Cada quien a su manera, Deleuze y Foucault avizoraron desde los años setenta el derrumbe del paradigma político de la modernidad. Anticipando una crisis estratégica naciente, contribuyeron así a ampliarla. Probablemente ese era el momento necesario de la negación. Las categorías constitutivas – desde Maquiavelo, Hobbes, Grotius, Rousseau – del teatro de las operaciones políticas (pueblo, territorio fronteras, ciudadanía, nacionalidad, soberanía, guerra, ciudad, derecho internacional) devenían problemáticas, sin que emergieran todavía los contornos de un nuevo paradigma. Para esto faltaría aún la lenta maduración de nuevas experiencias y el choque de acontecimientos fundadores. Pero la época se encontraba todavía en las descomposiciones sin recomposiciones y en los acontecimientos crepusculares sin salidas del sol.
Deleuze y Foucault aparecen entonces como los mensajeros de una triple crisis anunciada: crisis de la historicidad moderna, crisis de las estrategias de emancipación, crisis de las teorías críticas; crisis conjugada, en suma, de las armas de la crítica y de la crítica de las armas.
Uno recuerda el juicio despiadado de Deleuze frente a la promoción mediática, al final de los años setenta, de los “nuevos filósofos”: “hacen un martirologio” y “viven de cadáveres”. Era, en forma naciente, la “negación de toda política”1. Este veredicto pertinente luego se verificó cruelmente. Al contrario de los nuevos filósofos, el discurso de Deleuze les resultaba sin embargo, en una cierta medida, simétrico. La raiz oculta de la crisis residía a sus ojos en una crisis de la historicidad. Buscaba la solución en una oposición radical entre la historia (reducida a una teología progresista) y devenir: “Devenir no es progresar o regresar siguiendo una serie […]. Devenir es un rizoma, no es un árbol clasificatorio ni genealógico”. Contra una historia prometida a un anunciado final (feliz), ese devenir tendría la ventaja de producir de lo inédito y lo nuevo, quedar disponible a la pluralidad de posibles. Tendería sin embargo a justificar también una micro política sin horizonte estratégico, una apología del movimiento sin objetivo, y del camino que se haría “camino andando”.
Para Deleuze, “hacer un acontecimiento” era entonces “lo contrario de hacer historia”. Esta antinomia radical constituía un gesto liberador de revuelta contra la tiranía de las estructuras y del “sentido de la historia”. Se encontraba en Foucault un mismo interés por la percée événementielle: “No me interesa lo que no se mueve, me interesa el acontecimiento”, el cual casi no ha sido pensado todavía “como categoría filosófica”2.
Para quienes se sofocaban bajo el fatalismo histórico de los cuentos y leyendas del progreso en el orden, ese “regreso del acontecimiento en el campo de la historia” (impuesto por la irrupción de Mayo 68) fue un incuestionable alivio. Pero un acontecimiento sin historia, desenraizado de sus condiciones de posibilidad, se transforma rápido en simple deseo subjetivo o en pura contingencia abstracta, de la que el milagro es la forma teológica. Se vuelve entonces difícil pensar en eso que hace incluso su singularidad.
En la fórmula de Foucault, según la cual es “la atracción de la revolución” que “será hoy el problema”, aparece así una incapacidad para atrapar las tragedias y los enigmas del siglo en su densidad social e histórica. La revolución se reduce entonces a un asunto de subjetividad deseosa. Lo que Foucault expresaba entonces de manera explícita era en realidad un profundo desconcierto: “Desde hace 120 años, es la primera vez que ya no existe en la tierra un sólo punto en el cual podría gozar la luz de una esperanza. Ya no existe orientación”.
¿Esperanza? ¡grado cero! ¿orientación? ¡puntos cardinales quemados!
Semejante desencanto era la consecuencia lógica de una inversión ilusoria en las vicisitudes estatales de la espera revolucionaria. Después de la contrarrevolución burocrática en Rusia, ni China, ni la Indochina desgarrada podrían continuar encarnando una política de emancipación. “No hay un solo país”, constataba Foucault, del que podamos “reclamarnos para decir: es así como hay que hacerle”. El pensamiento revolucionario europeo habría así perdido todos sus puntos de apoyo. ¿Nostalgia de las “patrias” perdidas del socialismo realmente existente? Sin embargo, es de esa negación y de esa desilusión necesarias que depende todo relanzamiento futuro de los dados. En lugar de buscar superar la crisis por la extensión, en el tiempo y en el espacio, de la revolución en permanencia, tendía al contrario, en el umbral de los años ochenta, a retractarse y reducirse a las revoluciones moleculares de las técnicas y de la vida cotidiana.
Foucault se consolaba por las ilusiones perdidas pensándolas “no simplemente como un proyecto político, sino como estilo, como un modo de existencia, con su estética, su ascetismo, formas particulares de la relación consigo y los otros”. Una revolución minimalista, pues, reducida a un estilo y a una estética sin ambición política. La vía se entreabría entonces a las revueltas miniaturas y a los menús de placeres posmodernos.
Si oscurecía el horizonte estratégico, ese desafío lanzado al fetiche de la Revolución en mayúscula tenía también el mérito de romper un mal sortilegio: “Vivir la era de la revolución. Después de dos siglos, ha declinado, organizado nuestra percepción del tiempo, polarizado las esperanzas, ha constituido un gigantesco esfuerzo por aclimatar la revuelta al interior de una historia racional y manejable”3. De eso se trataba: de saber si era “tan deseable, esta revolución” y si “valía la pena”. Foucault llamaba a desprenderse de “la forma vacía de una revolución universal”, para concebir mejor la pluralidad de las revoluciones profanas, pues “los contenidos imaginarios de la revuelta no se disipan en el gran día de la revolución”. A falta de revolución política, retorno a las grandes disidencias plebeyas y teológicas, a las herejías subterráneas, a las resistencias tercas, a la autenticidad de los mujics celebrada por Solyenitsin.
En este contexto, la revolución iraní devendría para Foucault la fuerza vital instintiva de una inversión de perspectiva y el revelador de una nueva semántica de los tiempos históricos.
“El 11 de febrero de 1979, tuvo lugar la revolución en Irán”, escribíó Foucault4. Subraya, sin embargo, que a esta larga secuencia de fiestas y de duelos “nos era difícil llamarla revolución”. En la visagra de los años setenta y ochenta, las palabras en efecto ya no eran seguras. Para él, la revolución iraní anunciaba la llegada de revoluciones de un género nuevo. Mientras que un cierto marxismo prisionero de sus propios clichés no quería ver, en un primer momento al menos, sino la repetición de una vieja historia, según la cual la religión no era sino “el levantamiento del telón”, antes de que comience “el acto principal” de la lucha de clases, él dio prueba de una incuestionable lucidez. Un imaginario esclerótico se obstinaba en pensar lo nuevo en los desechos de antaño, viendo al imán Jomeini representando el papel del cura Gapone, y a la revolución mística como el preludio de una revolución social anunciada… “¿Tan seguro?”, preguntaba Foucault. Cuidándose de una interpretación normativa de las revoluciones modernas, hacía ver que el Islam no es sólo una religión, sino “un modo de vida, una pertenencia a una historia y una civilización que corre el riesgo de constituir un inmenso polvorín”5.
Esta clarividencia relativa tenía empero su contraparte. El interés de Foucault por la revolución iraní para nada era un paréntesis en el curso de su pensamiento. Fue a Irán por primera vez diez días después de la masacre del 8 de septiembre de 1978, perpetrado por el régimen del Shah. El 5 de noviembre, publicaba en Corriere de la Sera el artículo intitulado “Una revolución a mano desnuda”.
Analiza enseguida el Foucault llamaba a desprenderse de “la forma vacía de una revolución universal”, para concebir mejor la pluralidad de las revoluciones profanas, pues “los contenidos imaginarios de la revuelta no se disipan en el gran día de la revolución”. Analiza enseguida el regreso de Jomeini y la instalación del poder de los mullahs en una serie de artículos publicados en Italia y “Un polvorín llamado Islam” en febrero e “¿Inútil sublevarse?”6.
Foucault comprendió la revolución iraní como la expresión de una “voluntad colectiva perfectamente unificada”. Fascinado por las bodas entre la técnica de último grito y las formas de vida “inalteradas desde hace mil años”, aseguraba a sus lectores que no había de que inquietarse, pues “no habrá partido de Jomeini” y “no habrá gobierno jomeinista”. Retomaría en suma un primer refrito de lo que otros llamarían ahora un anti-poder. Este “inmenso movimiento de abajo” estaba destinado a romper con las lógicas binarias de la modernidad y a transgredir las fronteras de la racionalidad occidental. “En los confines entre el cielo y la tierra”, constituía así un viraje en relación con los paradigmas revolucionarios dominantes desde 1789. Es por esto, y no por razones sociales, económicas o geoestratégicas, que el Islam podía devenir un formidable “polvorín”: no sólo el opio del pueblo, sino “el espíritu de un mundo sin espíritu”, la conjunción entre un deseo de cambio radical y una voluntad colectiva7.
Esta supuesta emergencia de una nueva forma de espiritualidad en el mundo cada vez más prosaico atraía e interesaba a Foucault, en la medida en que era susceptible de responder a los avatares de la razón dialéctica y al desencanto de las Luces que habían inventado las disciplinas al mismo tiempo que descubrían las libertades. Se trata entonces de que había devenido arcaica a sus ojos la idea misma de modernización (y no sólo las ilusiones del progreso). A finales de los años setenta, su interés por la espiritualidad chiíta y la mitología del martirio de la revolución iraní, hacía eco a las investigaciones sobre la inquietud y las técnicas de sí mismo. También hacía eco de esta forma a la renovación del activismo papal bajo el pontificado de Juan Pablo II, al papel de la Iglesia en el movimiento popular polaco o a la influencia de la teología de la liberación en América Latina.
Sobre la cuestión iraní, Foucault sin embargo se mantuvo aislado entre sus pares. Temía que los futuros historiadores no redujeran esta revolución a un banal movimiento social, mientras que la voz de los mullahs retumbaba en sus orejas con los acentos terribles que tuvieron no hace mucho Savonarola o los anabaptistas de Münster.
Percibió así al chiísmo como el lenguaje propio de la rebelión popular, que “transforma a los miles de descontentos, de odios, de miseria y desesperanza en una fuerza”. Se decía fascinado del esfuerzo por “politizar las estructuras indisociablemente sociales y religiosas”. A Claude Mauriac, quien lo interpelaba sobre los estragos que podría provocar esta alianza fusionada entre espiritualidad (religiosa) y política, respondía: “¿Y la política sin espiritualidad, mi querido Claude?”.
La pregunta era legítima, inquietante la respuesta sobrentendida. La politización conjunta de las estructuras sociales y religiosas bajo la hegemonía de la ley religiosa significaba, en efecto, una fusión de lo político y de lo social, de lo público y lo privado, no por la desaparición de las clases y del Estado sino por la absorción de lo social y de lo político en el Estado tecnocrático, o en otras palabras por una nueva forma totalitaria. Fascinado por una revolución sin partido de vanguardia, Foucault no quería ver en la clerecía chiíta sino la encarnación sin mediación de la voluntad general de una plebe o de una multitud en fusión.
Este entusiasmo tuerto si no es que ciego descansaba en la idea de una diferencia irreductible entre dos discursos y dos tipos de sociedad, entre Oriente y Occidente. El antiuniversalismo de Foucault encontraba ahí su prueba práctica. Y la retórica antitotalitaria de finales de los años setenta, su “tercera vía”, entre totalitarismo nazi y totalitarismo “comunista”. ¿La revolución iraní sería entonces la forma (espiritual) al fin encontrada de la emancipación? Había sin duda desesperanza en esta respuesta, suma toda coherencia con la idea patética según la cual la humanidad regresaría, en 1978, a su “punto cero”. Por una suerte de orientalismo reconvertido, la salvación residiría en adelante en una irreductible alteridad iraní: los iraníes “no tienen el mismo régimen de verdad que nosotros”. A la mejor. Pero el relativismo cultural no autoriza sin embargo el relativismo axiológico. Foucault le había criticado en forma enérgica a Sartre la pretensión de erigirse en vocero de lo universal. Pero volverse vocero de singularidades sin horizonte de universalidad no es menos peligroso. El rechazo a la esclavitud o a la opresión de las mujeres no es asunto de climas, de gustos o de usos y costumbres. Y las libertades cívicas, religiosas e individuales no son menos importantes en Teherán que en Londres o en París.
Al releer, un cuarto de siglo más tarde, los artículos de Maxime Rodinson respondiendo implícitamente en Le Monde a los de Foucault, se constata que los términos de la controversia actual estaban ya planteados8. En “el sueño del fundamentalismo islámico”, destacaba una tendencia indiscutible hacia un “tipo de fascismo arcaico”. Esas palabras fueron empero doblemente mal escogidas. Remitir el fenómeno inédito de una dictadura clerical en la época de las técnicas y la mundialización mercantil a la figura conocida del fascismo europeo, casi no ayudaba a pensar las especificidades. Y calificarla de arcaica reproducía la escala cronológica según la cual toda desviación respecto a la norma establecida del progreso sería un retorno al pasado, mientras que puede ser también una inquietante premisa del futuro, y, en todo caso, un producto específico del presente. Sin rechazar la posibilidad de una “alianza provisional” (o táctica) contra una forma de despotismo (la del Shah) con gentes que soñaban ya otra forma de despotismo, Rodinson se mostraba de cualquier forma más consciente que Foucault sobre los riesgos políticos implicados en su lógica9.
Las desventuras teóricas de Foucault ante la revolución iraní no disminuyen en nada su mérito de haber politizado numerosas cuestiones (la locura, la homosexualidad, las prisiones) hoy calificadas como “societales” y de haber ampliado así el dominio de la lucha política. Esos artículos sobre Irán, por coyunturales que fueran, no constituyen un resbalón de su pensamiento, sino la puesta a prueba de una visión teórica en formación.
De ninguna manera quiero, insistía Foucault, jugar el papel de quien prescribe soluciones. Considero que hoy el papel del intelectual no es el de hacer la ley, proponer soluciones, profetizar, pues, en esta función, no puede sino contribuir al funcionamiento de una situación de poder determinada […]. Rechazo el funcionamiento del intelectual como doble y al mismo tiempo coartada del partido político.
Entendía exorcizar así a la vez las figuras – del amo de sabiduría griego, del legislador romano, del profeta judío – que frecuentan las representaciones del intelectual, para conformarse modestamente –¿pero no es falsa modestia?– con el papel socrático de un “destructor de evidencias”. El filósofo crítico observa entonces humildemente como “periodista”, “atrapado por la cólera de los hechos”10. La fórmula no carece de brillo. Decepcionado por las grandes ambiciones políticas y filosóficas, se trataría de pensar el mundo a ras de tierra, a la altura de los pequeños hechos verdaderos que lo revelan.
Foucault era sin embargo demasiado listo para ser engañado por lo demagógico que también puede tener esta apología del “polvo desafiando la nube”, y esta oposición entre la concreción de los pequeños hechos y la abstracción de las grandes ideas. El hecho sin concepto es por supuesto una ilusión empírica, y las nubes de polvo no son sino un agregado imaginario de partículas elementales. El repliegue sobre la cotidianidad periodística es una confesión de impotencia estratégica.
Se desprende de esta querella una triple cuestión: del poder, de las clases y de la política. Le debemos a Foucault una distinción esencial entre Estado y poder. Así, en 1975, escribimos bajo su influencia que al Estado hay que quebrarlo, y que el poder se rehace11. Pero esto no dice nada sobre el lugar específico del Estado en los dispositivos y los efectos del poder. Se vuelve entonces posible disolver el poder en las relaciones de poder, la estrategia revolucionaria en la suma de resistencias moleculares. Si es verdad, como lo afirma Foucault, “que no puede existir sociedad sin relaciones de poder”, qué sucede con el Estado en tanto forma histórica específica de dominación, desde que él mismo reconoce que esas relaciones terminan por “organizarse en una especie de figura global” o en “un entrelazamiento de relaciones de poder que en conjunto hacen posible la dominación de una clase social sobre otra”12. En otros términos: ¿la cuestión del Estado es soluble en la diseminación de los poderes? ¿Y la explotación capitalista en el control biopolítico?
La crítica foucaultiana tuvo, es verdad, el mérito de contribuir a liberar “la acción política de toda paranoia unitaria y totalizante”13. Contribuyó igualmente a disolver al gran sujeto proletario en tanto actor heroico de la gran epopeya moderna. Esta deconstrucción de las clases en tanto objeto sociológico permitió a Foucault examinar su estatuto estratégico: “Los sociólogos reaniman el inacabable debate sobre lo que es una clase, y quienes pertenecen a ella. Pero hasta aquí nadie ha examinado ni profundizado la cuestión de saber lo que es la lucha. ¿Qué es la lucha, cuando se dice lucha de clases? De lo que me gustaría discutir a partir de Marx, no es sobre el problema de la sociología de las clases, sino sobre el método estratégico concerniente a la lucha”14. Pero pensar estratégicamente, y no sociológicamente, la lucha de clases ponía a Foucault más cerca de Marx de lo que parecía imaginar.
Una de las trampas en las que la razón no es avara fue empero que esta lectura estratégica de las clases en lucha era reivindicada en el momento mismo en que el pensamiento estratégico conocía un eclipse, el que entre otras cosas se manifestaba en la función profética. Así, para Deleuze, a diferencia del adivino, el profeta no interpreta nada, quedando solamente preso de “un delirio de acción” guiado por la “idea fija” de traición. Foucault reprochaba igualmente a los análisis históricos de Marx concluir con palabras proféticas de inmediato desmentidas por los hechos. Lo que él rechazaba bajo la palabra profecía no era más que la palabra performativa (¡estratégica!) de Marx, su sentido no adivinatorio, sino programático. ¿Qué quedaría en efecto de una política sin programa, de un movimiento sin objetivo, de un arco en tensión y una flecha que apuntan a ningún blanco? Chateaubriand era más sagaz. Sabía bien que “se tienen adivinos cuando ya no se tienen profetas”. Es entonces cuando llega el tiempo de los charlatanes y de la cartomancia.
El eclipse del pensamiento estratégico se acompaña lógicamente de un regreso a las formas clásicas de la filosofía, con una misión de desplome de los saberes y de vigilancia de los “abusos de poder de la racionalidad política”. Al contrario de un Henri Lefebvre, constatando la dilución de la filosofía en provecho de un simple filosofismo, Foucault por su parte prometía “una esperanza de vida bastante prometedora”15. Regresó así a las Luces, oscurecidas y matizadas, es verdad. Pero a las Luces a pesar de todo, pues ya no se trataría, para el último Foucault, de instruir el proceso de la racionalidad, sino de pensar su compatibilidad con la violencia, y de concebir una historia contingente de la racionalidad opuesta a la gran teodicea de la Razón. Este regreso último a Kant no podía completarse más que sobre las cenizas de Marx o, al menos, de un cierto marxismo, que “se encuentra actualmente, diagnosticaba Foucault, en una crisis indiscutible”, la crisis “del concepto occidental que es la revolución, de los conceptos occidentales que son el hombre y la sociedad”16. Crisis de la teoría, pues.
Queda uno sorprendido de la manera tan poco crítica en la que un lector tan esclarecido como Foucault daba cuenta de lo que designaba bajo el término globalizante de “marxismo”: “El marxismo se proponía como una ciencia, una suerte de tribunal de la razón, que permitiría distinguir la ciencia de la ideología” y de “constituir un criterio general de racionalidad de toda forma de saber”. Cada uno de estos asertos es refutable, salvo que se confunda la teoría de Marx con el marxismo “ortodoxo” dogmatizado y estalinizado, o se trate de confundir a Marx con la interpretación cientificista que pudo dar la escuela althusseriana. Foucault pagó aquí sin duda un (pesado) tributo de ignorancia a la marxología dominante sometida a las razones de Estado y de Partido, quedando entonces la teoría crítica de Marx deglutida en un positivismo grosero.
Foucault matizó no obstante esa lamentable amalgama y regresó sobre sus propios tanteos: “Lo que deseo, no es tanto la desfalsificación, la restitución de un verdadero Marx, sino el aligeramiento, la liberación de Marx respecto de la dogmática de partido que, a la vez, la ha encerrado y esgrimido durante tanto tiempo”. Habría hecho falta sin duda, para que esto fuera posible, que cayera el Muro de Berlín y que se derrumbara la ilusión de un “socialismo real”. Hacía falta para que mil (y un) marxismos se desarrollaran a plenitud. Pero cuando Foucault se golpeaba la cabeza contra los muros de la época, la cuestión era inventar “formas de reflexión que escapan al dogma marxista”, sin ceder no obstante a los modos versátiles del aire del tiempo, era también la cuestión – como escribiría diez años más tarde Derrida – de la imposibilidad de un porvenir “sin Marx”, más que de un regreso a la razón pura kantiana o a la filosofía liberal anglosajona.
De un recomienzo sin tabla rasa, pues. Tan es así, como bien lo repetía Deleuze, que se recomienza siempre por el medio.
Argumentos uam-x México 3132, nueva época, año 19 n° 52, septiembre-diciembre 2006
Traducción del francés de Arturo Anguiano
www.danielbensaid.org
Referencias
– Afery, Janet y Kevin Anderson, Foucault and the Iranian Revolution, Presses universitaires de Chicago, 2005.
– Bensaïd, Daniel, La Révolution et le pouvoir, Stock, París, 1975.
– Deleuze, Gilles, Deux régimes de fous, Minuit, París, 2004.
– Foucault, Michel, Dits et Écrits, Quarto Gallimard, París, 2001.
Documents joints
- Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, París, Minuit, 2004, pp. 128-132.
- Michel Foucault, Dits et Écrits, II, París, Quarto Gallimard, 2001, p. 450.
- Ibid., p. 269.
- Michel Foucault, “Une poudrière appelée Islam”, Dits et Écrits, II, op. cit., p. 759.
- Ibid., p. 1397.
- Le Monde, 11-12 de mayo de 1979. Para un examen de los artículos de Foucault sobre la revolución iraní y dosificarlo con su controversia con Maxime Rodinson, véase Janet Afery y Kevin Anderson, Foucault and the Iranien Revolution, Presses Universitaires de Chicago, 2005.
- En gran medida hemos sostenido el esquema marxista criticado por Foucault, viendo en el movimiento contra la dictadura del Shah el inicio religioso de una revolución social. Pero los reportajes de nuestro camarada Michel Rovère (véanse sus artículos en Rouge de la época), las alertas de camaradas iraníes exilados, y sobre todo los procesos con amenazas de penas de muerte, desde agosto de 1979, contra nuestros camaradas de Abadan culpables de haber apoyado a los huelguistas de la industria petrolera, nos condujeron rápidamente a reconsiderar nuestra posición. Desde1979, nos manifestamos en París contra la represión en Irán y la dictadura de los mullahs.
- Referencias de los artículos de Rodinson.
- En un artículo de Nouvel Observateur (19 mars 1979) en respuesta a Jacques Julliard sobre “Le primat du spirituel”, Rodinson ponía en guardia en particular contra los peligros de la aplicación de la ley islámica. Acababan de realizarse en efecto manifestaciones feministas en Teherán, el 8 de marzo de 1979, contra el uso obligatorio del velo y contra la dictadura naciente de Jomeini.
- Michel Foucault, Dits et Écrits, II, op. cit., p. 475.
- Daniel Bensaïd, La Révolution et le pouvoir, París, Stock, 1975.
- Michel Foucault, Dits et Écrits, II, op. cit. p. 379.
- Ibid., p. 135.
- Ibid., p. 606.
- Ibid., p. 954.
- Ibid., p. 623. Sobre el marxismo y sus crisis, véase el trabajo de Stathis Kouvélakis in Dictionnaire du marxisme contemporain, París, PUF, collection Actuel Marx, 2002.