“La política ya prima sobre la historia.”
Walter Benjamin
“Los principios están claros, pero su aplicación es incierta.”1
GuyDebord
Si la política ya prima sobre la historia, no por ello está exenta del lazo que une a ambas desde su origen común. Un movimiento que padece un grave “déficit de conocimientos históricos”, afirmaba Debord, “ya no puede dirigirse estratégicamente”2. Tampoco políticamente. La postración posmoderna del sentimiento histórico, la retracción del tiempo largo en torno a un presente fugaz, sin ayer y sin mañana, se traducen lógicamente en una crisis de la razón estratégica. Y con ella de la política, que no es una ciencia de la administración ni una técnica institucional, sino un arte de los momentos propicios y de los espacios de decisión. Un arte estratégico. La política debe colocarse “exactamente en el punto de vista de los actores”. Ahora bien, “para ver la continuación”, el actor ha de “pagar al contado”3.
El teatro de operaciones
Este punto de vista de los actores es “muy difícil” de mantener. Se trata, mientras se está en el meollo de la refriega, de conocer “todas sus circunstancias”4. Negándose a concebirla como objeto de una “ciencia positiva y dogmática”, Jomini5 definió la guerra como“un arte sujeto a algunos principios generales” y “como un drama pasional”. Una cuestión de razón apasionada o de pasión razonada. En la que es preciso prepararse para el “momento favorable”a fin de llegar a punto “al centro de la ocasión”. Prepararse. Estar dispuesto, porque cada minuto es una puerta estrecha por la que puede surgir el mesías. Y ser fiel a la cita.
Lo mismo ocurre en la política. Si la guerra pudo definirse como su continuación por otros medios, la política deviene recíprocamente la continuación de la guerra con sus propios medios. Es también un arte del tiempo quebrado, de la coyuntura, del momento propicio que hay que aprovechar para llegar a punto “al centro de la ocasión”. Tanto en la revolución como en la guerra, siempre se está “en la incertidumbre de la situación recíproca de los dos bandos”. Por tanto, no hay más remedio que trabajar para lo incierto y actuar “según verosimilitudes generales”, porque “es ilusorio esperar un momento en que uno se sienta libre de toda ignorancia”6.
A diferencia de las guerras, las revoluciones no se declaran. Pero al igual que aquellas, se preparan: “En el análisis […] del sistema de correlación de fuerzas existente en una situación dada, puede ser útil recurrir al concepto que en la ciencia militar se denomina ‘coyuntura estratégica’, es decir, para ser más precisos, al concepto del grado de preparación estratégica del teatro de la lucha, uno de cuyos principales elementos consiste en las condiciones cualitativas del personal dirigente y de las fuerzas activas que cabe denominar de primera línea. […] El grado de preparación estratégica puede dar la victoria a fuerzas aparentemente inferiores a las del adversario.”7 La preparación estratégica tiene por tanto la finalidad de desbaratar las apariencias de la cantidad y de la masa, de adivinar las debilidades subyacentes a la fuerza y las fuerzas subyacentes a la debilidad, de modificar sus correlaciones. El resultado de una crisis depende de este grado de preparación y de formación, no solo de un “personal dirigente”, sino también de una red militantecuya actividad irrigue el conjunto de la sociedad.
Tras la Revolución Francesa, Clausewitz diferenció la táctica –el empleo de fuerzas con vistas a la victoria en una batalla– de la estrategia –el empleo de las victorias para alcanzar los objetivos de la guerra–. De la guerra local a la guerra global, pasando por las guerras nacionales y mundiales, la relación entre estrategia y táctica no ha dejado de evolucionar en el sentido de una creciente dilatación del teatro de operaciones y de la duración de las mismas. En la era de la globalización, la lucha de clases toma el cariz de una guerra civil generalizada. Lo que ayer mismo todavía se consideraba estratégico se reduce al episodio táctico de un gran juego cuyo campo se amplía sin cesar. En la dialéctica de la guerra y de la batalla, a veces hay que saber perder batallas para ganar la guerra, del mismo modo que hay que saber ceder espacio para ganar tiempo. En el gran tablero de la mundialización, las guerras de ayer se han convertido de este modo en las batallas de hoy.
Las categorías de estrategia y táctica tienen por objeto reducir la parte irreductible de lo aleatorio propio de toda situación de enfrentamiento. Sin embargo, en un intento de reforzar el dominio de la razón sobre la guerra, Moltke8, fiel discípulo de Clausewitz, reconoció sus límites: “Las consecuencias materiales y morales de todo enfrentamiento importante tienen un alcance tal que generan una situación completamente diferente, que se convierte entonces en la base de nuevas medidas. Ningún plan de operaciones puede extenderse más allá del primer encontronazo con las fuerzas principales del enemigo”. El mando se ve entonces obligado “a tomar medidas que no puede predecir”9. La presencia de ánimo releva así al cálculo instrumental. Sin el trabajo previo de la razón, la audacia no sería, sin embargo, más que temeridad, y la decisión una aventura.
Estrategia y táctica, ofensiva y defensiva, guerra de desgaste y guerra de movimiento, vanguardia y masas: el vocabulario militar se introdujo en la lucha de clases con motivo de las controversias de la II Internacional, en una época en que la historia militar pasó a ser una preocupación importante de las escuelas de guerra. Parte de una racionalidad original, irreductible a la objetividad de la razón instrumental. Para la razón estratégica, la observación del terreno, la información sobre el enemigo, su logística, su retaguardia, modifica sin cesar las “condiciones objetivas” del conflicto. Su ciencia es por tanto necesariamente histórica. De ahí también que, como es sabido, los militares siempre llevan una guerra de retraso: la siguiente es forzosamente inédita, por mucho que la memoria de las precedentes sea indispensable para dirigirla. Los revolucionarios se hallan en una situación análoga. Por tanto, ellos también corren el riesgo de llevar siempre una revolución de retraso, pues la memoria de las revoluciones del pasado está llena de enseñanzas indispensables, pero nadie puede decir qué serán las revoluciones futuras.
enigma de las revoluciones modernas
¿Cómo puede una clase social sometida a una dominación tanto económica como política y cultural pretender edificar un mundo nuevo sin verse anegada en toda la mierda del antiguo? ¿Cómo puede el trabajador, mutilado física y mentalmente por el trabajo alienado, ser el artífice de esta emancipación? Estos son los enigmas de las revoluciones modernas. Ante el “populicidio” de la Vandea, Babeuf se indignó: “¡Nos han convertido en bárbaros!” El mundo nuevo, sin embargo, se construye con los hombres y los materiales del antiguo. Pretender hacer tabla rasa del pasado, o querer caligrafiar a su gusto sobre una página en blanco los ideogramas del hombre nuevo, encierra fuertes derivas autoritarias y burocráticas.
En los orígenes del capitalismo mercantil, aburguesarse era acumular poder económico, político, simbólico y cultural, acumulado y transmitido de generación en generación por las élites de la dominación. Proletarizarse, por el contrario, era perder el dominio sobre sus medios de producción, sobre el contenido y la finalidad del propio trabajo, sucumbir ante el encanto venenoso del fetichismo de la mercancía. En la sensación del eterno retorno –¡de la eternidad por los astros!10– resuena la prueba de este encarcelamiento en el círculo vicioso de la reproducción social. ¿Significa esto que la tragedia de la repetición no deja lugar a más esperanza que el asedio siempre recomenzado de las resistencias fragmentarias bajo las murallas infranqueables de la dominación?
En los países de larga tradición parlamentaria, la “guerra de desgaste”se libra desde hace tiempo. En ellos no puede surgir una alternativa a las instituciones existentes sin la experiencia más o menos prolongada de una doble legitimidad y de una dualidad de poderes. Un derecho nuevo, una nueva hegemonía, nuevas relaciones de propiedad, no pueden imponerse sin solución de continuidad de la norma jurídica ni sin inversión de la relación de fuerzas. Cuando entra en declive un modo de dominación sin que el relevo esté listo, las transiciones son inciertas.
¿Puede un gobierno a caballo de una doble legitimidad ser “el comienzo parlamentario” de una revolución social, o bien “el seudónimo popular” de un poder revolucionario naciente”?11 “Los principios están claros, pero su aplicación es incierta”, ironizaba Debord. Para que un gobierno de transición emprenda una dinámica de ruptura y no de salvamento del orden establecido, debería apoyarse en un ascenso de las movilizaciones sociales, atreverse desde sus primeras medidas a penetrar sin miedo en el coto vedado del poder estatal y de la propiedad privada.
Tras el intento fallido de golpe de Estado de junio de 1973 en Chile, la derecha se quedó arrinconada y a la defensiva y los trabajadores movilizados masivamente. Durante algunos días, la situación era propicia para una contraofensiva revolucionaria. Los dirigentes del Movimiento de la Izquierda Revolucionaria (MIR) se plantearon participar en un gobierno de respuesta apoyado en los órganos nacientes de poder popular. Los dirigentes de la Unidad Popular fueron en la dirección contraria, abriendo el gobierno a los militares (entre ellos a Augusto Pinochet en persona), desarmando a los barrios, desmantelando los embriones de organización democrática en el seno del ejército. Los generales de las tres armas tuvieron así las manos libres para preparar desde el asedio del poder su golpe del 11 de septiembre.
Tras el fracaso del intento de golpe de Estado de marzo de 1975 en Portugal, la crisis política abierta también habría permitido plantear la formación de un gobierno de salud pública que se apoyara en la respuesta popular y en la radicalización del movimiento social (inclusive en el seno del ejército) para profundizar la dinámica revolucionaria iniciada el 25 de abril de 1974. En ambos casos, la formación de un gobierno de excepción, basado en órganos de poder popular frente a los manejos golpistas, habría permitido, no el desenlace, sino la profundización de la crisis de legitimidad institucional, la centralización de una legitimidad alternativa, y la preparación de la inevitable prueba de fuerzas decisiva.
Si, como escribe Gramsci, “la unidad histórica de las clases dirigentes se produce en el Estado”, y si “las clases subalternas […] no pueden unificarse mientras no puedan convertirse en ‘Estado’”12, entonces la conquista del poder político sigue siendo un paso obligado para la emancipación. Constituir las clases subalternas en clases dirigentes a través de su lucha por el poder político es precisamente el objetivo de la “reforma intelectual y moral” y de la lucha por la hegemonía. Su finalidad no es la victoria corporativa exclusiva de la clase explotada, sino la afirmación de una “voluntad colectiva nacional-popular” tendente a una forma superior de civilización humana a fin de resolver una crisis global de relaciones sociales de producción y reproducción13.
En los países capitalistas con instituciones representativas relativamente estables, la hipótesis estratégica que se desprende de las experiencias del siglo XX es la de la huelga general insurreccional. Una hipótesis no es un modelo ni una predicción, sino simplemente una guía para la acción, un horizonte regulador, de la que se derivan una serie de tareas: desarrollar experiencias participativas de control, de autogestión, de autoorganización, de donde pueden surgir elementos de un poder alternativo; promover una lógica de apropiación social frente a la privatización del mundo; defender una mayor socialización de las rentas mediante la extensión de los servicios públicos y de la protección social; deslegitimar las instituciones existentes y la política profesionalizada, introducir el espíritu de disidencia en el ejército, etc.
En países en los que los asalariados representan la gran mayoría de la población, la fórmula de la “huelga general” o de la “comuna insurreccional” pone además el acento en la necesaria centralización de las luchas y en la capacidad de iniciativa frente a un poder también fuertemente organizado14. Si la dualidad de poder adopta en ellos un carácter inextricablemente social y territorial (París insurrecto contra Versalles), el antagonismo concentrado en un espacio reducido exige un desenlace rápido. No ocurre lo mismo en el caso de las revoluciones asociadas a luchas de liberación nacional o en sociedades en que la cuestión agraria sigue siendo explosiva y la presencia del Estado en el conjunto del territorio sigue siendo débil15.
La respuesta al enigma –¿cómo llegar a ser todo partiendo de nada?–parecía darse de forma natural, en Marx y Engels, en virtud del crecimiento numérico del proletariado industrial, de su concentración en grandes unidades de producción, del fortalecimiento de sus organizaciones colectivas y de la elevación gradual de su nivel de conciencia.Un siglo y medio después, este optimismo de la razón está fuera de lugar. Sin embargo, la apuesta por la dinámica histórica del progreso no se reducía a un vulgar determinismo sociológico. En la experiencia de la lucha emerge una subjetividad rebelde, que adquiere una dimensión política cuando la lucha del obrero contra su patrón deviene la lucha del proletariado contra la burguesía y contra el reinado anónimo del capital16.
Estrategias y partidos
Al igual que la política institucional con la que a menudo se identifican, los partidos tienen hoy una mala reputación, en muchos casos justificada en la medida en que aparecen como máquinas burocráticas que proporcionan promociones y prebendas. Útiles para movilizar y proponer iniciativas en periodos de efervescencia, hasta los partidos más revolucionarios pueden convertirse, en periodos de reflujo, en nidos de mezquindades e intrigas, de vanidades personales y de elucubraciones sectarias18, los riesgos burocráticos no son propios de la “forma partido”.Tienen sus raíces en la división social del trabajo entre trabajo manual e intelectual, entre campo y ciudad. Afectan tanto a los sindicatos como a las asociaciones y a cualquier forma de organización. Se trata de una tendencia profunda de las complejas sociedades contemporáneas. La era de la comunicación y de las redes muestra además que las burocracias informales de la “sociedad líquida” no son las menos dañinas y que la democracia plebiscitaria de opinión puede resultar mucho menos democrática que la libre confrontación de partidos y programas. Del mismo modo que la democracia no es ni una institución ni una cosa, sino “la acción que arrebata sin cesar a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública”19, un partido tampoco es una institución ni una cosa, sino un agente colectivo que inventa permanentemente su función y sus objetivos al calor de la práctica.
Tomada asimismo del vocabulario militar, la noción de vanguardia es todavía más sospechosa que la de partido. Tiene historia. A comienzos del siglo XX, la idea rondaba en el aire de la época. Al igual que en política, se aplicaba a los movimientos innovadores en literatura, pintura, arquitectura. Al término de la segunda guerra mundial, las nuevas vanguardias –letristas, neosurrealistas, situacionistas– se contentaron a menudo con repetir en son de farsa el papel de las vanguardias dadaísta, futurista, surrealista de antaño, cuyo potencial subversivo era como una réplica de la gran sacudida y la gran promesa de Octubre. En el reflujo de las esperanzas frustradas, a las vanguardias políticas y culturales de los “treinta gloriosos” no les quedaba otra que practicar la parodia, el escepticismo y la diversión. Se convirtieron de mala gana en una especie de ejército de reserva del trabajo intelectual. Del nouveau roman extenuado a los “nuevos filósofos” ajados, la novedad ya no fue más que su propio simulacro, la moda caprichosa, una repetición enfermiza de lo antiguo y los hábitos nuevos de viejas prendas recicladas. Lo que Lucien Goldmann calificó entonces de “vanguardia de la ausencia” ya no era para Debord más que la “ausencia de vanguardia”. Pero los últimos serán los primeros. Y la retaguardia que protege la retirada acabará hallándose en primera línea.
Llevando a cabo nada más que el comienzo de una novedad, las vanguardias están abocadas a desaparecer en la plena realización de lo que anticipan y anuncian. En la medida en que su campo de acción no es el porvenir lejano, sino el comienzo de un presente posible, hacen frente al orden existente en nombre de un futuro al que le cuesta nacer. De ahí que, más que de su propia impotencia, su crisis es ante todo un signo del oscurecimiento de los horizontes de expectación y de la astenia enfermiza de la época.
Cuando un movimiento, minoritario o “de masas”, se delimita mediante una adhesión voluntaria, se dota de unos estatutos y unas reglas de vida propia, adopta un programa y formula propuestas, constituye, quiérase o no, una especie de vanguardia. Limitado o amplio, el número no importa mucho, por no decir nada. Porque la forma siempre es el contenido. El partido es el programa. Y lo que hace que un partido sea vanguardia es su relación específica con la política, la transversalidad de su práctica con respecto al conjunto de los sectores sociales, el hecho de no contentarse con sumar los agravios particulares, sino de sintetizarlos en torno a un proyecto. Por tanto, por su principio mismo está en contradicción con las retóricas posmodernas de la política de migajas, de la disolución de la historia, de las alianzas arcoíris de pura circunstancia. Los animadores de movimientos sociales son a menudo conscientes de la necesidad de “relacionar los diferentes temas de resistencia” entre ellos. ¿Según qué criterios? ¿Y en nombre de qué? Si de esto no se ocupa un partido concebido como intelectual colectivo, lo harán los expertos (en relacionar) y otros asesores científicos. En otras palabras, habrá una resurrección paradójica de las vanguardias ilustradas y de los maestros pensadores.
¿Son los movimientos sociales y los partidos tan incompatibles que sea preciso sacrificar unos en aras de los otros y a la inversa? A la luz del siglo transcurrido, la desconfianza hacia los aparatos, las camarillas, los chiringuitos, es comprensible. Pero hay chiringuitos y chiringuitos, pequeños o grandes, multinacionales o familiares. Incluso hay individuos mediáticos que constituyen por sí solos un chiringuito. Varios individuos ya forman una tropa, y una organización incipiente ya es un chiringuito. Es ley de vida.
El verdadero problema son las condiciones de una relación pública y clara entre movimientos sociales y organizaciones políticas. Una existencia bien visible y un diálogo franco valen mucho más, en este sentido, que las manipulaciones entre bastidores y las maniobras oscuras. No solo la lucha de los partidos no es un obstáculo para la democracia, sino que es una condición necesaria de esta. Sin la dialéctica de los fines y de los medios, del objetivo y del movimiento, la política, en efecto, se diluiría en la nada. Se perdería en cálculos sin porvenir, se reduciría a una gestión rutinaria, sin proyecto ni visión. Sin horizonte estratégico.
Agosto de 2007, www.danielbensaid.org
Traducción: Viento Sur
Documents joints
- Guy Debord, Le Jeu de la guerre, París, Gallimard, 2006.
- Guy Debord, Œuvres, París, Quarto Gallimard, 2006, p. 1 804.
- Guy Debord, <em>Œuvres</em>, <em>op</em>. <em>cit</em>., p. 1 783.
- “Y lo que ignoraban entoncesno solo era el resultado todavía incierto de sus propias operaciones frente a las operaciones del enemigo […]; y en el fondo desconocían el valor exacto que debían atribuir a sus propias fuerzas, hasta que estas lo demostraran, precisamente, en el momento en que fueran utilizadas, cuyo resultado, por otro lado, lo altera al tiempo que lo demuestra”, Guy Debord, Panégyrique, en Œuvres, op. cit., p. 1 657.
- Antoine-Henri de Jomini (1779-1869), banquero, militar, historiador y teórico de la estrategia militar, formó parte del estado mayor de Napoleón Bonaparte y más tarde del del zar Alejandro I. Entre sus escritos reeditados conviene mencionar Guerres de la Révolution, Hachette, París 2010,y Précis de l’art de la guerre, Ivrea/Fonds Champ libre, París 1994 (edición resumida presentada por Bruno Colson, Perrin, París 2001). (Nota de la redacción de Inprecor).
- Carl von Clausewitz, Notes sur la Prusse dans la grande catastrophe, Champ libre, París 1976.
- Antonio Gramsci, Cahiers de prison n° 13, París, Bibliothèque de philosophie–Gallimard, 1978, p. 407.
- Helmuth Karl Bernhard von Moltke (1800-1891), mariscal prusiano, jefe del estado mayor del ejército prusiano durante las guerras contra Austria (1866) y contra Francia (1870-1871). Continuador de los trabajos de Carl von Clausewitz, entre ellos su famoso Testamento, escribió numerosas obras de estrategia y una historia de la guerra de 1870-1871. (Nota de la redacción de Inprecor).
- En el uso que hacen de las nociones de táctica y estrategia, de ofensiva y defensiva, los teóricos de la socialdemocracia alemana se muestran muy influidos por la literatura militar, en particular por la <em>Historia del arte de la guerra en el marco de la historia política</em>, de Hans Delbrück, cuyo primer volumen se publicó en 1900.
- Alusión al libro de Auguste Blanqui, Éternité par les astres (Les impressions nouvelles, Bruselas 2012), escrito en la cárcel. Walter Benjamin escribió a este respecto: “El aspecto turbador de este esbozo es que está totalmente desprovisto de ironía. Es una sumisión sin reservas y al mismo tiempo la requisitoria más terrible que pueda pronunciarse hacia una sociedad que proyecta en el cielo esta imagen cósmica de sí misma. El texto, que desde el punto de vista de la lengua muestra un relieve muy marcado, guarda una relación notable tanto con Baudelaire como con Nietzsche.” (Nota de la redacción de Inprecor).
- Después del V congreso de la Internacional Comunista, en el que fueron objeto de una viva controversia en relación con el balance de la revolución alemana frustrada de 1923, estas cuestiones quedaron en suspenso.
- Antonio Gramsci, Cahiers de prison n° 25, op. cit., p. 312.
- Para Gramsci, si es popular, el momento nacional es legítimo dentro de una perspectiva internacionalista. La distinción entre el nacionalismo y el movimiento “nacional-popular” remite a la oposición entre lo particular que puede “servir a lo universal” y el particularismo nacionalista de un Barrès. Véase Gramsci, Cahiers de prison n° 3 et n° 14, op. cit.
- Las experiencias chilena y portuguesa han mostrado cómo, aunque debilitadas y a la defensiva, las clases dominantes pueden utilizar su superior capacidad de decisión y de iniciativa planificando el golpe de Estado en Santiago o pasando a la ofensiva contra un movimiento social fuerte, pero dividido y poco organizado en noviembre de 1975 en Portugal.
- Es lo que subrayaba Mao, bastante antes de la República de Yenán, en su texto de 1927, titulado ¿Por qué el poder rojo puede existir en China?
- André Passeron reprocha a Pierre Bourdieu que no dé importancia suficiente a las resistencias moleculares y las prácticas subversivas de los dominados. Asimismo, Michel Foucault subraya el estrecho vínculo que existe entre los poderes y lo que se les resiste.
- Por esta razón, Marx distingue el partido“en sentido amplio o histórico”, como constitución del proletariado en “clase política”, del partido en sentido estricto, como forma de organización intermitente, asociada a determinadas coyunturas. De ahí también que no hubiera dudado, por dos veces, en disolver los partidos que había contribuido a fundar, la Liga de los Comunistas en 1852 y la I Internacional en 1874.[/efn_note. Una estrategia sin partido, no obstante, es tan difícil de concebir como una cabeza sin cuerpo, o como un estado mayor sin tropa, dirigiendo sobre el papel batallas imaginarias en que se enfrentan ejércitos fantasma.
La desecularización del mundo y el pretendido “retorno” de lo religioso constituyen el precio del declive de la idea misma de política. La denigración de “la forma partido”, tan en boga actualmente en las izquierdas alternativas, es otro. La profesionalización a ultranza de la vida política, la burocratización de las organizaciones, la confesión de impotencia de los dirigentes de izquierda y de derecha frente al despotismo de los mercados, hacen recaer sobre los partidos políticos una legítima sospecha de manipulación, de promoción personal, de corrupción, léase de inutilidad pura y simple. La lucha política no deja de ser, fundamentalmente, una lucha de partidos, independientemente de los nombres o los logotipos de que se doten. Organización colectiva, basada en la adhesión voluntaria a un programa y unas reglas de vida común, un partido sigue siendo la mejor garantía de independencia relativa respecto del poder del dinero y de los mecanismos de cooptación mediática.
Del mismo modo que “los peligros profesionales del poder”17Véase Christian Rakovsky, Les dangersprofessionnels du pouvoir, (Nota de la redacción de Inprecor).
- Jacques Rancière, La Haine de la démocratie, París, La Fabrique, 2005, p. 105.