¿El imperio, estadio terminal?

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El libro de Michael Hardt y Antonio Negri, Imperio1, ha obtenido una acogida más que calurosa por parte de eminentes intelectuales. Un elogio a veces excesivo, pero justificado en la medida en que se trata de saludar un esfuerzo de síntesis interdisciplinaria en el lado opuesto al pensar en migajas, que aborda la gran “travesía” en el que el mundo se ha embarcado desde un punto de vista materialista postmarxista, alimentado en Spinoza y Maquiavelo, Deleuze y Foucault.

Si es imposible abarcar aquí todas las cuestiones tratadas, la tesis central está, sin embargo, bien resumida por el título de la obra, Imperio. Michael Hardt y Toni Negri registran sin nostalgia las consecuencias del paso de la modernidad a la post-modernidad. Saludan esta “transición capital en la historia contemporánea” como la llegada de una liberación y la oportunidad de una política del mestizaje y del nomadismo, opuesta a las lógicas binarias y territoriales de la modernidad. Registran sin lamentarse el declive de las soberanías estatales y nacionales en beneficio de un Imperio sin límites: mientras que el imperialismo clásico significaba la expansión del Estado-Nación fuera de sus fronteras, no habría ya, en la actual fase imperial, estados naciones ni imperialismo: a este nuevo dispositivo “supranacional, mundial, total, le llamamos Imperio”2. El Imperio no es pues americano – ni por otra parte europeo – sino “simplemente capitalista”.

“Sin exterior”

Se habría formado, al final de la guerra fría, a través de la concentración de un capital transnacional y las operaciones de policía en el Golfo o los Balcanes. Representaría “una nueva forma de poder”, no-lugar pascaliano cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna. Aboliendo la frontera entre una parte interna y otra externa, el Imperio estaría en adelante sin exterior.

Esta situación haría obsoletas las preocupaciones de la “vieja escuela revolucionaria”. Pondría al orden del día una contra-mundialización, animada por un deseo inmanente de liberación. “Ser republicano, hoy” consistiría en “luchar en el interior del Imperio, y en construir contra él en terrenos híbridos y fluctuantes”. En su ambición totalizante, la hipótesis es seductora. Su justificación es, sin embargo, a menudo frágil, empírica y conceptualmente.

El análisis de la realidad actual de la acumulación capitalista permanece evasiva y el mercado mundial, cuando no es relegado a un segundo plano tenebroso, se reduce a una abstracción. ¿Cuál es la relación precisa de la concentración del capital con su localización territorial y sus logísticas estatales (monetarias y militares)? ¿Cuáles son las estrategias geopolíticas actuantes? ¿Cómo opera la tensión entre un derecho supranacional emergente y un orden mundial que reposa aún en una estructura interestatal? ¿Cuál es la relación entre movilidad de capitales y de mercancías, control de los flujos de mano de obra, y nueva división internacional del trabajo? Que las dominaciones imperiales no puedan ya ser pensadas en los términos en que lo fueron a comienzos del siglo por Luxemburgo o Hilferding, que sea útil retomar el debate entre Lenin y Kautsky sobre el ultra-imperialismo, no significa que se pueda prescindir de esos clásicos sin reexaminar lo que ha cambiado. Si el Imperio funciona “sin exterior”, toda la cuestión está en saber cómo el desarrollo desigual y combinado necesario para su metabolismo ha podido ser “interiorizado” bajo forma de un sistema transformado de dominaciones y de dependencias.

La “multitud”

A falta de precisiones, la tesis de Hardt y Negri duda y evoca, en su parte orientada hacia el futuro, una proposición finalmente modesta, cuya osatura está constituida por la renta universal, la libre circulación y el bien común.

Se oscila entre una resistencia sin horizonte de ruptura, y una tentación catastrofista según la cual toda insumisión al orden del capital se convertiría en inmediatamente subversiva: al haber agotado su espacio de expansión el capital, sus contradicciones se harían cada vez más insuperables. Hardt y Negri se defienden de toda profecía del hundimiento evocando la vieja “Zusammenbruch Theorie” (NdR: “teoría del derrumbe”) de la III Internacional. Se preguntan cómo las resistencias y las acciones de la multitud pueden “convertirse en políticas”. Pero “esta tarea de la multitud queda más bien abstracta”. ¿Qué practicas concretas van a animar este proyecto político? “No se puede decir por el momento”. Hardt y Negri mantienen sin embargo que el orden imperial “abre la posibilidad real de su derrocamiento y nuevas potencialidades de revolución”.

La dificultad proviene en gran medida de la insuficiente clarificación político filosófica del concepto de multitud, que en principio sustituiría a los de pueblo o de clase. Esta multitud puede, como la clase, representar el reflejo isomorfo del orden imperial o del “nuevo espíritu del capitalismo”.

Para conjurar los efectos de la reificación y de la alienación mercantiles, no hay que contentarse con fórmulas que opongan la multitud al pueblo, los flujos desterritorializados al patrullaje de fronteras, la reproducción biopolítica a la producción económica. Hardt y Negri saben que la mercática, “posmoderna avant la lettre”, puede intervenir en la pluralidad y transformar “cada diferencia en oportunidad” de consumo. Saben también que la apología de contrapoderes locales puede expresar una impotencia frente al poder sin más. Saben que “la hibridación, la movilidad y la diferencia no son liberadoras en sí mismas” y que no basta con oponer al “pueblo” mítico, “síntesis instituida preparada para la soberanía” tendente a lo homogéneo y lo idéntico, una multitud “hecha de individualidades y de multiplicidades irreductibles”. No dejan de afirmar que, en la post modernidad, el “subyugado sumiso” habría “absorbido al explotado”, y la “multitud de la pobre gente” habría “tragado y digerido a la multitud proletaria”. Esta apuesta sobre la multitud se aproxima paradójicamente a una representación populista, haciendo de los rechazados del mundo “el fundamento de la multitud” y “también el fundamento de toda posibilidad de humanidad”.

¿Qué salida?

Finalmente, Hardt y Negri parecen utilizar la noción problemática de posmodernidad en el sentido de una periodización cronológica. Conciben entonces modernidad y posmodernidad como épocas sucesivas y no como dos lógicas culturales complementarias y contradictorias de la acumulación del capital: centralización de un lado, fragmentación del otro; cristalización del poder y disolución generalizada; petrificación de los fetiches y fluidez de la circulación mercantil. La separación en el tiempo de estas tendencias gemelas hace aparecer el nuevo orden imperial como “posmoderno”, “poscolonial” y “posnacional”. Refuerza la ilusión del “después”.

En realidad, el orden imperial mundializado no suprime el antiguo orden de las dominaciones interestatales. Se superpone a él. Sacando conclusiones extrapoladas de tendencias aun contradictorias, la fórmula de “El Imperio, estadio supremo del imperialismo” corre el mismo riesgo que la del imperialismo “estadio supremo del capitalismo”: el de una interpretación catastrofista en sentido único, para la que el “estadio supremo” se convierte en estadio terminal, sin salida alguna. La política, como arte de las relaciones de fuerzas y de los contratiempos, se hace entonces soluble en el punto de fusión entre los límites del capital y los deseos ilimitados de la multitud.

Rouge, 26-4-01, traducción de Alberto Nadal
Revista Herramienta n° 18
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. Empire, ediciones Exils, 560 págs., París, 2000.
  2. A. Negri, “L’Empire, stade supreme de l’imperialisme”, Le Monde diplomatique, enero de 2001.

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