un proceso de donde emerge algo nuevo”3. Es por eso que “cada verdad es a la vez singular y universal”.
Esta verdad en acto se opone al principio mundano del interés. En una primera fase, el pensamiento de Badiou permanecía subordinado al movimiento de la historia. Bajo el golpe de los desastres históricos, se volvió más fragmentario y más discontinuo, como si la historia ya constituyera su trama esencial, sino su condición ocasional. Ya no es entonces un avance subterráneo que se manifiesta en la irrupción del acontecimiento. Se convierte más bien una consecuencia post-acontencimental. “Enteramente subjetiva”, asunto de “pura convicción”, sale en lo sucesivo de la declaración sin antecedentes ni consecuencia4. Cerca de la revelación, siguiendo sin embargo un proceso, uno contenido en el principio absoluto del acontecimiento del cual es la fiel continuación.
Esta es la razón por la que, contrariamente a Kant para quien la verdad y el alcance universal de la Revolución francesa se encuentran en la mirada entusiasta y desinteresada de sus espectadores, la verdad del acontecimiento es, según Badiou, la de sus actores: Hay que buscarla, o escucharla resonar, no en el comentario distanciado da Furet y de los historiadores termidorianos, sino en la palabra viva de Robespierre o Saint-Just; no en los juicios sin riesgo de Hélène Carrére de Encausse o Stéphane Courtois, sino en las decisiones trágicas de Lenin (y de Trotsky).
Esta idea de la verdad excede lo que puede ser probado o demostrado. Pone otras condiciones que la simple coherencia de los discursos, que la correspondencia de las palabras a las cosas, o que tranquilizadora comprobación de las lógicas ordinarias. En este sentido, se trata de un concepto plenamente materialista: no hay para Badiou verdad, transcendental, sino solamente verdades de situación y de relación, de las situaciones y de las relaciones de verdad, orientadas hacia una eternidad atemporal.
Esta verdad no puede deducirse de ninguna premisa. Es axiomática y fundadora. Toda verdadera novedad ocurre así “en la oscuridad y la confusión”. Es a la filosofía a la que vuelve a reconocer y a declarar su existencia. Lo mismo, el acontecimiento solo puede ser calificado como tal retrospectivamente, por una “intervención interprétate”. La petrificación – la substancialización – burocrática, estatal, académica, de estas verdades acontecimentales y procesales equivaldrían a su denegación. Toma la forma del desastre recurrente que tiene como nombre propio Termidor.
La distinción entre verdad y saber es crucial a los ojos de Badiou5. En efecto existen verdades. Cada una surgida como “una singularidad inmediatamente universalizable”, característica del acontecimiento por el cual sucede. Esta lógica de universalización es decisiva. Porque, cuando renunciamos al universal, es siempre para correr el riesgo del “universal horror”6. Así, los particularismos vindicativos y subalternos quedan impotentes delante de la universalidad falsa y despótica del capital, a la cual otra universalidad debe oponerse. La filosofía aparece entonces como una “apuesta de alcance universal” que se choca, a cada paso, a “un mundo especializado y fragmentario”, bajo las formas catastróficas de las pasiones religiosas, comunitarias o nacionales; o a las afirmaciones según las cuales sólo una mujer podría comprender a una mujer, un homosexual a un homosexual, un judío a un judío, y así sucesivamente.
Si bien todo universal tiende en primer lugar a una singularidad, y si toda singularidad se origina en un acontecimiento, “la universalidad es un resultado excepcional que tiene su origen en un punto, la consecuencia de una decisión, una manera de ser más que de saber”7.
La posibilidad de filosofía gira en torno a una categoría de verdad que no podría confundirse ni con el sentido común ni con el conocimiento científico. Ciencia, política, estética tienen cada una su verdad. Sería tentador concluir que filosofía detenta la Verdad de estas verdades. Badiou niega a esto: “aquí no se trata, entre la Verdad y las verdades, de una relación de hundimiento, de subsunsion, de fundamento o de garantía. Se trata de capturar de la filosofía una pizca de verdad”.
Un pensamiento extractivo cuyo “esencial sustractivo”, hace vacio. Lo que importa en la rosca de pan, dice el poeta Ossip Mandelstan, es el agüero, porque es lo que permanece. Así mismo Badiou nos ordena suponer que la categoría central de filosofía está vacía y que debe permanecer así para recibir al acontecimiento.
¿La verdad sería pues asunto de escucha, más que de decir? ¿De escucha o eco de lo que resuena en un lugar vacío? Esta escucha permitiría resistir a los discursos filosóficos de la posmodernidad, forma contemporánea de la antifilosofía. En su pretensión “curar de la verdad” o a “comprometer la idea misma de verdad” en la desgracia general de los grandes relatos, estos discursos se refutan a sí mismos abandonándose en la confusa batalla de las opiniones. En este asunto se continúa el cuerpo a cuerpo del filósofo y del sofista, “ya que lo que el sofista, antiguo o moderno, pretende imponer, que no existe la verdad, que el concepto de verdad es mutilado o dudoso, porque solo existen convenciones”. Este desafío sarcástico pone a la verdad a la prueba de las opiniones le tiende al filósofo la trampa que consiste en proclamar un único lugar de Verdad, cuando se trata solamente de responder, “por la operación de la categoría vacía de la Verdad, que existen verdades”. La réplica (positivista, estatal y poética) que pretendería colmar este vacío sería en efecto “excesiva, tensa en extremo, desastrosa”.
Que el lugar de captura de las verdades deba quedar vacío significa particularmente que el combate del filósofo con el sofista no podría finalizar. Es, en suma, el combate del filósofo con su sombra, con su otro, que es también su doble. La ética de filosofía consiste en mantener abierta su controversia. La aniquilación pura y simple del uno o del otro, decretando, por ejemplo, que “el sofista no debe ser”, sería propiamente siniestra. Ya que “la dialéctica incluye el decir del sofista y la tentación autoritaria de hacerlo callar expone el pensamiento al desastre”8.
Este desastre no es una hipótesis. Es, desgraciadamente, una experiencia consumada. Instalando el pensamiento en esta relación contradictoria entre el filósofo y el sofista, entre la verdad y la opinión, Badiou parece querer plantear y plantearse la cuestión de la democracia a la que no deja sin embargo de clausurar. Un nuevo peligro se anuncia en efecto: el de la filosofía acechada por la sacralización del milagro acontencimiental.
Consecutivo a “lo que llega”, la verdad, “de pura convicción”, “enteramente subjetiva”, es “pura fidelidad a la apertura del acontecimiento”. Fuera del acontecimiento, ya no hay más que asuntos corrientes y el juego ordinario de las opiniones. El acontecimiento, es la resurrección del Cristo, la toma de la Bastilla, la insurrección de Octubre, o también, el outing de los san-papiers que se salen de su condición de víctimas clandestinas para convertirse en actores; el de los desocupados que salen del rango de la estadística para volverse sujetos de su resistencia; el de los enfermos que no se resignan a ser de simples pacientes sino se proponen pensar y actuar su propia enfermedad.
Así mismo Pascal renunció a la argumentación demostrativa de la existencia de Dios en favor de la experiencia acontecimental de la fe. La gracia de Pascal o el azar de Mallarmé se presentan así como la interpelación de una “vocación militante”, como la forma emblemática del puro acontecimiento productor de verdad.
La relación de este acontecimiento con la ontología de lo múltiple constituye para Badiou el problema central de la filosofía contemporánea: ¿Qué es pues un acontecimiento? Azaroso por naturaleza, no podría ser predecido fuera de una situación singular, ni deducido de esta situación, sin una operación imprevisible de azar. El golpe de dados mallarmeáno ilustra así el “pensamiento puro del acontecimiento”, sin relación con la pesada determinación de las estructuras. Este acontecimiento se caracteriza por la impredecibilidad de lo que habría podido o no. Es lo que le confiere un aura de “gracia laicizada”9. El no se sobrevive, luego, más que por la nominación soberana de su existencia y por la fidelidad a la verdad que sale a la luz. Así el incontable cero del “aniversario cero” de la Revolución francesa testimonia solamente, según Péguy, lo que puede hacerse en su nombre en el imperioso deber de continuarlo.
El acontecimiento auténtico pone en jaque así al cálculo instrumental. Este es del orden del encuentro amoroso (el relámpago), político (la revolución), o científico (el eureka). Su nombre propio suspende la rutina de la situación, en la medida en que consiste precisamente en “forzar el azar cuando el momento está maduro para la intervención”10. Esta madurez propicia del momento oportuno remite inopinadamente la historicidad que lo determina y lo condiciona. Parece contradecir por inadvertencia la afirmación, muchas veces recordada, según la cual sería puramente irruptivo y no podría deducirse de la situación.
¿En qué consiste esta madurez de las circunstancias? ¿Cómo medirlas? Badiou no responde a este problema. Por no aventurarse en los pliegues y los espesores de la historia real, en las determinaciones históricas y sociales del acontecimiento, oscila en una política imaginaria, en levitación, reducida a una sucesión de acontecimientos incondicionales y de “secuencias” sobre las que no se sabe por qué ni cómo se agotan y se acaban. La historia y el acontecimiento se vuelven entonces milagrosos, en el sentido en que Spinoza dice que un milagro es “un acontecimiento cuya causa no se puede asignar”. Y la política coquetea con una teología o con una estética del acontecimiento.
La revelación religiosa, escribe Slavoj Zizek, constituye “su paradigma inconfesado”11.
Sin embargo, la toma de la Bastilla se concibe sólo en las condiciones de crisis del Antiguo Régimen; la confrontación de junio de 1848, en el contexto de la urbanización y la industrialización; la insurrección de la Comuna, en el trajín de las nacionalidades europeas y el hundimiento del Segundo Imperio; la revolución de Octubre, en las particularidades del “desarrollo capitalista en Rusia” y en el desenlace convulsivo de la Gran Guerra.
Tercer término del discurso de Badiou, la cuestión del sujeto refuerza las sospechas: después del “proceso sin sujeto” según Althusser, el sujeto sin historia. A menos que se trate de una nueva versión de la misma persistencia en el historicismo.
“El sujeto es raro”, dice Badiou. Raro como la verdad y como el acontecimiento, Intermitente como la política, que es siempre, según Rancière, “un accidente provisorio de las formas de la dominación”, siempre “precaria”, siempre “puntual”. Su manifestación que admite sólo “sujeto en eclipses”. Este sujeto que se desvanece sinembargo es aquel por que la verdad se vuelve efectiva; lucho, pues soy; soy, porque lucho. La verdad es así definida como un proceso de subjetivización. No es la clase obrera la que lucha. Categoría del discurso sociológico, sería un elemento subordinado y funcional de la estructura (de la infernal reproducción del capital). Lo que lucha, es el proletariado, el modo subjetivizado de la clase que se autodetermina y se declara en el conflicto.
Lo mismo, para Pascal, el mundo necesariamente no lleva a Dios, sin la decisión rigurosamente aleatoria del apostante que lo hace existir12. Lo mismo, para Lukács, el sujeto político no es la clase, prisionera del círculo vicioso del reificación, sino el partido que subvierte la estructura y rompe el círculo. El partido sostiene al proletariado como sujeto que tiende a disolver las relaciones de clase de las que esta cautivo. La clase sólo se vuelve sujeto a través de su partido.
¡Hay que apostar! Badiou hace suya la inyucción pascaliana: hace falta también “apostar la política comunista” ya que “jamás la deduciría del capital”. En su incierta relación al lugar vacío de la verdad como al Dios escondido de Pascal, la apuesta es la figura filosófica de todo compromiso, a contra corriente de la certeza dogmática del saber positivo y del escepticismo cínico, mundano y senil. Releva un pensamiento que irrita a las certezas dogmáticas de la ciencia positiva así también como a las inconstancias de la opinión: “La apuesta de Pascal no podría involucrar ni al escéptico, al que le bastan los valores limitados del mundo, ni al dogmático, quien cree que él ha encontrado en el mundo los valores auténticos y suficientes, ya que sus posiciones excluyen forzosamente la apuesta. Es por eso que se puede, en la medida en que son seres poseedores de certezas o de verdad que le bastan para vivir, asimilarles ambas”13.
El que entrevee la verdad en el tirar de dados no es necesariamente un creyente que busca en Dios el fundamento de su inquebrantable confianza. Sólo puede apostar, al contrario, aquel cuyo Dios está ausente, dejando abierto el vació de donde puede surgir la representación dialéctica, y de ninguna manera de la tragedia moderna.
Esta apuesta no tiene mucho que ver con la duda. Es el signo de una confianza en una certeza práctica, contrariada por cierto, paradójica, siempre bajo la amenaza de una posibilidad contraria. Apostar, es comprometerse. Es jugar el todo sobre la parte. Es “jugarse a la afirmación siempre indemostrable de una relación posible entre lo dado sensible y el sentido, entre Dios y la realidad empírica detrás de la cual se esconde, una relación que no se puede demostrar y sobre la cual hay que comprometer toda la existencia entera”. Así pues, el trabajo por lo incierto “no podría ser jamás certeza absoluta, sino acción, y por esto necesariamente apuesta”. En este sentido, Lucien Goldmann constataba que el marxismo “continua la herencia pascaliana”.
En Badiou, las intermitencias del acontecimiento y del sujeto hacen sin embargo problemática la misma idea de la política. Ella se define según él por la fidelidad al acontecimiento en el cual las víctimas se pronuncian. Su preocupación de desprender a la política del Estado para su mejor subjetivización, por “librarla de la historia para devolverla al acontecimiento”, se inscribe en la búsqueda titubeante de una política autónoma del oprimido. Contrariamente, la sumisión a un “sentido de la historia” de memoria siniestra incorpora la política al proceso de tecnicización general y la reduce “la gestión de los asuntos del Estado”. Hace falta “tener la audacia de plantear que, desde el punto de vista de la política, la historia como sentido no existe, sino solamente la ocurrencia periódica de los a priori del azar”. Este divorcio entre el acontecimiento y la historia (el acontecimiento y sus condiciones históricamente determinadas) tiende sin embargo a volver la política si no impensable, al menos impracticable14.
El trayecto filosófico de Badiou aparece en efecto como una larga marcha hacia una “política sin partido” que sería el resultado de un subjetivización a la vez necesaria e imposible. ¿Una política sin partido no es, en efecto, una política sin política?
Le correspondería a Rousseau haber fundado el concepto moderno de la política, en tanto que comienza no con la disposición de la estructura, sino con el acontecimiento del contrato: el sujeto es ante todo su propio legislador. No hay, desde entonces, verdad más activa que la de la política que ocurre como pura instancia de libre decisión, cuando se descompone el orden de las cosas y que, refutando su necesidad aparente, nos aventuramos a descubrir un campo de posibles insospechados.
La política aparece entonces verdaderamente a partir de su separación del Estado y de la “brutal toma de distancia del Estado”, que es el contrario mismo y la negación del acontecimiento, la forma petrificada de la antipolítica. Ya no existiría lo estatal contra el Estado, ni lo económico contra la economía. Bajo la influencia de la economía y del Estado, quedan sólo protestas dominadas, resistencias cautivas, reacciones subordinadas a los fetiches tutelares que pretenden desafiar. No podría entonces haber allí más que política subalterna, según la terminología de Gramsci. Para Badiou, la separación de la política y del Estado está pues en el fundamento mismo de la política. Precisemos en cuanto a nosotros: de una política del oprimido, que es la única forma imaginable bajo la cual la política pueda sobrevivir a su desaparición totalitaria o mercantil.
Elaborado sistemáticamente al filo de los años 1980 y 1990, este discurso filosófico toma su sentido en el contexto de la contrarreforma y de la restauración liberal15. Se opone al determinismo de mercado, al consenso comunicacional, a la retórica de la equidad, al despotismo de la opinión, a la resignación posmoderna, a la vulgata antitotalitaria. Tiende a conjugar un imperativo de resistencia y un arte del acontecimiento.
A semejanza de la fidelidad amorosa en el primer encuentro, el compromiso militante relevaría entonces una fidelidad política al acontecimiento inicial, fidelidad que se prueba en la resistencia al ambiente de la época: “Lo que más admiro en Pascal, es el esfuerzo, en circunstancias difíciles, por ir contracorriente, no en el sentido reactivo de turno, sino para inventar las formas modernas de una antigua convicción, más que de seguir el tren del mundo, y de adoptar el escepticismo portátil que todas las épocas de transición resucitan para uso de las almas demasiado débiles para valorar que ninguna velocidad histórica es compatible con tranquila voluntad de cambiar el mundo y de universalizar la forma”16. Indispensable Pascal, en efecto, para enfrentar los tiempos de dimisión y adhesión. De esta contracorriente pascaliana hace exactamente eco en Walter Benjamin el deber “de cepillar la historia a contra-pelo” ambos reivindican una dialéctica de la fidelidad, susceptible de salvar la convicción de la debacle de las ilusiones, y de la tradición del conformismo que siempre la amenaza.
Si el futuro de una verdad “se decide por los que continúan” y se atienen en esta decisión fiel de continuar, el militante requerido por la idea “rara”, incluso excepcional, de la política parece frecuentado por el ideal paulino de santidad, siempre siendo amenazado con transformarse en sacerdocio burocrático de Iglesia, de Estado o de Partido. La incompatibilidad absoluta entre la verdad y la opinión, entre el filósofo y el sofista, entre el acontecimiento y la historia conduce un impasse práctico. La negativa de obrar en la contradicción y en la tensión equívoca que los vinculan acaba en efecto en un voluntarismo puro, que es la forma a veces efectivamente izquierdista de la política, a veces la de su evitación filosófica. En ambos casos, la combinación del elitismo teórico y del moralismo práctico significa una retirada altiva del espacio público, laminado entre la verdad acontecimental del filósofo y la resistencia subalterna de las masas a la miseria del mundo. Existe sobre este punto un aire de familia entre la radicalidad filosófica de Badiou y la radicalidad sociológica de Bourdieu. Atormentados por el “corte epistemológico” que separaría para siempre al sabio del sofista, a la ciencia de la ideología, ambos pronuncian un discurso de mando. Entonces la política que actúa para cambiar el mundo precisamente se inscribe en la herida del corte, sobre el lugar y el instante en que el pueblo se pronuncia.
Separado de sus condiciones históricas, puro diamante de verdad, el acontecimiento, como el encuentro absolutamente aleatorio del último Althusser, se emparenta al milagro. Y la política sin política, a una teología negativa. La preocupación de su pureza reduce en efecto la política a una gran negación y le prohíbe producir efectos duraderos. Su rareza ya no permite pensar en su expansión como la forma por fin encontrada de la desaparición del Estado. Slavoj Žižek y Eustache Kouvélakis dedujeron como las antinomias del orden y el acontecimiento, de la policía y la política conducen a la imposibilidad de una politización radical y se alejan del “pasaje en acto” leninista17. A diferencia “de la irresponsabilidad liberal de izquierda”, la política revolucionaria “asume plenamente las consecuencias de su elección”.
Llevado por su impulso, Zizek llega hasta reivindicar estas consecuencias, “por desagradables que sean”. A la luz de la historia del siglo, no se puede sin embargo asumirlas sin precisar hasta dónde siguen siendo necesarias y hasta qué punto entran en contradicción con el acto inicial del cual se pretenden la consecuencia lógica. Es toda la cuestión de la relación entre la revolución y la contrarrevolución, entre Octubre y el Termidor stalinista lo que debe plantearse de nuevo.
Desde el 1977, el pensamiento de Badiou se desarrolló en el alejamiento progresivo, pero sin ruptura explícita, del maoísmo de los años ‘60. En una situación dominada por las políticas liberales gemelas de centro izquierda y centro derecha, donde las veleidades de resistencia pueden tomar las formas beatas del nacionalismo reaccionario o el fundamentalismo religioso, su política del acontecimiento se opone frontalmente a los fenómenos complementarios de la mundialización imperial y de los pánicos identitarios. Proclama orgullosamente que el consenso no es su punto fuerte. Se esfuerza, a contracorriente, por salvar el acontecimiento maoísta y el nombre propio de Mao de la influencia petrificante de la historia. Y afirma valientemente no haber jamás dejado de ser militante, de mayo del 68 a la guerra de la OTAN en los Balcanes.
En esta larga marcha, mayo del 68 equivale a la caída sobre el camino de Damasco. Se revela allí que las masas hacen la historia, “incluida la historia del conocimiento”. La fidelidad al acontecimiento significará en lo sucesivo la negativa obstinada de rendirse, en la negativa terca de la reconciliación y del arrepentimiento. Después de la muerte de Mao, el año 1977 data un nuevo giro, marcado en Francia por el empuje electoral de la Unión de la izquierda y por la aparición, en el campo intelectual, de “la nueva filosofía”.
En Inglaterra y en los Estados Unidos, Thacher y Regan se aprestan a tomar el poder.
La reacción liberal es anunciada. El “desastre oscuro” está en marcha.
Badiou se ensaña entonces en “pensar la política” como resistencia al “giro lingüístico”, a la filosofía analítica, a la hermenéutica relativista. Contra los juegos de palabras, contra la apología del “pensamiento débil”, contra la capitulación de la razón universal ante del centelleo de las diferencias, contra todas máscaras del sofista triunfante, intenta sostenerse sobre la verdad. Opone “el gesto platónico”, que hace sistema, a la filosofía en migajas y a las migajas filosóficas, donde la verdad ya no tiene lugar, donde la cultura en caldo reemplaza al arte, donde la tecnología suplanta a la ciencia, donde la gestión triunfa sobre la política y la sexualidad sobre el amor. Estas derivas conducirían en efecto tarde o temprano a una policía del pensamiento y a la capitulación que prefiguraban, desde de los años ‘70, los pequeños amos del deseo.
Para Badiou como para Sartre, el hombre no es verdaderamente humano, más que de una humanidad efímera, en el acontecimiento de su revuelta. De dónde la dificultad no superada de sostener juntos el acontecimiento y la historia, el acto y el proceso, el momento y la duración. La política de las situaciones singulares e históricamente indeterminadas, se emparenta entonces, por una nueva astucia irónica de la razón, con desmenuzamiento posmoderno que pretende combatir. “Lo que llamo política, es algo que no puede ser discernido más que en breves secuencias, a menudo rápidamente cerradas, disueltas en la vuelta a los asuntos corrientes”.
El “primer Badiou” estaba tentado de supeditar la filosofía al curso soberano de la historia. En adelante, el acontecimiento interrumpe el desarrollo histórico. Badiou aparece así, remarca Slavoj Zizek, como un pensador de la revelación, “el último gran autor de la tradición francesa de los católicos dogmáticos”. Parece sin embargo peligroso pretender fundar una política sobre el imperativo puro de fidelidad, recusando todo proyecto inscrito en la duración de una perspectiva histórica.
“¡Dios nos libre de los programas sociopolíticos!” grita Badiou, en un movimiento de negación horrorizado de la tentación o del pecado18. Máxima pura de igualdad, la política sin partidos ni programas no tendría ningún fin a alcanzar. Tendría su entereza en el presente de su proclamación: “La sola cuestión política es: ¿Qué podemos hacer en nombre de este principio [de igualdad] en nuestra fidelidad militante a esta proclamación?”. Esta política sería sinónimo no de programa, sino de “prescripciones” ilustradas por mandamientos incondicionales, tales como “cada individuo cuenta por uno”; “los enfermos deben recibir los mejores cuidados sin condiciones de ninguna clase”, “un niño iguala a un alumno”; “los que están aquí son de aquí”. Bajo la forma dogmática de mandamientos religiosos, estas máximas abastecen de principios de orientación contra los acomodamientos sin principios de la Realpolitik y contra las consideraciones de pura oportunidad. Pero, rechazar la confrontación con lo real y la prueba prosaica de la práctica, permiten conservar las manos limpias a la manera de la moral kantiana.
Esta política como voluntad pura es recuperada por la realidad de las relaciones de fuerzas, de las cuales no es tan fácil escapar para refugiarse en la pureza de las prescripciones teológicas. Siguiendo una evolución en ciertas consideraciones paralela a la de Pierre Bourdieu, La Distancia política saludaba, en las huelgas del invierno de 1995, una resistencia saludable a la “desestatización” liberal que juega exclusivamente a favor del mercado y del Capital19. Se llegaba incluso hasta afirmar que el Estado garantiza, hasta cierto punto, “el espacio público y el interés general”. ¿El espacio público y el interés general? ¡Caramba! He aquí que huele a un su sofista en su propia nariz.
Este giro brusco no es tan sorprendente. Nunca salió nada bueno de la santa purificación del pecado voluptuoso. Si, como afirma Badiou desde 1996, “la era de las revoluciones está cumplida”, no queda más que atrincherarse en altiva soledad del anacoreta o acomodarse en los asuntos despreciables y corrientes20. ¿Cómo imaginar, en efecto, a un Estado “garante del espacio público y el interés general” sin partidos ni deliberaciones, sin mediaciones ni representaciones? no es asombroso, cuando la Organización política se aventura sobre el terreno de propuestas constitucionales prácticas, descubriendo sólo allí reformas banales, como la supresión de la presidencia de la República (a fin de cuentas muy necesaria), la elección de una Asamblea única, la exigencia de que el Primer ministro sea el líder del principal partido parlamentario, la recomendación de un sistema electoral que garantice la formación de mayorías21. Sea, remarca Peter Hallward con flema, “algo que se parezca mucho a la Constitución inglesa”.
Esta súbita conversión al realismo es el reverso profano de la sed heroica de pureza.
Más bien que un “guerrero bajo las paredes del Estado”, Badiou define al militante como un “centinela del vacío al que instruye el acontecimiento”. A fuerza de explorar este desierto de Tártaros, de donde vendrá el enemigo y lo hará héroe, el centinela termina por adormecerse frente a los espejismos del vacío.
Estas contradicciones y estas aporías reenvían – lo habíamos señalado – a la negación de la historia y las cuentas no ajustadas con stalinismo. Para Badiou, la bancarrota del paradigma marxista leninista se remonta a 1967. ¿Por qué 1967? ¿A causa de giro de la revolución cultural china y del aplastamiento de la comuna de Shangai? ¿Y por qué no antes? Para no tener que entrar más profundamente en el balance histórico del maoísmo y de sus relaciones con el stalinismo. Françoise Proust comprendió bien que se trataba de una tentativa desesperada para salir del maoísmo por “la ausencia de la historia”. El precio de este gran silencio histórico es exorbitante. Llega hasta convertir a la democracia en impensable e impracticable, tan ausente del pensamiento de Badiou como le era del pensamiento de Althusser. El solo imperativo “de la fidelidad a la fidelidad”, subraya Françoise Proust, acaba sólo en un formalismo estéril frente a “un mundo que solo nos ofrece la tentación de ceder”. La fidelidad al acontecimiento revolucionario esta en efecto constantemente bajo la amenaza del Termidor y de los termidorianos de ayer y de siempre. Va para el Termidor en política como para el Termidor en amor, bajo la influencia del desamor. ¡Hay tantas ocasiones de rendirse! ¡Tantas tentaciones de bajar la cabeza y de doblar la columna! Tantos pretextos a resignarse y a reconciliarse, por cansancio, por sabiduría, por buenas y malas razones razonables, para no hacer la política de lo peor, por elección del mal menor (que se revelará como el camino más corto hacia lo peor), para limitar los daños, o simplemente para mostrarse “responsable”. ¿Pero de qué, en que escala del tiempo se mide la responsabilidad de una política?
Por no de haber clarificado su relación con la herencia stalinista y maoísta, Badiou no puede clarificar tampoco su relación con Marx. Se contenta, lo que es lo menor de cosas, de afirmar que el marxismo al singular no existe, aunque su crisis oculta mucho más de lo que un antimarxista jamás podrá imaginar. También se niega a declararse infielmente “posmarxista”. A pesar de la invocación vaga de un marxismo dogmático, justifica, en cierta medida, la acusación de positivismo: “Marx y sus sucesores, en esto tributarios de la sutura dominante, pretendieron elevar siempre la política revolucionaria al rango de ciencia”22. ¿Cuál parte de esta pretensión verdaderamente vuelve a Marx, y cuál a los epígonos y a la ortodoxia codificada en el folleto de Stalin, Materialismo histórico y materialismo dialéctico? ¿De qué ciencia nos hablan unos y otros? ¿Cómo piensa en Marx? ¿Y cómo el “gesto platónico” puede dar cuenta de este pensamiento dialéctico?
Lector generalmente vigilante y penetrante, Badiou da de repente la impresión de no saber más que decir sobre un Marx que se niega a la alternativa simple entre el filósofo y el sofista, entre la ciencia y la no ciencia: “Marx es todo salvo un sofista, lo que no quiere decir, por lo demás, que sea un filósofo”23.
¿“Todo, salvo…”? En Badiou, esta negación reforzada tiene valor de homenaje.
¿Pero “todo” qué? ¿Ni filosofo, ni sofista? Con Marx, este par fundador desde Platón no funciona más. ¿Se puede ser circunstancialmente, un poco, mucho, apasionadamente ser filósofo, es decir mantener una relación accesoria y ocasional con la verdad? ¿Y si Marx no es más que “secundariamente” filósofo, pero de ninguna manera sofista, qué es “principalmente”? ¿Según qué modo de pensamiento y acción desconcertante frustra la alternativa binaria entre el sofista y el filósofo?
En lugar de enfrentarse con estas cuestiones que emanan lógicamente de su propio juicio, Badiou sale de la confusión sacando de su manga el comodín del desdoblamiento. A ejemplo de Marx mismo, a la vez sabio y militante, su obra sería doble: de una parte “una teoría sobre el ideal de la ciencia, de la historia, de la economía y del Estado”, y por otra parte “la fundación de un modo histórico de la política”, el modo “clasita” donde el Manifiesto del partido comunista sería el naipe. Entre los dos, la filosofía ocuparía un “lugar inducido”24
. ¿Nunca lo sabremos?
Habiendo anunciado que ya no se trata solamente de interpretar el mundo, Marx seguiría siendo a pesar de todo, a pesar de él, filósofo por defecto y por intermitencia. Badiou no interroga esta manera, tan singular (por relación a la “sutura positivista dominante”), de hacer ciencia, que Marx se obstina en nombrar “crítica”. Esta se esfuerza en pensar a la altura de su objeto, a altura del capital. Algo nuevo se jugó sin embargo en el modo en el que, sin someterse a las vicisitudes de la política, el pensamiento mantiene con ella una relación de indivisión conflictiva y no cesa de interrogar la práctica.
¿Entonces, Marx? ¿Todo, salvo un sofista? Al pensarlo burlándose de los espejismos de la opinión en nombre de la “ciencia alemana”, sin duda alguna. ¿Todo, incluido un sofista? Burlándose criticando las “excomuniones sabias” de Proudhon y las utopías doctrinarias, ciertamente. Pero, como Witz freudiano, la crítica es burlona e irónica. Opone a la risa amarilla de los sacerdotes su gran estallido insolente de risa roja.
La fidelidad un a acontecimiento sin historia a una política sin contenido tiende a volverse en Badiou en axiomático de la resistencia. La rebelión lógica de Rimbaud, la resistencia lógica de Cavaillés o Lautman son según él compromisos, escapando a todo cálculo, obligados a resolver de manera paradójica la ausencia de relación entre verdad y saber. Porque el axioma es más absoluto que toda definición. Más allá de toda demostración y de toda refutación, engendra soberanamente sus propios objetos como puros efectos.
Surgido de nada, el sujeto soberano es, como la verdad acontecimental, él mismo su propia norma. Él mismo es representado por sí mismo. De donde la negativa inquietante de los informes y de las relaciones de las confrontaciones y de las contradicciones. Badiou escoge siempre la configuración absoluta preferentemente a la relativa: la soberanía absoluta de la verdad y del sujeto, que comienza donde termina el tumulto de la opinión, en una soledad desolada. Peter Hallaward ve justamente en esta filosofía de la política una “lógica absolutista”, que borra lo múltiple, se libra de la prueba democrática y condena el sofista al destierro. Ve también en su noción de soberanía al fantasma de un sujeto sin objeto25. Una retorno a una filosofía de soberanía majestuosa, cuya decisión estaría fundada en una nada que manda el todo.
Nota del traductor:
– El capitulo publicado aquí, forma parte del libro Resistances. Essai de Taupologie générale (Resistencias. Ensayo de topología general), II parte: “Erupciones y cráteres. Políticas del acontecimiento”, Capitulo. Paris, Fayard, 2001. Se mencionan los libros citados cuando los hay en su versión al español, empero los números de pagina citados pertenecen a su edición original.
Traducción: Julio Rovelli. Para el Instituto del Pensamiento Socialista Karl Marx www.ips.org.ar
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Documents joints
- Alain Badiou, Le Monde, 31 de agosto de 1993.
- Ídem, Condiciones, México D.F, Siglo XXI Ed.
- Una “categoría activa” ver a Peter Hallward en su tesis, Generic Sovereignty. The Philosophy of Alain Badiou, Londres, King’s College, 1999. Ver también a Eustache Kouvélakis, “La política en sus límites, o las paradojas de Alain Badiou” en “¿Pensamiento único en filosofía política?”, Revista Actual Marx, Bs. As., Kohen, 2000.
- Alain Badiou, San Pablo, La Fundación del universalismo, Anthropos, Barcelona, 1999.
- Ver ídem, El Ser y el Acontecimiento, Manantial, Bs. As 1999, p. 269… y Condiciones, op. cit., pág. 201.
- Idem, Théorie du Sujet, Paris, Le Seuil, 1982, p. 197.
- Idem, “Huit Thèses sur l’Universel”, en Jessica Sunnic (dir.), Universel, singulier, sujet, Paris, Kimé, 2000.
- Op. cit., Condiciones, pp. 30, 60, 74.
- 9/ San Pablo, op. cit., p. 89.
- Théorie du sujet, op. cit.
- Slavoj Zizek, El Espinoso Sujeto. El centro ausente de la ontología política, Bs. As., Paidos, 1999.
- ¿Se puede pensar la política?, Nueva Visión, Bs. As., 1990.
- Lucien Goldmann, “¿La apuesta es escrita para el libertino?”, en Investigaciones Dialécticas, Caracas, Univ. Central de Venezuela, 1962.
- ¿Se puede pensar la política?, op. cit., p. 18.
- Théorie du sujet, 1982; ¿Se puede pensar la política?, 1985; El ser y el acontecimiento (1988); Condiciones (1992); San Pablo (1997); Abrégé de metapolitique (1998). Se indican los años de su aparición [NdT].
- El ser y el acontecimiento, p. 127 y p. 245.
- Ver los artículos de Slavoj Žižek y Eustache Kouvélakis, en ¿“Pensamiento único en Filosofía política?”, op. cit.
- Respuestas escritas a las preguntas de Peter Hallward.
- La Distance politique (La distancia política) es el Boletín de la Organisation politique (Organización con mayúscula) de la que se reclama Badiou.
- Ver la carta a Peter Hallward del 17 de junio de 1996, en Peter Hallward, Generic Sovereignty, op. cit.
- Ver La distance politique, febrero de 1995.
- Manifiesto por la filosofía, Bs. As., Nueva Visión, 1990, p. 43
- Entrevista publicada en Philoshopie, philosophie, revista del departamento de filosofía de la universidad de Paris-VIII.
- A cerca de esto: “La verdad contenida en el pensamiento del fin de la filosofía en Marx es en realidad la tesis del fin del Estado, es una tesis ideológico-política, la tesis del comunismo. Sostener la idea de un fin de la filosofía no identifica al sofista. Qué identifica a sofista, su posición respecto al vínculo entre el lenguaje y la verdad. Anunciando la realización revolucionaria de la filosofía, su disolución en la praxis real, Marx organiza una sutura entre filosofía y política. En sus efectos ulteriores, esta sutura empeña una suerte de extenuación de la filosofía. Pero no confundiremos esta sutura con la morgue disolvente de los sofistas” (ibíd.).
- Peter Hallward, op. cit., p. 409