Marxismo contra totalitarismo

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En los coloquios y en los seminarios, en los artículos y en las tribunas, una tesis fue haciendo camino hasta adquirir la categoría de un lugar común: es Marx en persona, y no Stalin o Lenin, en quien radica el pecado original y la metamorfosis implacable del paraíso socialista en un infierno totalitario.

Sobre Marx debe recaer la aplastante responsabilidad de haber reducido la ley a un simple artificio de dominación, de haber negado la instancia jurídica y disuelto el terreno específico del derecho en el del poder, de haber liquidado toda teoría de la política y del Estado en beneficio de un vulgar determinismo económico. Ese gran vacío teórico e institucional se habría convertido en la tierra prometida del partido único y polimorfo, la cuna del Estado totalitario que, en sus propios principios, niega y excluye toda posibilidad de oposición interna a la sociedad.

En fin, en la misma raíz del pecado habría una doble ilusión metafísica: en la misión emancipadora del proletariado y en la idea de revolución.

El problema es muy importante por varias razones.

En primer lugar, porque el estado de sitio decretado contra el marxismo supera ampliamente el terreno del torneo ideológico y forma parte de una ofensiva general contra la clase obrera y los pueblos oprimidos. Además, porque una acusación falsa puede encubrir un problema verdadero o disuadirnos de responder a él, con el conocido pretexto de no « hacerle el juego » al enemigo.

Con todo, la acusación contra Marx es una trama de ignorancias e inconsistencias, convenientemente ligadas.

1. Es falso que Marx haya liquidado todo estatuto específico de lo político.

Antes de expresar semejantes barbaridades, habría que tomarse la molestia de leer o de releer, algunas páginas de la « Crítica de la filosofía del Estado de Hegel » hasta la « Crítica del programa de Gotha », pasando por « El 18 Brumario » o los escritos sobre Alemania y la guerra de secesión.

Sería difícil demostrar que estos textos no contienen ninguna teoría del Estado o que la reducen a un simple reflejo de las relaciones económicas.

En el fondo, el verdadero reproche que sus detractores dirigen contra Marx es más preciso: lo acusan de haber abandonado el terreno de la filosofía política clásica. Esta filosofía consistía en la búsqueda de un sistema político que salvara la unidad de una sociedad tendencialmente atomizada por la generalización de las relaciones mercantiles y la ley de la competencia. Esta filosofía buscaba también, criterios de legitimidad que pudieran hacer aceptar un poder particular como encarnación del interés general.

Las cuestiones que se plantea Marx son, en efecto, totalmente diferentes: en vez del debate sobre los equilibrios institucionales, se ocupa de los fundamentos del Estado, sus determinaciones históricas y sociales, o dicho de otra manera, sus raíces de clase. A partir de ello, su trabajo lo lleva a unos caminos que, aunque excluyen toda especulación institucional sobre la sociedad futura, son, en todo caso, profundamente políticos:

– Las condiciones de acceso del proletariado a la lucha política, es decir, las formas organizativas, sindicales y militantes del movimiento obrero;

– Las condiciones estratégicas de la emancipación política del proletariado, es decir (a partir de la experiecia de la Comuna), a la destrucción de la vieja maquinaria del Estado burgués, que no significa la abolición pura y simple del Estado como tal, pero abre la posibilidad de su « extinción ».

– En fin, las condiciones económicas y sociales de esta extinción, que indican solamente una tendencia histórica, cuyas formas sería vano y pretencioso querer predeterminar.

He aquí una serie de problemas propiamente políticos, que no son, para los nostálgicos de la filosofía clásica, sino maniobras de distracción respecto a su inagotable disertación sobre el reparto y el equilibrio de poderes.

2. Es falso que Marx haya tratado con desprecio, o hasta con ligereza, las libertades democráticas elementales.

La obra de Marx es también su combate incesante contra los privilegios, las desigualdades, el despotismo, y en favor de las libertades civiles, por los derechos de organización y expresión, por la liberación de las mujeres y la autodeterminación de los pueblos oprimidos. Los que quieren hacer de Marx el padre fundador del « totalitarismo » ven con satisfacción en su escrito sobre la « Cuestión judía » el « manifiesto » y el « breviario » del aprendiz de dictador. Sin embargo, es en este mismo texto donde Marx subraya el carácter de patrimonio indispensable de las conquistas democráticas burguesas, analizando a la vez su relatividad y sus límites. En este texto califica a la « emancipación política » burguesa como un « gran progreso », « la última forma de emancipación humana en las condiciones actuales ».

Lo que Marx cuestiona es, precisamente, « la imperfección de la emancipación política », pero no para negarle importancia, sino para abrir la perspectiva de su « superación » en un sentido que implica la conservación y la transformación cualitativa de esas libertades.

Estos límites teóricos de la democracia política burguesa no van a tardar en encontrar su verificación práctica en las revoluciones de 1848, sobre todo en las « jornadas de junio », que trazan entre el proletariado y la burguesía una frontera sangrienta.

« Marx – dice Ernst Bloch – proyecta una luz mucho más cálida, también sobre los derechos del hombre. Ha demostrado que tienen un contenido de clase burgués – y lo ha hecho con una claridad inigualable. Pero tienen también un cont enido de futuro, que todavía no tenía base. Había descubierto que la propiedad privada es determinante entre los demás derechos del hombre; pero esto no suponía que los demás derechos se encontraran truncados, suspendidos. Cuando caracteriza a la propiedad privada como un límite burgués en el interior de los derechos del hombre, ¿acaso Marx rechaza la libertad, la resistencia del pueblo a la opresión, la seguridad y tantas otras declaraciones del estado de justicia? De ninguna manera… La libertad no es criticada por Marx: por el contrario, son los derechos del hombre los que, gracias a su ímpetu y su humanidad, le permiten criticar a la propiedad privada1. »

3. Es falso que Marx haya reabsorbido la esfera propia del derecho en la arbitrariedad sin límites del poder.

El derecho, como el Estado, en tanto esfera específica institucionalizada, no es abolida por la revolución proletaria: solamente tiende a extinguirse. Desde el « Manifiesto Comunista », Marx sitúa el porvenir del derecho, como el de la moral y la religión, en una perspectiva histórica: « esas formas de conciencia sólo desaparecerán completamente con la completa desaparición de los antagonismos de clase », es decir en el horizonte de la sociedad comunista.

En la « Crítica del Programa de Gotha », Marx vuelve sobre el problema con una profundidad que ignoran completamente sus detractores. El derecho es desigual porque es incapaz de definir una igualdad efectiva entre los individuos concretos, considerados en el conjunto de sus determinaciones sociales. Para poder medirlos con el mismo rasero, este derecho está obligado a reducirlos a una abstracción jurídica, del mismo modo que el salario reduce el trabajo concreto a trabajo abstracto y la fuerza de trabajo viva a mercancía.

Esta igualdad jurídica formal es, en todo caso, un progreso considerable. Sólo podría ser superada en una sociedad de la abundancia, en la cual las diferencias entre los individuos contribuyan directamente a la plenitud de la creatividad colectiva, en vez de ser transformadas por el mecanismo de la competencia en desigualdades y humillaciones. Por eso, dice Marx, « el horizonte del derecho burgués » sólo podrá ser superado « en la fase superior de la sociedad comunista ». Estamos pues, muy lejos de la simple negación del derecho.

Diversidad de la clase, pluralismo, representación

Fue Fichte, y no Marx, quien proponía la disolución del Estado en el « reino de la razón » y del derecho en la moralidad. Fue la burocracia estalinista, y no Marx, la que decretó realizada la unidad sin fisuras del proletariado y la identidad de la sociedad y del Estado, la que aplastó las contradicciones de la conciencia colectiva en movimiento bajo el imperativo de la Razón de Estado, la que fundió dentro del derecho público todas las ramas del derecho. Marx veía la extinción del Estado, del derecho, de la familia, como un largo proceso, que marcaba el pasaje de la era de la necesidad (del trabajo forzado) a la era de la libertad, de la prehistoria a la historia.

Mientras la transparencia de las relaciones sociales no fuera efectivamente realizada, sino decretada de un modo autoritario, no habría lugar para la contradicción, para la divergencia, para la pluralidad de opiniones; toda diferencia se transformaría en delito o en desviación. Sin embargo, Marx mismo había percibido claramente la dialéctica histórica de la conciencia de clase en el movimiento de la auto-emancipación del proletariado: ningún partido, en el sentido « efímero » del término, puede pretender encarnar la totalidad del « partido en el sentido histórico », es decir: como la suma de experiencias de la clase, con toda su diversidad. Más aún, si tenemos en cuenta que el mantenimiento de las grandes divisiones entre el campo y la ciudad, el trabajo manual y el intelectual, entre hombres y mujeres, no cesan de nutrirse de manera incesante diferenciaciones sociales objetivas, en el seno mismo de la clase.

La posición de Lenin en el debate sobre la cuestión sindical en 1921 en la URSS, demuestra que él también era consciente de la necesidad de mecanismos institucionales que garantizaran la formulación y la expresión de necesidades diferentes en el seno de la clase, consciente también de la incapacidad del Estado para representar y unificar estas necesidades, a veces contradictorias.

En fin, Trotsky pudo contribuir en algunos textos de comienzos de los años veinte sobre todo « Terrorismo y comunismo » e incluso « El Nuevo Curso », a la confusión entre la excepción y la regla, a la justificación de la arbitrariedad del poder, en nombre del postulado de la adecuación entre la clase histórica y el poder que la representa plenamente. Pero también le corresponde el mérito de haber clarificado teóricamente y sistematizado, por medio del análisis de la degeneración burocrática, lo que en Marx y Lenin eran solamente intuiciones fragmentarias.

En « La revolución traicionada », Trotsky defiende el principio del pluripartidismo en una sociedad de transición al socialismo, en función de « la diversidad del proletariado »: « porque la conciencia de una clase no responde exactamente a su lugar en la sociedad », « porque una clase está desgarrada por antagonismos internos », ella puede « formar varios partidos ».

Esta sola constatación tiene importantes consecuencias. En efecto, el reconocimiento del derecho a la pluralidad de partidos implica necesariamente la distinción entre esos partidos y el aparato de Estado, así como una definición institucional de sus condiciones de funcionamiento, de expresión, de participación en el ejercicio del poder; dicho de otra manera, implica un derecho público distinto del poder, una verdadera legalidad en la fase de transición.

Hay que hacer notar sobre esta cuestión, que la forma en que se plantea frecuentemente la alternativa entre democracia directa y democracia representativa oscurece el problema. Es cierto que Lenin y la Internacional Comunista han rechazado toda tentativa de conciliación entre las formas de democracia soviéticas (comités, consejos) y las formas parlamentarias de la democracia representativa. A la luz de la revolución rusa, el núcleo de este debate contra Kautsky o los austro-marxistas tuvo un carácter estratégico: se trataba de saber cuál de los dos poderes, en presencia de una crisis revolucionaria, saldría victorioso; mientras los reformistas se esforzaban por salvar el Estado burgués tolerando formas soviéticas, al no poder eliminarlas, a condición de se subordinaran a ala soberanía de las instituciones parlamentarias.

Pero a partir de esto, los detractores de la democracia socialista y apologistas de la democracia parlamentaria, pretendieron tomar al pie de la letra la noción de democracia directa, la cual, al negar toda forma de representación, sólo podría engendrar una suma contradictoria de intereses corporativos, extrayéndoles el mínimo común denominador. Por ello, la democracia directa sería incapaz de producir una visión de conjunto y una voluntad general coherente y, por esta impotencia, terminaría abriendo el camino necesariamente al partido único y totalitario que se impondría a la atomización de organismos cerrados en el horizonte limitado de su empresa, de su barrio o de su pueblo.

Sin embargo, la democracia directa no es necesariamente una pirámide que funciona unilateralmente de la base a la cumbre, en detrimento de toda síntesis. Lenin era partidario de la revocabilidad de los elegidos, pero no deducía de ello el mandato imperativo. El mandato imperativo paralizaría la discusión y la modificación recíproca de los puntos de vista por medio de su inserción en una visión colectiva más amplia. Además, un sistema de democracia directa no es necesariamente un sistema inarticulado, sin mediaciones, que actúa por adición de necesidades parceladas; puede ser un mecanismo para la opción entre grandes alternativas políticas, económicas y sociales, a condición de que existan mediaciones que permitan elaborar esas alternativas. Esta es precisamente la función del pluralismo, ya tome la forma de pluralidad de partidos, o de la existencia de corrientes o tendencias dentro de un mismo partido (aunque el derecho de tendencia no sería nada sino el derecho a la separación), o de la existencia de un sindicalismo democrático independiente del Estado.

Pero, por definición, la organización en partido político introduce inevitablemente un cierto grado de « representación » del todo por la parte que se constituye en su intérprete. Y es que la antinomia entre democracia directa y democracia representativa se plantea con frecuencia de un modo abstracto, desde un punto de vista exclusivamente institucional, sin poner en relación el sistema de mediaciones políticas con la organización de las relaciones de producción. Lenin tenía razón cuando rechazaba radicalmente todo compromiso, toda tentativa de « democracia mixta » que, en el marco de las relaciones de producción capitalistas basadas en la propiedad privada de los medios de producción y en la ley del mercado, salvaguarda y legitima la dictadura de la clase dominante bajo una forma parlamentaria.

Pero una vez destruida la « vieja maquinaria » del Estado burgués, expropiados y socializados los medios de producción y regida la economía por la planificación, entonces los mecanismos de representación se insertarían en un contexto nuevo: por ejemplo, la democracia mixta que reivindican Agnes Heller y Ferenc Feher tiene un sentido totalmente diferente sobre la base de una economía planificada. Igualmente es falso tomar los debates de Solidarnosc polaco de 1981 sobre la instauración del bicameralismo con la formación de una cámara económica compuesta por delegados de los consejos de fábrica, como un intento de resucitar el viejo parlamentarismo.

Estas reivindicaciones democráticas institucionales, como todas las reivindicaciones democráticas (libertad de prensa y de organización) en un Estado burocrático post-capitalista, se cargan muy rápidamente de un contenido social concreto: en lugar de restablecer una representación formal, sobre cuyos hombros la propiedad privada continúa dictando su ley, estas reivindicaciones abren la vía a la libre asociación de los trabajadores y a la socialización efectiva de la producción.

Porque era quien había ido más lejos en su análisis y crítica de la degeneración burocrática, Trotsky fue el primero en comprender profundamente la suerte que le esperaba a una sociedad devorada por el Estado: « ‘¡El Estado soy yo! » es casi una fórmula liberal en comparación con las realidades del régimen totalitario de Stalin. Luis XIV no se identificaba más que con el Estado. Los papas de Roma se identifican a la vez con el Estado y con la Iglesia… El Estado totalitario va más allá del « césaro-papismo », porque abarca a toda la economía del país. A diferencia del Rey Sol, Stalin puede decir con razón: ‘¡La sociedad soy yo!2. »

Era necesario ir tan lejos para poder trazar una frontera definitiva entre revolución y contrarrevolución, entre marxismo revolucionario y totalitarismo burocrático.

Legalidad de la transición, derecho, moral

El estatuto del derecho, de la moral, del conocimiento, y su autonomía relativa respecto al poder, se inscriben lógicamente en esta legalidad de transición.

La economía planificada inicia una socialización progresiva de la producción, pero no suprime de un golpe las relaciones mercantiles que sobreviven sometidas a la coerción y el control del plan: el acceso al consumo ni está ni puede estar planificado. Pasa por la mediación de una renta que conserva la forma de salario. Por tanto, el individuo continúa llevando parcialmente una doble vida, como productor y como consumidor, cuya reconciliación supone aún y siempre mediaciones políticas. Esto es lo que había entrevisto Pasukanis cuando decía: « En el actual período de transición, el proletariado debe utilizar en su propio interés de clase esas formas heredadas de la sociedad burguesa y de este modo agotarlas hasta el final… El proletariado debe adoptar una actitud sensata y crítica no solamente hacia el Estado y la moral burguesa, sino también hacia su propio Estado proletario3. »

Comprendiendo el enraizamiento del derecho en las relaciones mercantiles, Pasukanis afirma que el derecho no puede ser suprimido sino que debe extinguirse. Pero limita esta comprensión a lo que suele llamarse « derecho privado », sin sacar todas las consecuencias de su afirmación sobre el derecho público y las instituciones. Su silencio en este terreno permite, paradójicamente, a la burocracia estalinista condenarle como un « izquierdista », en el mismo momento en que esta burocracia da la espalda a Marx proclamando la necesidad del reforzamiento del Estado y cuando su « hombre de mano » Vichynski (el fiscal estalinista de los procesos de Moscú) se dedica a teorizar el « derecho socialista » como un sistema de normas deducidas de la voluntad de la clase dominante (el proletariado). Este determinismo sociológico evacua de pasada la cuestión decisiva: ¿quién interpreta esta voluntad y quién garantiza la autenticidad de esta interpretación?

Con Vichynski el derecho soviético no es ya un derecho burgués depurado sino un derecho de nuevo tipo, cuya definición tautológica postula la transparencia de las relaciones sociales: el derecho es ahora « la totalidad de las reglas de conducta humana establecidas por el Estado, como poder de la clase dominante ». Fundando en última instancia la legitimidad de este derecho en una metafísica del instinto de clase, interpretada directamente por el partido único o por su jefe, se erige en regla la arbitrariedad y la opresión.

Es interesante en este punto considerar el dilema histórico de un filósofo instruido por la doble experiencia del nazismo y del estalinismo. Cada palabra de Ernst Bloch cobra así todo su peso de tragedia y lucidez:

« No hay ninguna forma segura de Estado – mientras éste existe en general – que no deba mantener en un lugar de honor a la democracia, como homenaje del vicio a la virtud que representa el Estado burgués de derecho; evidentemente, lo mismo puede decirse cuando se trata de una auténtica virtud, que sólo utiliza al Estado como medio para hacerlo extinguir. Si el formalismo jurídico, tan disimulador como vacío, desaparece, no se deduce de ello que con el contenido que ya no necesita máscara, deba desaparecer también la forma jurídica democrática, que ahora ya no comporta vacío, ni imperfección. El Estado burgués de derecho, que reproducía los derechos del hombre burgués, desaparecerá con el Estado burgués, pero los derechos del hombre burgués no pueden desaparecer en la construcción socialista, especialmente porque estos derechos sólo pueden realizarse en la medida en que no son burgueses. No es posible entrar en el socialismo con el Estado de derecho burgués por encima d pobres y ricos, en la medida en que éste es un instrumento formal, ideológico y, a fin de cuentas, falaz. Pero si estamos en el socialismo, uno de sus signos ha de ser que se ha recogido, limpiado e izado la bandera de los derechos del hombre que el Estado burgués de derecho habría utilizado mal, y el Estado de ilegalidad fascista, cómo despotismo, había aniquilado4. »

Bloch afirma y mantiene los derechos del hombre como « depositario utópico concreto de una promesa que sólo puede realizar la revolución real ». En este sentido, ellos van « mucho más allá del horizonte burgués ». Este humanismo crítico vuelve hacia Marx, no nos aleja de él. Sin embargo, para salvar la necesidad de un derecho de transición contra los abusos burocráticos, Bloch no encuentra otra solución que recuperar la vieja trinchera del derecho natural frente al derecho positivo. El referente de este derecho natural escapa a la historia: reside en un postulado ético absoluto, el de la dignidad humana.

Retomando la expresión de Brecht de que « el ser humano, y no solamente su clase, rechaza que le traten a patadas », Bloch apela al recurso del « ser humano », en su generalidad abstracta, y recae en la vieja antinomia del individuo y la colectividad.

Su conclusión, « no hay democracia sin socialismo, ni socialismo sin democracia », no necesitaba para nada de tal recurso filosófico en las actuales fronteras de la historia. El fundamento de un derecho y de una moral no subordinadas al poder puede realizarse en la diversidad de la clase misma, en la dialéctica de lo universal y de lo particular que continúa atravesándola, más allá de la abolición del capitalismo. La transformación de la división del trabajo y de las mentalidades no marcha, en absoluto, al mismo ritmo que los decretos sobre la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y sobre la planificación de la economía.

La suerte de la moral está ligada en gran medida a la del derecho. En la sociedad capitalista es preciso que la mano izquierda del burgués pueda ignorar lo que hace la derecha. Desde el momento en que las relaciones entre los individuos se rigen por un derecho que ha perdido sus atributos divinos o naturales, se abre la posibilidad de un refugio en el que se resguarden los derechos subjetivos y la libertad e conciencia. Laica, la moral mantiene sus distancias con las peripecias del derecho positivo.

Bloch afirma que una sociedad sólo podría prescindir de este « refugio interior » el día en que « ya no habría razón para oponerse a una sociedad verdaderamente buena ». Sin embargo una interpretación vulgar pretende que el marxismo ha abolido este refugio del juicio autónomo, con la fragilidad de todas sus incertidumbres y ambigüedades, imponiéndole una norma externa y universal: la subordinación del fin a los medios. La idea de que todo está permitido para un ateo podría darle vértigo a Dostoivski. Sin embargo, Pléjanov, Lenin, Trótsky son todo lo contrario de los cínicos o los demagogos. Ellos sabían distinguir las maniobras y los trucos inevitables de la política frente a enemigos poderosos y sin escrúpulos, de una conducta moral con criterios rigurosos y apremiantes.

Esta moral práctica se acomoda mal con los compromisos cotidianos entre la intención y la acción, entre la vida privada y la vida pública; no se beneficia de las indulgencias de lo confesional; tampoco tiene ninguna clase de purgatorio. Sus criterios, por ser inmanentes al proceso histórico no son menos exigentes. Tienen como brújula el despertar y la elevación de la conciencia colectiva del proletariado. Es por eso que Lenin tomaba tan en serio su fórmula de que « sólo la verdad es revolucionaria ». Es por eso que Trotsky considera moral « todo lo que contribuye a aumentar el poder del hombre sobre la naturaleza y abolir el poder del hombre sobre el hombre ». Es por eso que el Che dio a las « virtudes » devaluadas por la burguesía, al coraje, la honestidad, la abnegación, un contenido histórico nuevo y concreto.

La mediación práctica de la lucha de clases, el famoso « criterio de la práctica », apreciado por Lenin, tiende a hacer coincidir la política y la moral, el juicio de hecho y el juicio de valor. No obstante, hay una larga distancia entre la tendencia y su conclusión. La moral, como el derecho, no se disuelve inmediatamente en la política, ni siquiera en el derecho. Permanece inscrita en la distancia que media entre el todo y la parte, entre la clase y el partido (incluso el más revolucionario), entre la humanidad emancipada y la clase que solamente comienza a liberarse de sus cadenas. Como señala Pasukanis, incluso desembarazada de la religión, una moral sigue siendo una moral, una interpretación subjetiva e íntima de los interese históricos. Cuando la moral no puede ignorar sus amarras sociales y políticas, continúa, en nombre de una anticipación histórica, ejerciendo sobre ellas una tensión saludable.

Rechazando un despotismo ilustrado de nuevo tipo que sólo percibiría a las personas a través de su clase, que las reduce al estado de simples recipientes o de accidentes de esta clase erigida en esencia, Bloch expulsa la metafísica que acompaña al marxismo burocratizado.

« Toda sustitución recíproca de la moral y la política es inauténtica… Hay en la conciencia moral, a pesar de todos los abusos que se han cometido, bastantes elementos que pertenecen al mañana y al pasado mañana. Que ella misma juzgue todo el polvo y la hipocresía en que se ha convertido la moral, porque ¿quién, si no la moral, podría ser juez de la hipocresía? 5

Sin embargo, Bloch justifica la actualidad y el porvenir de una ética, como también del derecho, en nombre del conflicto no resuelto entre el individuo y la comunidad, cuando más concretamente estos conflictos tienen que ver con el excedente histórico de la clase sobre sus representaciones efímeras y, más allá, de lo humano sobre la clase. Para Marx, desde los « Manuscritos de 1844 », la identificación perfecta del individuo con la sociedad, la humanidad plenamente socializada no es sino un horizonte histórico que supone que todos los hombres y mujeres tienen en su existencia particular, una relación consciente con el género humano. Que haya definido después los primeros pasos y los medios políticos para avanzar en ese camino, no autoriza ningún atajo que permita alcanzar de un solo salto los límites de este horizonte.

Ciencia, saber, conciencia.

Los que quieren ver en el marxismo la fuente lógica del totalitarismo, toman de Hannah Arendt el material de su discurso. Según Arendt, el pecado original parte de la teoría del conocimiento. Si existe una racionalidad de la historia, una racionalidad exhaustiva de lo real histórico regida por un principio de casualidad, entonces el partido es un revelador científico todopoderoso.

Esta tesis supone, una vez más, pasar al lado de Marx sin ver, sin medir la ruptura con Hegel, ni la distancia que le separa del positivismo. La burocracia ha dirigido la Razón de Estado contra la conciencia histórica. Ha rehabilitado el racionalismo abstracto en el mismo momento en que ella se hundía en el delirio del terror. Esta burocracia volvió el « socialismo científico » en « ciencia socialista ». Asesinó a Marx en nombre de Marx. Cuando Raymound Aron o Castoriadis avalan esta superchería, hacen un excelente servicio a la burocracia, cubierto por una aparente intransigencia democrática: en cierto modo, ellos autentifican la usurpación.

El marxismo revolucionario y militante no tiene nostalgia de la ciencia exacta. No tiene necesidad de una verdad absoluta o revelada.

Enraizado en la historia que se hace, es un saber revolucionario, una teoría crítica, una interpretación corregida incesantemente, « una verificación indefinida ». El porvenir que el marxismo revolucionario trata de escrutar no es una fatalidad, sino una probabilidad. Desde el punto de vista de la acción a realizar, esta probabilidad es real. La racionalidad histórica no es formal y unívoca, sino abierta y dialéctica. Inscrito en ese horizonte, el partido revolucionario, no es una redición tecnocrática del « gran relojero », ni una re-encarnación del sujeto plenamente lúcido y unificado de la psicología clásica. Es el nudo difícil entre unas condiciones heredadas y un proyecto, entre la acción y la conciencia, entre lo objetivo y lo subjetivo. Su mediación no deja los dos términos desunidos e intactos.

Esta es la razón por la que, si no puede pretender decir « la verdad sobre la verdad », puede traducir en actos una parte de esta verdad histórica en la cual se encuentra « en exclusión interna ». En La invención democrática, Lefort destaca la tendencia de toda sociedad a materializar el poder, « a darle cuerpo o incorporarlo ».

Del monarca absoluto al pequeño « padre de los pueblos » (Stalin), al pasar por todas las alternativas militares o presidenciales del bonapartismo, las figuras de esta « incorporación » no faltan. Acusado de llevar dentro de sí el totalitarismo, el marxismo lanza, al contrario, el reto más radical a toda forma de encarnación del poder. Al trazar la perspectiva del deterioro del Estado, prevé el ejercicio transitorio de un poder deslocalizado y « desincorporado », de una democracia social que señalaría realmente la salida de nuestra prehistoria religiosa y mitológica. No resulta asombroso que tal salto implique una revolución en los conceptos de saber o de verdad. Sólo una visión no religiosa de la historia permite actuar responsablemente, comprometerse y luchar, tomar en caso necesario los riesgos más extremos, sobre la base de convicciones y verdad que Lenin llamaba « relativas »; es decir, sin necesidad de doparse con cualquier absoluto que sea.

Arrancado de las desfiguraciones y las difamaciones, el marxismo revolucionario es un anti-totalitarismo radical.

Publicado en Critique communiste, Agosto de 1983, pp. 32-50.
Traducción: Andrés Lund Medina
http://www.vientosur.info/articulosweb/noticia/index.php?x=3467

Documents joints

  1. Ernest Bloch, Droit naturel et dignité humaine, Paris, Payot.
  2. Léon Trotsky, Staline, Paris, Grasset 1948.
  3. Eugène Pasukanis, La Théorie générale du droit et le marxisme, Paris, EDI 1970.
  4. Ernst Bloch, op. cit.
  5. Isabelle Thomas es una militante de la corriente del PS “Question socialiste” la misma que controla “SOS-Racisme”. Fue muy promocionada por los medios de comunicación en los primeros días del movimiento.

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