Una revisión crítica sobre la revolución rusa, con ocasión o con el pretexto del 80 aniversario de Octubre, suscita muchas preguntas, tanto de orden histórico como programático. El asunto es importante. Se trata ni más ni menos que de la inteligibilidad del siglo que se acaba, de nuestra capacidad para salvar el pasado del olvido, para preservar un futuro abierto a la acción revolucionaria.
Sin embargo, incluso antes de entrar en la masa de los nuevos documentos accesibles debido a la apertura de los archivos soviéticos (que permitirán sin duda alguna nuevas clarificaciones y una renovación de las controversias), la discusión se topa con los productos de consumo de la ideología dominante, cuyas intenciones se ven claramente en su reciente y consensuado homenaje necrológico a Francois Furet. En estos tiempos de contrarreforma y de reacción, no tiene nada de extraño que los nombres de Lenin y de Trotsky sean tan impronunciables como lo fueron los de Robespierre o Saint-Just bajo la Restauración.
Para comenzar a desbrozar el terreno, conviene considerar tres ideas bastante difundidas hoy:
1. De hecho la revolución, Octubre, sería más bien el nombre emblemático de un complot o de un golpe de Estado minoritario que impuso de golpe, por arriba, su concepción autoritaria de la organización social en beneficio de una nueva élite.
2. Todo el desarrollo de la revolución rusa y de sus desventuras totalitarias estaría inscrito en su germen, por una especie de pecado original, en la idea (o la « pasión » según Furet) revolucionaria: la historia se reduciría entonces a la genealogía y el realización de esa idea perversa, despreciando las grandes convulsiones reales, acontecimientos colosales y la salida incierta de toda lucha.
3. En fin, la revolución rusa habría sido condenada a ser una monstruosidad por haber nacido de un parto prematuro de la historia, de una tentativa de forzar su curso y su ritmo, mientras que las « condiciones objetivas » de una superación del capitalismo no estaban reunidas: en lugar de tener la sabiduría de « autolimitar » su proyecto, los dirigentes bolcheviques habrían sido los agentes activos de ese contratiempo.
¿Revolución o golpe de Estado?
La revolución rusa no fue el resultado de una conspiración sino de la explosión, en el contexto de la guerra, de las contradicciones acumuladas por el conservadurismo autocrático del régimen zarista. Rusia, a comienzos del siglo, era una sociedad bloqueada, un caso ejemplar de desarrollo desigual y combinado, un país a la vez dominante y dependiente, que unía los rasgos feudales de un campo en el que la servidumbre estaba oficialmente abolida desde hacía menos de medio siglo y los rasgos del capitalismo industrial urbano más concentrado. Gran potencia, era una potencia subordinada tecnológica y financieramente. El cuaderno de quejas presentado por el pope Gapone en la revolución de 1905 es un verdadero registro de la miseria que reinaba en el país de los zares. Las tentativas de reformas eran rápidamente bloqueadas por la oligarquía, la cerrazón del déspota y la inconsistencia de una burguesía a la que ya pisaba los talones el naciente movimiento obrero. Las tareas de la revolución democrática correspondían así a una especie de tercer estado en el que, a diferencia de la revolución francesa, el proletariado moderno, aunque minoritario, constituía ya el ala más dinámica.
Era en todo eso en lo que la santa Rusia podía representar el eslabón débil de la cadena imperialista. La prueba de la guerra prendió fuego a ese polvorín.
El desarrollo del proceso revolucionario, entre febrero y octubre de 1917, demostró claramente que no se trataba de una conspiración minoritaria de agitadores profesionales, sino de la asimilación acelerada de una experiencia política a escala de masas, de una metamorfosis de las conciencias, de un desplazamiento constante de las relaciones de fuerza.
En su magistral Historia de la Revolución Rusa, Trotsky analizó minuciosamente esta radicalización, de elección sindical en elección sindical, de elección municipal en elección municipal, entre los obreros, los soldados y los campesinos. Mientras los bolcheviques no representaban más que el 13% de los delegados en el congreso de los soviets en junio, las cosas cambiaron rápidamente tras las jornadas de Julio y la tentativa del golpe de Kornilov: representaban entre el 45% y el 60% en octubre.
Lejos de ser un golpe de mano logrado por sorpresa, la insurrección representó pues la conclusión y el desenlace provisional de una prueba de fuerzas que maduró a lo largo de todo el año, durante la cual el estado de espíritu de las masas plebeyas se encontró siempre a la izquierda de los partidos y de sus estados mayores, no sólo los de los socialistas revolucionarios, sino incluso los del Partido Bolchevique o de una parte de su dirección (incluso sobre la decisión de la insurrección). Por otra parte eso es lo que explica que la insurrección de Octubre, comparativamente con las violencias que hemos conocido después, fuera irrisoriamente poco violenta y poco costosa en vidas humanas, a poco que se tome el cuidado de distinguir las víctimas de Octubre propiamente dicho (de un lado y otro) y las de la guerra civil a partir de 1918, apoyada por las potencias extranjeras, entre ellas Francia y Gran Bretaña en primera fila.
Si se entiende por revolución un impulso de transformación venido de abajo, de las aspiraciones profundas del pueblo, y no de la realización de algún plan maravilloso imaginado por una élite ilustrada, no hay duda de que la revolución rusa fue una revolución, en el pleno sentido de la palabra. Basta con compulsar las medidas legislativas tomadas en los primeros meses y el primer año por el nuevo régimen para comprender que significan un cambio radical de las relaciones de propiedad y de poder, a veces más rápidamente de lo previsto y querido, a veces más allá incluso de lo deseable, bajo la presión de las circunstancias. Numerosos libros dan fe de esta ruptura en el orden del mundo (Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed) y de su resonancia internacional inmediata (La Révolution de Octobre et le mouvement ouvrier européen, collectif, EDI 1967).
Marc Ferro subraya (principalmente en La révolution de 1917, Albin Michel, 1997; y Naissance et effondrement du regime communiste en Russie, Livre de poche, 1997), que no hubo en aquel momento mucha gente que lamentara la caída del régimen del zar y llorara al último déspota. Insiste al contrario en el vuelco del mundo tan característico de una auténtica revolución, hasta en los detalles de la vida cotidiana: en Odessa, los estudiantes dictan a los profesores un nuevo programa de Historia; en Petrogrado unos trabajadores obligan a sus patronos a aprender el « nuevo derecho obrero »; en el ejército, unos soldados invitan al capellán a su reunión para « dar un nuevo sentido a su vida »; en algunas escuelas, los niños reivindican el derecho al « aprendizaje del boxeo para hacerse oír y respetar por los mayores… »
Este impulso revolucionario inicial se hacía aún sentir a lo largo de los años veinte, a pesar de las penurias y del atraso cultural, en las tentativas pioneras en el frente de la transformación del modo de vida: reformas escolares y pedagógicas, legislación familiar, utopías urbanas, invención gráfica y cinematográfica. Es él quien permite explicar las contradicciones y las ambigüedades de la gran transformación operada en el dolor entre las dos guerras, donde se mezclan aún el terror y la represión burocrática y la energía de la esperanza revolucionaria.
Nunca ningún país del mundo habrá conocido una metamorfosis tan brutal, bajo el látigo de una burocracia faraónica: entre 1926 y 1939, las ciudades aumentarán en 30 millones de habitantes y su parte en la población global pasará del 18% al 33%; durante el primer plan quinquenal, la tasa de crecimiento fue del 44%, es decir prácticamente tanto cómo entre 1917 y 1926; la fuerza de trabajo asalariada llega ser más del doble (pasa de 10 a 22 millones); lo que significa la ruralizución masiva de las ciudades, un enorme esfuerzo de alfabetización y de educación, la imposición a marchas forzadas de una disciplina del trabajo.
Esta gran transformación fue acompañada por un renacimiento del nacionalismo, un auge del carrerismo, por la aparición de un nuevo conformismo burocrático. En este gran barullo, ironiza Moshe Lewin, la sociedad estaba en un cierto sentido « sin clases », pues todas las clases estaban sin forma, en fusión (Moshe Lewin, La Formation de la Unión sovietique, Gallimard, 1985).
Voluntad de potencia o contrarrevolución burocrática
La suerte de la primera revolución socialista, el triunfo del estalinismo, los crímenes de la burocracia totalitaria, constituyen sin duda alguna uno de los hechos más importantes del siglo. Las llaves de su interpretación tienen por ello una grandísima importancia. Para algunos, el principio del mal residiría en un fondo malvado de la naturaleza humana, una irrefrenable voluntad de poder que puede manifestarse bajo diferentes máscaras, incluso la de la pretensión de hacer la felicidad de los pueblos a su pesar, de imponerles los esquemas preconcebidos de una ciudad perfecta. A nosotros nos importa al contrario comprender en la organización social, en las fuerzas que se constituyen en ella y que se enfrentan, las raíces y los resortes más profundos de lo que ha veces se ha llamado « el fenómeno estalinista ».
El estalinismo, en circunstancias históricas concretas, remite a una tendencia más general a la burocratización que actúa en todas las sociedades modernas. Está alimentada fundamentalmente por el auge de la división social del trabajo (entre trabajo manual e intelectual principalmente), y por « los peligros profesionales del poder » que le son inherentes. En la Unión Soviética, esta dinámica fue mucho más fuerte en la medida en que la burocratización se produjo con un fondo de destrucción, de penuria, de arcaísmo cultural, en ausencia de tradiciones democráticas. Desde su origen, la base social de la revolución era a la vez amplia y estrecha. Amplia en la medida en que se basaba en la alianza entre los obreros y los campesinos que constituían la aplastante mayoría social. Estrecha en la medida en que su componente obrera, minoritaria, fue rápidamente reducida por los desastres de la guerra y las pérdidas de la guerra civil. Los soldados, cuyos soviets jugaron en 1917 un papel esencial, eran en lo esencial campesinos movidos por la idea de paz y vuelta al trabajo. En esas condiciones, el fenómeno de la pirámide inversa fue pronto evidente. No era ya la base la que llevaba y empujaba a la cúspide, sino la voluntad de la cúspide la que se esforzaba por arrastrar a la base. De ahí la mecánica de sustitución: el partido sustituye al pueblo, la burocracia al partido, el hombre providencial al conjunto. Pero esta construcción no se impone más que por la formación de una nueva burocracia, fruto de la herencia del antiguo régimen y de la promoción social acelerada de nuevos dirigentes. Simbólicamente, en los efectivos del partido tras el reclutamiento masivo de la « promoción Lenin », los pocos miles de militantes de la revolución de Octubre no influyen más que los centenares de miles de nuevos bolcheviques, entre ellos los carreristas venidos tras la victoria y los elementos reciclados de la vieja administración.
El testamento de Lenin (ver Moshe Lewin, Le Dernier combat de Lénine, Minuit 1979) da fe, en su agonía, de esta consciencia patética del problema. Mientras que la revolución es un asunto de pueblos y de multitudes, el Lenin agonizante trata, para imaginar el futuro, de sopesar los vicios y virtudes de un puñado de dirigentes de los que parece ya depender casi todo.
Si los factores sociales y las circunstancias históricas juegan un papel determinante en el ascenso de la burocracia estalinista, ello no significa que las ideas y las teorías no tengan ninguna responsabilidad en su advenimiento. No hay en particular, ninguna duda de que la confusión mantenida, desde la toma del poder, entre el Estado, el partido y la clase obrera, en nombre de la extinción rápida del Estado y de la desaparición de las contradicciones en el seno del pueblo, favoreció considerablemente la estatización de la sociedad y no la socialización de las funciones estatales. El aprendizaje de la democracia es una asunto largo, difícil, que no va al mismo ritmo que los decretos de reforma económica. Toma tiempo, energía. La solución fácil consiste entonces en subordinar los órganos de poder popular, consejos y soviets, a un tutor ilustrado: el partido. Prácticamente, consiste también en reemplazar el principio de elección y del control de los responsables por su nominación a iniciativa del partido, desde 1918 en algunos casos. Esta lógica conduce finalmente a la supresión del pluralismo político y de las libertades de opinión necesarias para la vida democrática, así como a la subordinación sistemática del derecho a la fuerza.
El engranaje es tanto más implacable en la medida en que la burocratización no procede sólo o principalmente de una manipulación por arriba. Responde también a veces a una especie de demanda de abajo, a una necesidad de orden y de tranquilidad nacida del cansancio de la guerra y de la guerra civil, de las privaciones y el desgaste, que las controversias de la democracia, la agitación política, la petición constante de responsabilidad molestan. Marc Ferro ha subrayado con mucha pertinencia en sus libros esta terrible dialéctica. Recuerda así que existían claramente « dos focos: democrático-autoritario en la base, centralista-autoritario en la cumbre », al comienzo de la revolución, mientras que « sólo quedaba uno en 1939 ». Pero, para él, la cuestión queda prácticamente zanjada al cabo de unos meses, desde 1918 ó 1919, con el debilitamiento o la sujeción de los comités de barrio y de fábrica (Marc Ferro, Les Soviets en Russie, collection Archives). Siguiendo un planteamiento análogo, el filósofo Phiippe Lacoue-Labarthe es aún más explícito al declarar al bolchevismo « contrarrevolucionario a partir de 1920-1921 », es decir desde antes de Kronstadt, (revue Lignes n° 31, mayo 1997).
El asunto es de primerísima importancia. No se trata de oponer punto por punto, de forma maniquea, una leyenda del « leninismo bajo Lenin » al « leninismo bajo Stalin », los luminosos años veinte a los sombríos años treinta, como si nada se hubiera aún comenzado a pudrir en el país de los soviets. Por supuesto que la burocratización empieza a actuar casi inmediatamente, por supuesto que la actividad policial de la Cheka tiene su propia lógica, por supuesto que la cárcel política de las islas Solovki está abierta tras el fin de la guerra civil y antes de la muerte de Lenin, por supuesto que la pluralidad de los partidos está suprimida de hecho, la libertad de expresión limitada, incluso los derechos democráticos en el partido restringidos desde el X Congreso de 1921. El-proceso de lo que nosotros llamamos contrarrevolución burocrática no es un acontecimiento simple, fechado, simétrico la insurrección de Octubre. No se hizo en un día. Pasó por opciones, enfrentamientos, acontecimientos. Los propios actores no dejaron de debatir sobre su periodizicación, no por gusto de la precisión histórica, sino para intentar deducir de ello tareas políticas. Testigos como Rosmer, Eastman, Souvarine, Istrati, Benjamín, Zamiatine y Boulgakov (en sus cartas a Stalin), la poesía de Maïakovski, los tormentos de Mandelstam o de Tsvetaïeva, los cuadernos de Babel, etc., pueden contribuir a aclarar las múltiples facetas del fenómeno, su desarrollo, su progresión.
No deja de existir sin embargo un contraste, una discontinuidad irreductible, tanto en la política interna como en la política internacional, entre el comienzo de los años veinte y los terribles años treinta. No discutimos que las tendencias autoritarias hubieran comenzado a predominar bastante antes, que obsesionados por el « enemigo principal » (bien real en cualquier caso) de la agresión imperialista y de la restauración capitalista, los dirigentes bolcheviques hubieran comenzado por ignorar o subestimar « el enemigo secundario », la burocracia que les minaba desde el interior y acabó por devorarles. Este desarrollo de los acontecimientos era inédito en aquella época, difícil de imaginar. Precisó tiempo para comprenderlo e interpretarlo, para sacar sus consecuencias. Así, si Lenin comprendió mejor la señal de alarma que significó la crisis de Kronstadt, hasta el punto de impulsar una profunda reorientación política, sólo mucho más tarde, en La Revolución Traicionada, Trotsky conseguirá fundar el pluralismo político sobre la heterogeneidad del propio proletariado, incluso después de la toma del poder.
La mayor parte de los grandes testimonios y de los estudios sobre la Unión Soviética o sobre el propio Partido Bolchevique (ver el Moscú bajo Lenin de Rosmer, el Leninismo bajo Lenin de Marcel Liebman, la Historia del Partido bolchevique de Pierre Broué, el Stalin de Souvarine y el de Trotsky, los trabajos de E.H. Carr, de Tony Cliff, de Moshe Lewin, de David Rousset) no permiten ignorar, en la estrecha dialéctica de la ruptura y de la continuidad, el gran giro de los años treinta. La ruptura gana de lejos, atestiguada por millones y millones de muertos de hambre, de deportados, de víctimas de los procesos y de las purgas. Si fue necesario el desencadenamiento de tal violencia para llegar al « congreso de los vencedores » de 1934 y la consolidación del poder burocrático, es que la herencia revolucionaria debía ser tenaz y que no fue fácil acabar con ella.
Esto lo que llamamos una contrarrevolución, totalmente diferente en sus características, masivas, visibles, desgarradoras que las medidas-autoritarias, por inquietantes que fueran, tomadas en el fragor de la guerra civil. Esta contrarrevolución hizo igualmente sentir sus efectos en todos los terrenos, tanto el de la política económica (colectivización forzada y desarrollo a gran escala del Gulag), de la política internacional (en China, Alemania, España), de la política cultural o de la vida cotidiana, con lo que Trostky llamó el « termidor en el hogar ».
Revolución « prematura »
Desde la caída de la Unión Soviética, ha recuperado vigor entre los defensores del marxismo, principalmente en los países anglosajones (ver los trabajos de Gerry Cohén), la tesis según la cual la revolución habría sido desde el comienzo una aventura condenada por « prematura ». En realidad, esta tesis encuentra su origen muy pronto, en el discurso de los mencheviques rusos y en los análisis de Kautsky, desde 1921: bastante sangre, lágrimas y ruinas, escribía entonces, hubieran sido evitadas « si los bolcheviques hubieran poseído el sentido menchevique de la autolimitación a lo que es accesible; en ello se revela el maestro » (Von der Demokratie sur Statssktaverei, 1921, citado por Radek en Les Voies de la Révolution russe, EDI, p. 41).
La fórmula es llamativamente reveladora. Alguien polemiza contra la idea de un partido de vanguardia, pero imagina a cambio un partido maestro, educador y pedagogo, capaz de regular a su voluntad la marcha y el ritmo de la historia. Como si las luchas y las revoluciones no tuvieran también su propia lógica. Querer autolimitarlas cuando se presentan, significa de hecho del lado del orden establecido. No se trata ya entonces de « autolimitar » los objetivos del partido, sino de limitar las aspiraciones de las masas. En este sentido, los Ebert y los Noske, asesinando a Rosa Luxemburgo y aplastando los soviets de Baviera se destacaron como virtuosos de la « autolimitación ».
En verdad, el razonamiento conduce ineluctablemente a la idea de una historia bien ordenada, como un reloj, en donde todo llega a su hora, justo a tiempo. Cae en las simplezas de un estricto determinismo histórico, tan a menudo reprochado a los marxistas donde el estado de la infraestructura determina estrechamente la superestructura correspondiente. Elimina sencillamente el hecho de que la historia no tiene la fuerza de un destino, está atravesada por acontecimientos que abren un abanico de posibilidades, no todas ciertas, pero sí un horizonte determinado de posibilidades. Sus propios actores pensaron la Revolución Rusa no como una aventura solitaria, sino como el primer elemento de una revolución europea y mundial. Los fracasos de la revolución alemana o de la guerra civil española, los avatares de la revolución china, la victoria del fascismo en Italia y en Alemania no estaban escritos por adelantado.
Hablar en este caso de revolución prematura significa enunciar un juicio de tribunal histórico en lugar de colocarse desde el punto de vista de la lógica interna del conflicto y de las políticas que se enfrentan en él. Desde este punto de vista, las derrotas no son pruebas de error o de equivocación, como tampoco las victorias son prueba de verdad. Pues no hay juicio último. Lo que importa, es que se haya trazado paso a paso, con ocasión de cada gran opción, de cada gran bifurcación (la NEP, la colectivización forzada, el pacto germano-soviético, la guerra civil española, la victoria del nazismo) la pista de otra historia posible. Es lo que preserva la inteligibilidad del pasado y permite sacar de él lecciones para el futuro.
Habría bastantes otros aspectos que discutir con ocasión de este aniversario. Nos hemos contentado de « tres cuestiones de Octubre » hoy cruciales en el debate. Pero el capítulo de las Lecciones de Octubre desde un punto de vista estratégico (crisis revolucionaria, dualidad de poder, relaciones entre partidos, masas e instituciones, cuestiones de la economía de transición), de su actualidad y de sus límites, es evidentemente también decisivo. También sería importante, contra la demonización que tiende a imputar a la revolución todas las miserias del siglo, precisar que la Unión Soviética es ciertamente el país que, en una treintena de años, conoció más muertos violentos concentrados en un territorio limitado, pero que no se puede imputar a la revolución, entre esas decenas de millones de muertos (los historiadores discuten aún su cifra) los de la Primera Guerra Mundial, la intervención extranjera, la guerra civil, o de la Segunda Guerra Mundial. Igual que era, en el bicentenario de la Revolución Francesa, imposible imputar a la revolución los sufrimientos causados por la intervención de las monarquías o los de las guerras napoleónicas.
Quizá, en estos tiempos de restauración, conviene, para terminar, recordar estas soberbias líneas de Kant, escritas en 1795, en plena reacción termidoriana: « Un tal fenómeno, en la historia de la humanidad, no se olvida ya, porque ha revelado en la naturaleza humana una disposición, una facultad de progresar tal que una política no hubiera podido, a fuerza de sutileza, desprenderla del curso anterior de los acontecimientos: sólo la naturaleza y la libertad reunidas en la especie humana según los principios internos del derecho eran capaces de anunciarla, aunque, en cuanto al tiempo, de una forma indeterminada y como acontecimiento contingente. Pero, incluso si el objetivo apuntado por este acontecimiento no fuera hoy todavía alcanzado, incluso si la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo hubiera finalmente fracasado, o bien si, pasado un lapso de tiempo, todo volviera a su situación precedente, esta profecía filosófica no pierde por ello nada de su fuerza. Pues este acontecimiento es demasiado importante, está demasiado ligado a los intereses de la humanidad y tiene una influencia demasiado vasta en todas las partes del mundo para que no debe reaparecer en la memoria de los pueblos, con ocasión de circunstancias favorables y ser recordado en el momento de llevar a cabo nuevas tentativas de ese género ».
Nada puede hacer que lo que, en diez días, conmovió al mundo, sea borrado.
Viento Sur, n° 35, Diciembre 1997, pp. 59-66.