Conferencia en Oxford

¿Hay una nueva radicalización en filosofía política?

Partager cet article

En 1999, un poco antes de su autodisolución, la Fundación Saint-Simon, influyente sociedad de pensamiento que tuvo como presidente a François Furet, consagró uno de sus últimos artículos a las “nuevas radicalidades”. Su autor, el filósofo Philippe Raynaud

1

declaraba querer “tomar en serio el radicalismo de izquierda” en el campo intelectual. En esta nebulosa, el distinguía cuatro corrientes principales:

– un nuevo “marxismo imaginario” a la búsqueda de una revolución inhallable: una suerte de “ortodoxia blanda” de la cual el trotskismo tardío sería la representación más notoria;

– una crítica social representada principalmente por la sociología critica de Pierre Bourdieu y las investigaciones inspiradas por ella;

– una escuela de la “pasión revolucionaria” (Alain Badiou, Jacques Rancière, Antonio Negri) presa de la tentación terrorista de una política pura o de una purificación de la política;

– la búsqueda, por último, de una democracia radical, ilustrada por el pensamiento reciente de Étienne Balibar, el único de este grupo en beneficiarse de una relativa benevolencia por parte de Raynaud en la medida que actuaría como pasaje entre el antihumanismo althusseriano y una nueva política de los derechos humanos fundada sobre una filosofía de la democracia.

Este inventario requiere tres comentarios preliminares:

En primer lugar, la radicalidad en cuestión, de la que se sirve Philippe Raynaud para designar a todos los pensamientos que no se asimilan con la vulgata moralizante de la filosofía política social-liberal hegemónica en los años noventa, no es tan “nueva” como lo pretende el título de su conferencia. Las ideas de Bourdieu, Badiou, Rancière, Balibar, todos pos o casi sexagenarios, surgieron hace tiempo. Ellas han sido elaboradas en los años setenta y ochenta (la Teoría del sujeto de Badiou data de 1982, ¿Se puede pensar la política? de 1985, El ser y el acontecimiento de 1988; los textos de Rancière reunidos en En los bordes de lo político datan de 1986-1990; la obra de Françoise Proust, autora a la que Raynaud simplemente olvida, floreció en los años ochenta; los trabajos fundamentales Bourdieu son aún más antiguos; en cuanto al marxismo critico, hay una larga historia). Como la lucha de clases, la “radicalidad” no había entonces jamás desaparecido, ella solamente devino invisible o inaudible por un efecto de la coyuntura, bajo la ofensiva de la contrarreforma liberal. Lo nuevo es por lo tanto la reaparición de su eco, en relación con el cambio político y social acaecido en Francia a mitad de los años noventa, eco suficiente para perturbar la calma de la santa Fundación Saint-Simon y movilizar a sus ideólogos. Sin haber devenido un rojo furioso, nuestra época ha retomado color desde el enrojecimiento de diciembre de 1995.

Subrayo enseguida que la vaga noción de radicalidad está muy a la moda en el vocabulario político francés más reciente. A falta de designar un contenido preciso, evoca un tono, una actitud de rechazo. La radicalidad es, en efecto, siempre relativa a una situación, a un momento, a una tibieza conciliadora. Pero eso que es radical hoy puede virar mañana al compromiso: la radicalidad no es la misma bajo Juppé o bajo Jospin. El término evoca, por lo tanto, una política de la resistencia y de la coyuntura más que de la duración y del proyecto.

Finalmente, la mayor parte de los autores citados por Raynaud rehusarían de ubicarse dentro de la rúbrica de la “filosofía política” evocada por el título de la presente conferencia. La filosofía política, ejemplificada en Francia por el academicismo insípido de un Luc Ferry o de un Alain Renaut es, en efecto, asociada por aquellos autores con la reacción liberal de las dos últimas décadas. La política no se concebiría entonces más que como ruptura con la filosofía política. “Nos(otros), filósofos enemigos de la filosofía política”, proclama orgullosamente Rancière. Terminar con la filosofía política es tanto para él como para Alain Badiou una exigencia fundamental del pensamiento contemporáneo, dado que esta filosofía consensual, subraya, tiene por función borrar el conflicto constitutivo de la política. Ella pretende pensar la empiricidad sin tener que comprometerse y determinar los principios abstractos de la “buena política” sin tener que “ser militante de ningún proceso político real”, dice Badiou. En consecuencia, ellos no hablarían, como lo hacen los perros guardianes de la restauración liberal, de lo político; sino únicamente de políticas antagónicas, irreductibles a una categoría común.

Hechas estas precisiones previas, regresaré rápidamente sobre la nueva coyuntura político-intelectual en la cual se sitúa esta discusión.

La “primer cuestión” que trata Philippe Raynaud es aquella de la “representatividad política y de la legitimidad cultural” de las nuevas radicalidades. La respuesta a este interrogante es bastante evidente. Ella se deriva del triple cambio ocurrido en la situación francesa en el curso de los años noventa:

– un cambio social, señalado evidentemente por las grandes huelgas del invierno de 1995 en defensa de los servicios públicos, pero anunciada desde 1994 por la primera marcha nacional de desempleados y por la renovada movilización feminista, y confirmada por las luchas de los “sin papeles” de 1997, y de los desempleados nuevamente.

– un giro que yo calificaría de intelectual, simbolizado por el retorno o la resurrección de Marx, anunciada desde 1993 por el libro de Derrida, Espectros de Marx, confirmado por el éxito de los dos congresos de Marx International (1995 y 1998) realizados por iniciativa de la revista Actuel Marx, o incluso por la repercusión del encuentro internacional por el 150º aniversario del Manifiesto Comunista en junio de 1998, organizado por Espaces Marx con el apoyo de numerosas revistas o, en fin, por la recuperación de la actividad editorial en torno a Marx y al marxismo.

– un inicio de cambio político indicado por la debacle electoral de la derecha en las elecciones de 1997, por el éxito y el auge del movimiento Attac contra el liberalismo, por una escalada significativa de la extrema izquierda en las elecciones presidenciales de 1995, las regionales de 1998 y las europeas de 1999 (una media de 5 a 6% con porcentajes de 15% en algunas ciudades o barrios populares). Esto es lo que Pierre Bourdieu caracterizó globalmente y vagamente como una “izquierda de izquierda”, en contraposición a una izquierda de centro o de derecha, cuyo punto común sería una oposición de izquierda a la política social-liberal del gobierno.

El representante del grupo Saint-Simon que analiza las nuevas radicalidades posee entonces buenas razones para inquietarse por “la permanencia de una cultura anticapitalista que se creía más debilitada” (estos son sus propios términos), cuya exigencia de igualdad constituye la referencia irreductible y no negociable.

Discurso filosófico de la resistencia

No voy a abordar en esta conferencia la posición particular de Etienne Balibar, el cual exigiría una discusión específica en profundidad. Solamente quiero señalar, no para estigmatizarla, sino porque me parece que posee una relación bastante clara con su recorrido filosófico, su posición sobre la guerra de la OTAN en los Balcanes, ya que es el único que la apoyó entre los autores citados por Raynaud.

Incluso, no evocaré más que incidentalmente la sociología critica de Pierre Bourdieu, señalando sin embargo la diferenciación de caminos y preocupaciones que se desplegaron entre aquellos a quienes inspiró (Luc Boltanski, Bernard Lahire, Michel Pialoux). Me atendré entonces en lo esencial a una presentación crítica y forzosamente rápida de la tercera corriente (aquella de la “pasión revolucionaria”) y haré algunos comentarios sobre el marxismo critico, no menos apasionado a pesar de la apatía que le otorga Raynaud.

Tal vez hace falta comenzar por recordar a qué se oponen estos discursos apasionados: a las justificaciones ideológicas de la contra-reforma liberal; al determinismo económico del mercado y al consenso comunicacional; a la retórica de la equidad en tanto que ella se opone en la práctica al principio igualitario, a las pretensiones de la filosofía política y a la negación subsiguiente de la cuestión social; a la vulgata antitotalitaria, al despotismo autoritario de la opinión, y a la jerga despolitizante de la “la empresa ética” o de “la guerra ética”.

Por el contrario, ellos sostienen una lógica del conflicto que acentúa en unos y otros los términos de “desacuerdo”, de litigio, de discordia; un imperativo categórico de la resistencia (desarrollado principalmente en la obra de Françoise Proust, desgraciadamente fallecida de cáncer en diciembre de 1998); una política del acontecimiento (en Badiou); de la aparición espectral (en Derrida que ocupa en este escenario un lugar particular), del surgimiento mesiánico (en Françoise Proust y, en algún sentido, en mí mismo).

Conviene recordar que estos discursos –que fácilmente calificaría, a pesar de sus importantes diferencias, de discursos filosóficos de la resistencia – son forjados en lo esencial en el marco de la derrota y la retirada de los años ochenta (un poco como aquellos de Sorel y de Péguy luego del aplastamiento de la Comuna) frente a la reacción contra el “pensamiento del 68” y el marxismo que ha tomado la forma de un neokantismo moderado y conformista (en Ferry y en Renaut), de un hedonismo minimalista tibio (André Comte-Sponville), de una defensa de los derechos humanos antitotalitaria (André Glucksmann o Bernard Henri Lévy), o también de diversas resignaciones posmodernas.

La política contra el Estado

Entre estos cuestionamientos de la resistencia a la política liberal y al despotismo del mercado (del que la tiranía de la opinión es un fiel reflejo), la de Badiou es ciertamente la más sistemática y la más coherente.

La política se define según él por la fidelidad al acontecimiento en el cual el pueblo se pronuncia. Esencialmente aleatorio e impredecible, este acontecimiento no puede ser deducido lógicamente de la situación de la cual surge. El revela más bien una suerte de “gracia laicizada”. La figura emblemática de San Pablo establece el vínculo entre esta “gracia acontecimental” y la “universalidad de la verdad”, puesto que el acontecimiento revela la verdad de una situación, manifestando aquello que se encuentra negado y reprimido. A diferencia de la verdad que tiende a devenir totalitaria cuando asume el punto de vista de la totalidad, esta verdad comprometida y subjetiva de los actores del acontecimiento es de alguna manera limitada por su misma parcialidad. Para Badiou, en efecto, a diferencia de Kant (o de Hanna Arendt), para quien el sentido de la Revolución Francesa no se revelaba más que a los espectadores desinteresados, el acontecimiento tiene sentido desde el punto de vista de quienes intervienen, desde Robespierre y Saint Just y no desde Furet, desde la visión de Lenin y no la de los autores del Livre noir du communisme. La verdad acontecimental es del orden de la política, que piensa estratégicamente los posibles, y no del orden de la historia de los historiadores que registra los hechos consumados.

Consecutiva a “eso que adviene”, la verdad no es un asunto de contemplación sino de intervención. Badiou insiste en que ella es “pura convicción, enteramente subjetiva”, “pura fidelidad a la apertura del acontecimiento”. La subjetivación así comprometida es constitutiva del mismo acontecimiento. Pero, si el sujeto aparece en y por el acontecimiento y si, como en Sartre, el ser no es verdaderamente humano más que en su revuelta, resulta que el sujeto, al igual que la política, es raro. Más raro en tanto que no es siempre fácil distinguir el verdadero del falso acontecimiento, el acontecimiento de su simulacro, con más razón en un mundo mediático que trasviste cotidianamente los sucesos ordinarios en acontecimientos.

La preocupación de Badiou de desestatizar y de subjetivar la política, de “liberarla de la historia para devolverla al acontecimiento”, al igual que la antinomia radical de Rancière entre la política y la “policía” (término inspirado en Foucault que designa una antipolítica estatizada y petrificada), se inscribe en la búsqueda de una política autónoma del oprimido. Sin embargo, el divorcio radical que se introduce entre el acontecimiento y la historicidad (sus condiciones históricamente determinadas) tienden a volver a la política, sino impensable, al menos impracticable.

Badiou constata, en efecto, que “el sujeto es raro”. En cuanto a Rancière, admite que la política, tal como él la concibe, absolutamente extraña a la “policía”, es “un accidente siempre provisorio en la historia de las formas de dominación”. Su manifestación es “siempre puntual”, “siempre precaria”. Intermitente, ella no admite por lo tanto más que un sujeto también intermitente, “un sujeto en eclipses”, precisa perfectamente Rancière.

Una política teológica

La exclusión recíproca, que rompe el vínculo contradictorio entre el acontecimiento y la historia, la verdad y la opinión, el filósofo y el sofista, conduce la política a un impase práctico. El rechazo a instalarse en la tensión entre la voluntad y el juicio, entre representado y representante, entre el acontecimiento revolucionario y las condiciones que lo determinan, desemboca de hecho en un puro voluntarismo, el cual es la forma izquierdista de la política, o en una sutil evitación estética o filosófica de la política. En los dos casos, una extraña combinación de elitismo teórico y de moralismo práctico que equivale abandonar el espacio público, puesto que aceptar ese espacio de discusión sería comprometerse en el juego de las opiniones y de los sofistas indiferentes a los efectos de verdad. Reducida entre la verdad acontecimental del filósofo y la sufrida resistencia de las masas a la miseria del mundo, debidamente constatada por la sociología, la política se arriesga a sufrir una nueva forma de desaparición.

En efecto, hay sobre este punto una semejanza paradojal entre la radicalidad filosófica de Badiou y la radicalidad sociológica de Bourdieu: se trata de dos discursos de verdad y de dominio de dos herederos heterodoxos del sangriento “corte epistemológico”, susceptibles de fundar un populismo elitista sin término medio entre la verdad autoritaria de la teoría y el servicio falsamente modesto del pueblo. La autosuficiencia claramente proclamada del movimiento social puede entonces traducirse prácticamente tanto por un inquietante acto soberano del sujeto que pretende diseñar al hombre nuevo sobre una página en blanco, tan característico del “Gran timonel” (Mao); como limitarse a una forma de lobbying social en los bastidores de la política realmente existente. Durante los eclipses del sujeto, filósofos-reyes y sociólogos-ventrílocuos monopolizan su palabra. Ellos especulan en lugar del ausente silencioso.

En una tesis completamente notable, Peter Hallward ha diagnosticado el “absolutismo” de esta política axiomática en Badiou, acechada por el vacío de la prescripción pura y simple. Como los “encuentros aleatorios” en la filosofía del último Althusser, el acontecimiento arrancado de sus condiciones históricas parece un milagro. Slavoj Zizek escribe acertadamente que “la revelación religiosa constituye su paradigma inconfesado”. La verdad revelada por el acontecimiento se presenta en efecto como una noción teológico-política y la política que ella inaugura como una “teología negativa” (según la adecuada fórmula de Eustache Kouvelakis). La referencia a la Fe, a la Esperanza y al Amor paulinos adquiere así todo su sentido. Efectivamente, es la fe la que opera la división entre el acontecimiento y su simulacro: las promesas de Dios son inciertas, pero hace falta creer.

La fidelidad al acontecimiento aparece entonces como dogmática en la medida en que procede de una de fe incondicional e irrefutable. La interpelación del sujeto por una causa equivale a una conversión (en el “camino de Damasco”). El militante de esta política es acosado por un ideal de santidad y amenazado de hundirse en el sacerdocio burocrático (de la Iglesia, del Partido o del Estado). Su vocación (su misión) responde a una designación imperiosa, a una elección forzada por la voluntad de Dios o por el sentido de la historia, en la cual resuena la duda de Cristo o de la Juana de Arco de Péguy: “¿Por qué yo? Hay otros más competentes, más capaces…”.

Conviene recordar que un filósofo, a primera vista menos comprometido políticamente como Derrida, se halla más implicado en la práctica política efectiva cuando asume (a propósito de la inmigración, de la hospitalidad o de la construcción europea) la contradicción dialéctica entre la incondicionalidad de la Ley (eso que algunos llamarían los principios) y la condicionalidad de las leyes, tributarias de las relaciones de fuerza. Conviene igualmente señalar la posición específica de Françoise Proust, según la cual, la permanencia de las resistencias contra lo irresistible, las más ínfimas y las más cotidianas, se oponen explícitamente a las intermitencias de la política acontecimental.

Considero, en fin, contrariamente a la amalgama operada por Philippe Raynaud en su estudio, que es ilegítimo colocar a Alain Badiou y a Toni Negri en el mismo saco de la “pasión revolucionaria”. Esta pasión es compartida, sin duda, y yo espero compartirla también. Sin embargo, a través del concepto de “poder constituyente”, Negri aborda de frente la cuestión democrática que Badiou quiere ignorar: “Hablar de poder constituyente es hablar de democracia”, escribe desde la primera línea de su libro. La libertad constituyente se muestra de este modo irreductible a la verdad subjetiva del acontecimiento, en la medida en que aquella se inscribe en una temporalidad (y una duración) constituyente específica. El poder constituyente según Negri se realiza entonces en “revolución permanente” (idea propiamente inconcebible en Badiou), lo cual conceptualiza la unidad contradictoria del acontecimiento y de la historia, de lo constituyente y lo constituido, de la verdad y la opinión.

Una deuda no resuelta

En un artículo aun inédito, Eustache Kouvélakis establece una tipología de la filosofía política francesa contemporánea. Él opone a los dos polos dominantes que define como el polo restauracionista “fuerte” (correspondiente aproximativamente al polo liberal en términos políticos) y el polo moderado “débil” (correspondiente al polo social-demócrata o social-liberal), los dos polos dominados (“fuerte” y “débil”) de la resistencia (ilustrado por los nombres de Badiou y de Rancière) y la escisión (correspondiente al marxismo critico o a eso que Raynaud denomina peyorativamente como una “ortodoxia marxista blanda” de la cual yo mismo sería uno de sus representantes).

Si se admite, por comodidad, esta clasificación forzosamente simplificadora, nos lleva a remarcar que la relación entre los dos polos dominados, tan a menudo aliados dentro de la resistencia contra la hegemonía liberal (y prácticamente dentro de las luchas: apoyo a los desempleados y a los “sin papeles”, apoyo a las huelgas de 1995, oposición a la guerra del Golfo y rechazo a la guerra de la OTAN en los Balcanes), apenas ha sido clarificada por una parte y por la otra; como si la relación se limitase a una vaga convivencia ,educada o indiferente. Se puede ver así, del lado del polo marxista, la confirmación de su debilidad entre “los dominados”. Del lado del “polo de la resistencia”, yo vería allí el índice de una enfermedad irresoluta, la cual remite a una deuda no resuelta hacia Marx y su herencia.

¿Posmarxismo? ¿a-marxismo? La relación de Badiou con Marx, por ejemplo, está lejos de clarificarse. Él se contenta aparentemente con resolverla negativamente, rechazando ser calificado como “pos-marxista”. En realidad, parece que los silencios se vinculan con una cuenta mal saldada con el pensamiento de Althusser (Rancière es aquí una excepción, quien se ha explicado tempranamente en su libro La lección de Althusser). Ellos se vinculan aún más (quizás esto se halla conectado con lo anterior) a una cuenta no saldada con el estalinismo y el maoísmo.

Así para Badiou y su alter ego Sylvain Lazarus, el nombre propio del acontecimiento inaugura una “secuencia” durante la cual la política consiste, como nosotros lo hemos observado, en la fidelidad al acontecimiento, el imperativo categórico de “continuar”, y el esfuerzo para atravesar el campo del saber siguiendo en su huella los signos de la verdad. Ellos son muy poco explícitos acerca de la manera por la cual se termina la secuencia (aquella de Octubre o la de la Revolución Cultural china) y sobre las razones de su cesación. No hay en ellos ninguna tentativa de elucidación histórica o sociológica del fenómeno burocrático y de la contrarrevolución termidoriana. Como lo dice muy bien Françoise Proust, ellos han buscado salir del maoísmo a través de “la ausencia de la historia”. De allí su silencio desdeñoso frente a la ofensiva ideológica conducida por François Furet o por los autores del Livre noir.

Este gran silencio histórico así como la exclusión reciproca de la verdad y de la opinión (de la ciencia y de la ideología) contribuye a volver impensable la cuestión de la democracia, notablemente ausente de su problemática (como también en la de Althusser). Badiou reivindica así explícitamente una política sin partidos ni proyectos: “¡Dios nos proteja de los partidos políticos!”. Esta suma de huidas y rechazos conduce directamente a una política sin política, a una estética de la política. Su contenido no es más la intervención en forma de apuesta en el campo estratégico de los posibles, sino una estricta fidelidad al pasado fundador, “una fidelidad a la fidelidad”, en la cual Françoise Proust percibe con toda razón un formalismo estéril de la fidelidad.

Frente a los efectos concretos de la contrarreforma liberal, los impasses de estos discursos de la resistencia se vuelven patentes. Son discursos de crisis y de excepción amenazados por la estética impotente de la derrota. Cada uno a su modo, Badiou y Bourdieu han sentido el peligro. Gran crítico de la reproducción de las dominaciones y de la nobleza de Estado, el segundo se ha metamorfoseado en ocasión de las huelgas de diciembre de 1995 en un decidido defensor del servicio público. Atrapado por la política prosaica de la vida cotidiana y por la realidad, el primero parece combinar en adelante un desencantamiento radical (“la era de las revoluciones es cumplida”) a un inicio de reconciliación con un Estado que (según el boletín de L’Organisation politique, de la cual él es el guía) “asegura el espacio público y el interés general”. Las proposiciones prácticas enunciadas en este boletín se reducen efectivamente a algunas reformas institucionales sobre las cuales Peter Hallward revela su desconsoladora banalidad.

Plural Marx

Esta es la causa por la cual la distinción, propuesta por Kouvélakis, entre un polo dominado fuerte (de la resistencia) y un polo dominado débil (de la escisión) no me parece convincente. La nueva coyuntura política, presente desde hace algunos años, marcada por una renovación de la movilización social y política, debilita al fuerte y fortalece al débil. Quizás, más allá de las ceremonias por el aniversario de su muerte, el regreso de Sartre es sintomático de una anunciada redistribución de las posiciones.

Esta es la causa por la cual la distinción, propuesta por Kouvélakis, entre un polo dominado fuerte (de la resistencia) y un polo dominado débil (de la escisión) no me parece convincente. La nueva coyuntura política, presente desde hace algunos años, marcada por una renovación de la movilización social y política, debilita al fuerte y fortalece al débil. Quizás, más allá de las ceremonias por el aniversario de su muerte, el regreso de Sartre es sintomático de una anunciada redistribución de las posiciones.

Me parece muy discutible, aún si fuese por comodidad, hablar del marxismo en singular ¿En qué consiste o ha consistido la unidad de este marxismo, que reúne en una misma palabra el marxismo ortodoxo, apologético y cientificista de los stalinistas y los marxismos críticos y heterodoxos de las oposiciones de izquierda? Sólo se debería de ahora en más hablar de marxismos en plural y bajo reserva. El polo de la escisión aparecería entonces como un sitio donde caben cosas muy diferentes y si debiese contener una derrota teórica, la mía no sería en todo caso la misma, ni por las mismas razones que aquellas de Althusser, Colletti, Hobsbawm…o de Rober Hue.

Pero me parece igualmente discutible hablar de fracaso histórico, como si hubiese habido en Francia alguna edad de oro del marxismo. Perdida en la ideología republicana dominante, tanto en la universidad como en el movimiento obrero, el “marxismo francés”, a excepción de algunos outsiders, ha sido más bien provincial y miserable, rechazando hacia los márgenes de su ortodoxia de sentido común la radicalidad crítica de un Blanqui, de un Sorel, de un Peguy o de un Tarde. Esta radicalidad a menudo buscó su inspiración del lado de Bergson o Deleuze más que del lado de un Marx disfrazado de Auguste Comte.

Quizás la glorificación de un pasado mitificado y la confusión entre marxismos no solamente distintos sino a menudo opuestos, tanto de un punto de vista teórico como práctico, tiene algo que ver con un balance no extraído del althusserianismo y de sus efectos políticos desastrosos a nivel de una generación, ya sea por la justificación crítica de un estalinismo esclarecido o por la inspiración de una izquierda infantil mal desestalinizada.

Para terminar, algunas palabras sobre el artículo de Philippe Raynaud con el cual empezamos. Él lamenta el debilitamiento del anticomunismo en Francia, pero se tranquiliza y tranquiliza a sus lectores con la idea que “la otra política” declarada, en gestación del lado de la “izquierda de la izquierda”, permanece en el orden de la resistencia a los excesos del capitalismo liberal, es decir, ella no contribuye aún a hacer nacer un proyecto subversivo de sociedad. Él le reconoce, de todos modos, el mérito de “reabrir la cuestión de la democracia” en la época de declinamiento del Estado de Bienestar y de invitar a pensar la potencia constitutiva colectiva de la democracia.

Este homenaje a regañadientes es también una confesión de esterilidad y de impotencia del discurso social-liberal de los polos dominantes. Esto no basta ciertamente para asegurar al marxismo crítico que los días venideros sean rojos. Pero este mañana depende de ahora en más del futuro de las luchas sociales tanto como de esfuerzos teóricos para saldar nuestras cuentas con el pasado descompuesto y para determinar un programa de búsqueda autónoma que permita afrontar las novedades y los desafíos del presente.

Conferencia llevada a cabo en la Maison française en Oxford
Traducción al español: Ignacio Gordillo
Año 2000

Documents joints

  1. Philippe Raynaud (1999), « Les nouvelles radicalités. De l’extrême gauche en philosophie », en Le débat, n° 105, pp. 90-117.

Partager cet article