Nuevo siglo, nueva izquierda

Tomar partido

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Este texto se publicó con una forma un poco más reducida en la revista Contretemps n° 1 (nueva serie), primer trimestre 2009. Esta versión ha sido preparada a partir de un manuscrito enviado por el autor.

Pensar históricamente para actuar políticamente

La crisis actual, la crisis del presente, no es otra crisis más, que se añade a la de los mercados asiáticos o a la de la burbuja de Internet. Es una crisis histórica de la ley del valor. Marx lo anunciaba en los Manuscritos de 1857-1858: “El robo de tiempo de trabajo de otro, sobre el cual descansa la riqueza actual, resulta una base miserable” de las relaciones sociales1. Una “locura”, pero una locura “que determina la vida de la gente”. Contrariamente a la fórmula ritual según la cual la crisis financiera se propagaría “a la economía real” (¡como si las finanzas fueran irreales!), la explosión de la “burbuja” revela realmente una crisis de superproducción que se manifiesta en los sectores de la construcción y de industria automotriz, que son dos de los sectores decisivos del crecimiento. Sobreproducción, no, por supuesto, en relación a las necesidades sociales insatisfechas, sino en relación a una “demanda solvente” comprimida desde un cuarto de siglo por las contrarreformas liberales.

La hipertrofia de la esfera financiera devoradora de crédito no fue más que un medio para compensar este estrechamiento de salidas. El prodigio según el cual el dinero podría hacer dinero por partenogénesis es la forma suprema del fetichismo comercial: “La división del beneficio en beneficio de empresa y en interés acaba de dar a la plusvalía una forma autónoma esclerosada en relación a su esencia. Una parte del beneficio se traslada completamente a la relación capitalista en tanto que tal, y parece derivar, no de la explotación del trabajo asalariado, sino del trabajo del propio capitalista. Por oposición, el interés parece entonces ser independiente del trabajo asalariado del obrero y del trabajo del capitalista, y tener en el Capital su fuente propia, autónoma. Si, originariamente, el Capital parecía la figura, en la superficie de la circulación, del fetiche capitalista de valor creativo de valor, reaparece aquí en forma de Capital de interés, en su forma más enajenada y más característica.”2Más allá de la crisis de confianza invocada por la vulgata periodística, es la creencia en la fuerza total del Mercado la que está mortalmente herida. Cuando se deja de creer en lo increíble, una crisis de legitimidad, ideológica y moral, se añade a la crisis económica y social. El orden político se sacude: “Un estado político donde unos pocos tienen millones, mientras que otros se mueren de hambre, ¿puede subsistir cuando la religión no está ya ahí, con sus esperanzas fuera de este mundo, para explicar el sacrificio?”, se preguntaba Chateaubriand en la víspera de las revoluciones de 1848. Y respondía proféticamente: “La excesiva desproporción de las condiciones y fortunas se puede soportar mientras se haya ocultado, pero tan pronto como esta desproporción es percibida de manera general, el golpe mortal está dado. Recomponer, si se puede, las ficciones aristocráticas e intentar convencer al pobre, pero cuando sepa leer no creerá más; intentar persuadirlo de que debe someterse a todas las privaciones mientras que su vecino posee miles de veces más lo superfluo. Como último recurso, deberán matarlos.” A la dolorosa luz de la crisis, millones de oprimidos están aprendiendo a leer.

Convertida al culto de la “competencia libre y no falseada”, la izquierda social-liberal es una suerte de víctima colateral de esta crisis sistémica. Interrogado hace diez años sobre la posibilidad de un impuesto contra la especulación, Tony Blair respondió: “Diría que es algo malo, porque es necesario que la gente pueda hacer circular su dinero muy, muy rápidamente…”. Tan rápidamente, que volvió de cabeza a más de uno. La larga transformación del Partido socialista francés concluyó, en junio de 2008, por la adopción casi unánime, pero a contratiempo de una nueva Declaración de principios que daba permiso a la lucha de clases para celebrar mejor, sin complejos, las virtudes del mercado libre. ¡Bertrand Delanoë ya pagó bastante caro esta “audacia” (o esta temeridad) tardía!

Los medios de comunicación, en general, no quisieron ver en la siniestra broma del Congreso socialista de Reims y en las peripecias contables de la elección de la Primera secretaria, más que una guerra de los jefes y jefas. Se trataba en realidad de la espectacular explosión de una contradicción que viene de tiempo atrás. En los tres mandatos gubernamentales, el Partido socialista se empleó con celo en que debía romperse el molde del Estado benefactor, en el cual se había apoyado y por el cual se había desarrollado. Con ello debilitó crecientemente sus vínculos con los movimientos y con el electorado popular, y, reforzó, en sus élites dirigentes, los vínculos con los medios financieros3.

No es por mero accidente el hecho de que la socialdemocracia europea, en su conjunto, atraviese una crisis existencial; no es por casualidad si esos partidos perdieran trece de los últimos grandes escrutinios europeos. En el libro co-escrito con Alain Touraine, Ségolène Royal lo dice claramente: “Las identidades políticas no son ya fijas. Se reconstruyen en cada elección, en función de los contextos sociales y de información, de lo que está en juego, de los candidatos.”4 Se tiene ahí, anunciado, el tiempo de los programas flexibles y las alianzas variables: “la identidad de la izquierda no da más de sí” y “este libro da testimonio de ello”. Es lo menos que se puede decir.

Para Alain Bergougnoux, co-autor de la renegada Declaración de principios, la supervivencia de la socialdemocracia se vincula orgánicamente con el futuro de la construcción europea: “Quién no ve que el debilitamiento de la socialdemocracia desde hace diez años en Europa corresponde con la crisis de la construcción política europea, que la crisis del proyecto europeo implica la crisis de su proyecto tout court.”5 El problema es que ese proyecto europeo en crisis, el del Acta Única, del Tratado de Maastricht, del Tratado de Lisboa, sostenidos y ratificados por los partidos socialdemócratas europeos, es justamente su proyecto. Se cierra así perfectamente el círculo vicioso. Las dos crisis se alimentan y se entretejen mutuamente.

El comunicado del G-20, reunido en noviembre en Washington, asigna la responsabilidad de la crisis a la búsqueda de “rendimientos más elevados sin la valoración adecuada de los riesgos”. Acusa “a los responsables políticos, a los reguladores y los supervisores que no apreciaron los riesgos de manera adecuada, que no tomaron en cuenta las modificaciones sistémicas de las acciones de regulación doméstica”. Ello significa admitir, en términos precisos, que “la competencia libre y no falseada” y la desregulación de los grandes centros financieros son la causa del caos.

El sarnoso, el culpable de todos los males, es el ultraliberalismo. Reivindicado ayer orgullosamente, el propio liberalismo casi desapareció del vocabulario dominante, como si la palabra repentinamente se hubiera vuelto sinónimo de capitalismo mafioso, o incluso sencillamente pornográfico. La hora sería entonces, de Sarkozy a Obama, de la “reinvención”, de la “refundación”, del capitalismo. Bergougnoux y los socialistas unánimemente alineados detrás de su Declaración de principios están de acuerdo: “No se trata de decir que es necesario cambiar de sistema, sino de encuadrar el mercado,… reformar al capitalismo no de predicar su desaparición.” Los tiempos son, por tanto, de la unión sagrada en torno a una misión evangélica: ¡moralizar al capitalismo! Como si este último no fuera, por naturaleza, amoral o inmoral. ¡Los hechos son los hechos! Y la moral no tiene nada que hacer. Cuando dejamos la superficie ruidosa del mercado para descender a los subterráneos infernales de la producción, donde se opera la misteriosa extracción de plusvalía, se viene a tropezar, decía a Marx, con una prohibición categórica: “Prohibido entrar, excepto para negocios”6. Se ruega dejar su moral en la puerta.

Para los salvadores del Titanic capitalista, la tarea se anuncia difícil. ¿Un nuevo “New Deal” por iniciativa de Obama y el G-20, como lo sugieren el reciente Nobel de economía Paul Krugman, el ideólogo liberal Nicolas Baverez y el consejero económico de Benoît Hamon (Le Monde, 10 de octubre y 14 de noviembre de 2008)? ¿La vuelta al Estado social, como lo reclama Oskar Lafontaine? Eso implica olvidar un poco rápidamente que la desregulación liberal no fue un capricho de Thatcher o Reagan, y luego continuado por Clinton, Blair, Fabius, Rocard, o Schröder. Esa política era una respuesta a la baja de los tipos de beneficio, erosionados por las conquistas sociales del período de crecimiento de la posguerra. Revertirla, en tanto sea posible en el contexto de una economía mundializada, sería encontrar a largo plazo los mismos problemas y las mismas contradicciones. ¿Cómo reconciliar la regulación del capitalismo y la desregulación del mercado laboral? Es su problema. “Regular no es regular”, ironiza Jean-Marie Harribey.

“Atravesamos una crisis fuera de norma que requiere abandonar los esquemas ideológicos”, pontifica el liberal Nicolas Baverez. Se trata pues de hacer frente a un capitalismo enfermo: “las verdaderas divisiones se dibujarán a continuación, cuando sea necesario definir la salida de crisis y saber hacia qué capitalismo es necesario tender”7. En esa espera, preparan transferencias y conversiones, mezclas y alianzas, tanto más extrañas, pues, como el dice la Sra. Royal, las identidades no son ya fijas ni las fronteras congeladas. Los despedidos de Sarkozy sólo eran, tal vez, algo fuera de obra.

“El mundo está en el borde de un pozo sin fondo por la falla de un sistema irresponsable”, anunciaba François Fillon el 3 de octubre a los parlamentarios de la UMP. Y Nicolas Sarkozy elaboraba, en su discurso de Toulon, una acusación implacable contra “eso” sin cara de donde vendría todo el mal: “Durante varias décadas, se han creado las condiciones en las cuales la industria se encontraba sometida a la lógica de la rentabilidad financiera a corto plazo…” Los dirigentes socialistas, incriminan, ellos también, a “eso” mismo: “Se creyó que el mercado bastaba para controlar la actividad financiera”, se indignaba Dominique Strauss-Kahn, ex-campeón de los stock-opción, eximiéndose de esa credulidad anónima8. Y Pierre Moscovici deplorara “la ola enorme de liberación económica y financiera iniciada por las derechas anglosajonas”, como si las izquierdas europeas gobernantes no les hubieran, gallardamente, abierto el paso9.

Al oírlos tal parece que, todos y siempre, habrían denunciado la locura sistémica de los mercados. Pero fue bajo el Ministerio socialista de Hacienda de Pierre Bérégovoy que se concibió, a partir de 1985, la gran desregulación de los mercados financieros y bursátiles en Francia. Fue un Gobierno socialista el que, en 1989, liberalizó los movimientos de capitales, anticipando una decisión europea. Fue el Gobierno del socialista Jospin el que, al privatizar (por 31 mil millones) más que los Gobiernos de Balladur y Juppé juntos, hizo al capitalismo francés uno de los más acogedores para los fondos de inversión especulativos. Fue un Ministro socialista de Hacienda, Dominique Strauss-Kahn quien propuso una fuerte desfiscalización de los stocks-opción, y fue otro Ministro socialista de Hacienda, Laurent Fabius, el que la realizó. Fue un Consejo Europeo de mayoría socialdemócrata el que decidió, en 2002 en Barcelona, liberalizar el mercado de energía y al conjunto de los servicios públicos, retrasando en cinco años la edad de la jubilación, fijando los fondos de pensión. Fue la mayoría del Partido socialista la que aprobó la sacralización de la competencia no falseada grabada en el proyecto del Tratado constitucional europeo de 2005. Y fue el voto de ella la que permitió la aprobación del Tratado de Lisboa, que confirmaba la construcción liberal de Europa10.

Ese mismo agujero de memoria, esa misma amnesia, está del lado de la derecha gobernante, tanto como en su oposición respetuosa. Ambas fuerzas políticas parecen acordar en presentar a la crisis como una catástrofe natural, sin responsables ni culpables políticos. ¿Pero quién, pues, de derecha o de izquierda, gobernó? ¿Y quién, entonces, estaba a cargo del Estado, durante estas décadas desastrosas?

Pensar políticamente para actuar históricamente

Tengamos un sueño o, más bien, una pesadilla. Imaginemos que la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) hubiera elegido, después de los buenos resultados de Olivar Besancenot en la elección presidencial de 2007, administrar su pequeña cartera electoral. ¿Se imaginan si hubiera elegido seguir el camino de la izquierda institucional y gobernante? Estaría barrida por la tormenta que sacudió a la ex-izquierda plural. Sufriría todas las repercusiones de esa elección y sería pura especulación su dudoso futuro. Sin embargo, hizo otra elección, tomó la iniciativa, abrió una vía, se puso en movimiento. Algunos torcieron la boca, encontrando que el anti-capitalismo era una referencia demasiado restrictiva en relación al extenso frente anti-liberal, o una definición demasiado negativa, de protesta y oposición. Sarkozy no se equivocó, y por eso, en su discurso de Toulon, fabricó a un (único) enemigo inasimilable para la unión sagrada: “Debo decir a los franceses que el anti-capitalismo no ofrece ninguna solución a la crisis actual”. Los franceses que, según algunos sondeos, verían en Olivar Besancenot a la personalidad mejor identificada a la izquierda y al mejor opositor a Sarkozy, no están muy convencidos de lo dicho. Y lo estarán cada vez menos a medida en que se vayan resintiendo los daños sociales de la crisis y las contrarreformas sarkozianas11.

Reivindicarse como anti-capitalistas “sin complejos” (puesto que, de la derecha dura a la izquierda renegada, el término está de moda), es designar claramente el adversario. Eso no define aún una alternativa, sin duda. Para ello será necesario fertilizar al anti-capitalismo de un contenido revolucionario: la igualdad, la solidaridad, el cuestionamiento de las relaciones de propiedad, el internacionalismo. Pero es una clara línea de división de las aguas: mientras que todos, o casi todos, están de acuerdo en querer salvar el capitalismo, e incluso salvarlo de los capitalistas sin escrúpulos, nosotros queremos invertirlo.

Martine Aubry parece haber descubierto, como candidata a la cabeza del Partido socialista, que “combatir a los que utilizaron el sistema sin combatir al sistema mismo es inoperante”12. Es muy dudoso que ella lo haga aún como su Primera secretaria. Ya que combatir al sistema sería atacar el corazón de su lógica: al poder absoluto del mercado, al curso desenfrenado del beneficio, al secreto bancario, a la propiedad privada de los grandes medios de producción e intercambio, y a la competencia de todos contra todos.

Combatir realmente al sistema mismo sería suprimir el secreto bancario y el anonimato de algunas colocaciones, establecer impuestos sobre los movimientos de capitales, nacionalizar íntegramente los bancos y los seguros para crear un polo financiero público permitiendo orientar la inversión hacia la satisfacción de las necesidades, para financiar los grandes trabajos de reconstrucción y renovación de los servicios públicos, así como impulsar la transición energética. El muy liberal Nicolas Baverez – aún él – define a la banca como un “bien público de la mundialización”: “A causa de sus características, tiene la naturaleza de un bien público que genera ganancias de productividad considerables para la economía en caso de un buen funcionamiento, y grandes destrucciones en caso de su disfunción”. Se esperaría que, de acuerdo a su “naturaleza”, este bien público volviera de nuevo a una gestión pública bajo control público. Pero para el economista del justo medio, el Estado debe, por el contrario, garantizar a los bancos una “inmunidad ilimitada” para las pérdidas, y un seguro de todos los riesgos para los beneficios.

Atacar el corazón del sistema sería adoptar un escudo social contra los daños de la crisis. Para ello sería necesario derogar el Tratado de Lisboa, romper el yugo de los criterios de Maastricht y el pacto de estabilidad, terminar con la independencia del Banco Central Europeo, reorientar radicalmente la construcción europea comenzando por la armonización de los derechos sociales y del sistema fiscal, abriendo un verdadero proceso constitutivo. Ese ataque implicaría, también, combatir la crisis energética, climática, alimentaria, así como revisar radicalmente las formas de vida y desarrollo, proteger los bienes públicos inalienables (agua, aire…), elaborar con las colectividades un plan de reconversión energética en vez de confiarlo a la ley de la competencia comercial.

Es necesario también esperar que la brutalidad de la crisis exacerbe la lucha por el reparto de los territorios, el control de los recursos energéticos, la protección de sus vías de transporte, es decir: el reforzamiento de la lógica de guerra y militarización, con el corolario de la adopción, bajo pretexto del anti-terrorismo, de legislaciones de excepción y criminalización preventiva, de las cuales la Patriot Act es el modelo.

Para actuar históricamente, es necesario pensar políticamente. Estamos al principio de un terremoto del cual la esfera política saldrá trastornada. El capitalismo está atrapado por una crisis que en su fuga hacia adelante gracias al crédito especulativo por demasiado tiempo habría conseguido diferir. La izquierda que ha gobernado, sumida en los encantos de un liberalismo moderado, resiente súbitamente el látigo de la repercusión de esta conversión a contratiempo. Los dos fenómenos están vinculados. Esta es la razón por la que es urgente tomar partido – en el doble sentido del término: para comprometerse en la lucha contra los daños sociales y ecológicos de un capitalismo en descomposición y para organizarse colectivamente y afrontar este nuevo combate.

Se trata en efecto de romper eso que Jérôme Vidal llama “la alternativa infernal” – “nosotros o el desastre” – por la cual el Partido socialista, gracias al juego institucional de la V República a la cual se ligó, contribuyendo a reforzar la lógica presidencialista con el Gobierno de Jospin, quedó atrapado; la “alternativa infernal” tomó a toda la izquierda como rehén con la pretensión de bloquear toda recomposición13. Estamos de acuerdo sobre la declaración del problema, no sobre la solución propuesta. Jérôme Vidal sugiere “una experiencia crucial” consistente en que se debe negar en adelante el voto por los candidatos socialistas, incluso en la segunda vuelta de las elecciones, acorralando así al Partido socialista, que debe elegir entre una vuelta a las fuentes o un cambio asumido como partido de centro izquierdo, como el realizado por el Partido demócrata italiano14. Se trataría de invertir los papeles: la regadera regada, la denuncia de ser rehén se convierte en una forma de volverlo rehén por un hábil chantaje electoral.

Pretender salir así “de la alternativa infernal” del mal menor por la vía electoral se revela aún, paradójicamente, como una ilusión electoralista. Eso no cambia gran cosa las relaciones de fuerza, tanto menos que es difícil dar un sentido político a una abstención no diferenciada. Los electores seguirán cediendo a las sirenas del mal menor mientras no estén convencidos de que existe en verdad otra elección política. No hay, entonces, atajo posible. Las relaciones de fuerzas deben modificarse en todos los niveles. Se trata de construir, de manera permanente, otra relación de fuerzas social y política, sin la cual se dará un golpe de rechazo electoral que sin proyecto alternativo no cambiará en nada la situación, y se percibirá como una política de lo peor.

Por otra parte, es significativo que la referencia que Jérôme Vidal cita con emoción y nostalgia sea el de una declaración, “Nosotros somos la izquierda”, lanzada hace más de diez años en otro contexto, inmediatamente después de las huelgas de diciembre de 1995 y a la víspera de la victoria de Jospin en 1997. Aún hoy, habría virtualmente el modelo de una nueva subjetividad política, un movimiento portador de una “contradicción productiva”, la posibilidad entrevista de un “desenganche” y de una “invención crítica”. Su desilusión no es más amarga cuando se acuerda que los iniciadores de la declaración desactivaron incluso su proyecto en el que llamaba, a la víspera de la primera vuelta, “a votar por la izquierda oficial en nombre del rechazo de los peores y por la elección del mal menor”. El problema es que el paso sin transición de radical veleidoso al resignado lobbyismo de izquierda (electoral) realmente existente, se repitió a la víspera de la elección presidencial de 2007, con la llamada de los intelectuales – incluidos los iniciadores de La otra campaña – a votar a Ségolène en la 1ª vuelta15. ¿Por qué esas decepciones repetidas que contribuyen más a la fabricación de la impotencia más que a su destrucción? Es que para resistir a las sirenas del mal menor, que atraen hacia los peores, es preciso más que un rechazo o una suma de humores: son necesarias convicciones afianzadas sobre un proyecto, una visión histórica, una fuerza colectiva, o para decirlo sencillamente, un partido.

¿Por qué un partido, nos cuestionan a veces? ¿Por qué no redes fluidas, coaliciones específicas, formas intermitentes por afinidades? Este discurso es rigurosamente isomorfo a la retórica liberal de los flujos (de capitales, de mercancías) y de la sociedad líquida. No es tan nuevo. Simone Weil, al menos, fue tan consecuente que no se limitó a refugiarse en sí misma, apartándose, sino que reivindicó “comenzar por la supresión de los partidos políticos”16. Era la conclusión lógica de su diagnóstico, detectando “una anomalía inadmisible” en “la estructura de todo partido político”: “Un partido político es una máquina que debe fabricarse de la pasión colectiva…, tiene que ejercer una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno”. Todo partido es por tanto “totalitario en germen y en aspiración”17. Se encuentra allí, bajo su expresión más radical y quizá la más consecuente, la crítica hoy en boga, “de la forma partido”.

Ello tiene por contrapartida, en Simone Weil, el elogio de la “no pertenencia” y el “deseo incondicional de verdad”. Después de la experiencia de la guerra civil española, el pacto germano-soviético y “las grandes mentiras desconcertantes” del estalinismo, este deseo es respetable. Pero se compromete con una concepción religiosa de la verdad y la justicia revelada: “la verdad es una” y “el bien sólo es un fin”. El problema es quién enuncia esa verdad absoluta y quién define ese bien. La denegación, no solamente de los partidos, sino de la política misma como arte de las mediaciones, lleva ineluctablemente a una retórica de la gracia: “La luz interior concede siempre a cualquiera que la consulte una respuesta manifiesta”. Pero, ¿cómo “desear la verdad sin saber nada de ella? He ahí el misterio de los misterios”. Entonces la iluminación procede de un bucle cerrado rigurosamente tautológico, según el cual la verdad nace del deseo de verdad: “La verdad son los pensamientos que surgen en el espíritu de la criatura que piensa solamente, completa, exclusivamente deseosa de la verdad. Es deseando la verdad en el vacío y sin intentar conjeturar por adelantado el contenido que se recibe la luz”. Revelación.

Esta revelación individual y la fidelidad a su “luz interior” conducen ineluctablemente a la paradoja ordinaria del individualismo autoritario. “La supresión de los partidos sería el bien casi puro”, afirma Simone Weil18. ¿Pero cómo suprimirlos y por qué sustituirlos? Ella no imagina la supresión de toda representación, sino un sistema electivo donde los candidatos, en vez de proponer un programa, emitirían una opinión personal: “pienso tal y tal cosa respecto a tal y cual, a tal gran problema”. Los cargos electos se asociarían y se disociarían según “el juego natural y los movimiento de las afinidades”. Para evitar que estas afinidades fluidas e intermitentes se solidifiquen en partidos, cualquiera que sea el nombre en que confluyan, sería necesario prohibir a los “lectores ocasionales” de una revista organizada por grupos de amigos: “¡Siempre que un medio intentara cristalizarse dando un carácter definido a la calidad de miembro, habría represión penal cuando se demostrara el hecho!” 19. Suprimiendo la mediación de los partidos, cuya pluralidad impide que la totalidad se vuelva a cerrar, ¿qué es lo que queda? Sigue siendo el Estado sin partido que se convierte en el único partido de los sin-partidos.

Estas líneas de fugas contribuyen a la fabricación de la impotencia. En vez de pretender abstraerse de la contradicción, de buscar refugio en un más allá o en otra parte imaginaria, la política consiste en instalarse, en trabajar en su interior para hacerla estallar. Se puede comprender la desconfianza hacia las lógicas partidarias y su tentación totalitaria. Es un poco excesivo, sin embargo, imputar a la “forma partido” la responsabilidad o la exclusividad del peligro burocrático. La tendencia principal a la burocratización es inherente a la complejidad de las sociedades modernas. Producto de la división social del trabajo, la burocratización atormenta a toda forma de organización – administración, sindicatos, organizaciones no gubernamentales – no menos y a veces más que a los partidos. En vez de caer en un fetichismo invertido al decidir la supresión de la forma partido, que se ha convertido en una clase de figura inmutable, se trata del historizar, de pensar su variación en el tiempo y en función de los cambios de las relaciones sociales, de las técnicas de información y deliberación.

La lucha social y política – el lamentarse no cambia nada – es asunto de relaciones de fuerzas. Y las relaciones de fuerzas no son intermitentes. Se inscriben y se transforman en el tiempo. Son acumulativas. Por otra parte, la crisis sistémica del capitalismo exige pensar globalmente y requiere respuestas globales. La adición de recriminaciones y quejas no basta. En fin, contra la lógica de plebiscito mediático permanente que conviene al presidencialismo institucional, un colectivo militante es un espacio limitado de contra-poder democrático, capaz de guardar el control de su palabra en vez de ser privado de ella por las potencias del dinero y los medios de comunicación (que son los mismos a menudo).

Que se desea llamar a tal colectivo democrático – que se esfuerza en pensar globalmente sintetizando las experiencias múltiples de sus militantes y en inscribir su acción en el tiempo alrededor de un proyecto común –, organización, movimiento, frente, o partido, poco importa. ¿Pero por qué no llamar a un gato, gato, y partido a eso en lo que se toma colectivamente partido en el desacuerdo?

Tomar partido

Esta es la razón por la que es necesario terminar con la categoría vaga, que no se sabe ya si califica un fenómeno sociológico, un movimiento social o un espacio electoral, de “izquierda de la izquierda”. Descriptivamente, y de ahora en adelante electoralmente, hay izquierdas a la izquierda de las izquierdas tradicionales del gobierno, socialistas o comunistas. Es un hecho. Pero la “izquierda de la izquierda” es, en el mejor de los casos, un espacio posible virtual, en el peor, un mito. Se trata realmente de un campo de fuerzas inestables, jaloneado entre el realismo electoral y la presión de las movilizaciones sociales que portan varios proyectos. Por lo menos dos. Uno consiste en ejercer presión sobre la socialdemocracia para recordarle su papel – con todo, comprometido – de gerente leal del Estado social. Es la opción claramente mayoritaria de Die Linke con la consecuencia lógica de una táctica de alianza ilustrada para la gestión con la socialdemocracia del Estado berlinés. La otra es considerar que después de una derrota histórica de las esperanzas de emancipación, estamos solamente al principio de una reconstrucción social y política, que se trata de armarse de paciencia, de no ceder a los virajes tácticos del golpe por golpe, y oponer a la izquierda renegada una alternativa verdadera.

¿Sobre qué? El mundo cambia, hay muchas novedades. Nadie sabe a quienes se asemejarán las revoluciones futuras, pero todavía hay hilos conductores. Contra la mercantilización y la privatización del mundo, defender una lógica del servicio público, del bien común, de la apropiación social. Contra la competencia y la discriminación, sostener la solidaridad y la igualdad. Contra la medida de toda cosa por el tiempo homogéneo y vacío del trabajo abstracto, defender el trabajar menos para trabajar todos y vivir más, así como el reparto de las riquezas, de los poderes y conocimientos.

Un programa es una brújula, es saber a dónde se quiere ir, es ya no navegar a simple vista, poco a poco, de elección en elección. Los compromisos son necesarios; más aún son necesarios los criterios que permiten distinguir los compromisos que acercan al objetivo y los que lo alejan. En este proceso, las aclaraciones se hacen, en particular, sobre la cuestión de la relación con el poder y la participación o no en gobiernos con la centro-izquierda o del social-liberalismo. Son estas cuestiones las que en Brasil están en el origen de las rupturas del PSOL con el PT o, en Italia, de la ruptura de Sinistra Critica con Refundación Comunista. Son, también, la razón de nuestras diferencias con la dirección de Die Linke que se pronuncia a favor de alianzas parlamentarias y gubernamentales con la socialdemocracia. Oskar Lafontaine claramente expuso su proyecto: “Volver de nuevo al Estado benefactor de los años 60 y 70”. Die Linke puede ser un paso adelante para el movimiento obrero alemán, pero en la situación francesa y con las fuerzas acumuladas por la izquierda revolucionaria y anti-capitalista, es posible evitar ese rodeo y construir un nuevo partido amplio sobre una orientación clara.

¿Por qué ahora? Porque un disparador se produjo. Un nuevo gusto por el compromiso político se dibuja. Por una parte, una nueva generación ha madurado estos quince últimos años al compás de sus experiencias en las luchas sociales y en el movimiento altermundialista. Por otra parte, la prueba negativa de los gobiernos de izquierda en Francia, en Brasil, o de centro izquierdo en Italia, pone de manifiesto que para no volver a caer en “la alternativa infernal” del mal menor, cuando viene la hora de las elecciones, es necesario superar la oposición simplista de una división entre los movimientos sociales, propios y sanos, y una política sucia y corrompida, que llega al extremo de sostener que debe dejarse la política a los que hacen su oficio. En fin, con el sentimiento de la gravedad de la crisis, el despertar doloroso. La historia, que algunos habían tenido la imprudencia de decretar su fin, se revitaliza.

Muy lógicamente, con la historia, la política también está de vuelta. Un nuevo capítulo se abre.

Tomando nota de estos datos, la Liga Comunista Revolucionaria (LCR) tomó la decisión, bastante extraña, de disolverse para sobrepasarse en un nuevo partido anti-capitalista. Si pudo hacerlo, es que su historia – ¡ya de cuarentena años! – la había preparado. Desde su fundación, en 1969, siempre hemos estado convencidos de que no se trataba de declararse, sino de convertirse en una organización revolucionaria y popular. Siempre hemos sabido que no se trataría de un crecimiento lineal, sino de un transcrecimiento exigente de nuevas mediaciones organizativas. Si podemos asumir hoy la incertidumbre y el riesgo, es que nos esforzamos en enriquecer la herencia y la tradición revolucionaria a la prueba de los cambios del capitalismo, de una solidaridad internacionalista con las revoluciones coloniales y los movimientos antiburocráticos del Este, del análisis de los nuevos movimientos sociales, como el de las mujeres o del movimiento ecosocialista, de una reflexión sobre la democracia socialista. A diferencia de la mayoría de las corrientes de la izquierda revolucionaria en Francia, la LCR supo mantener los principios y las modalidades prácticas de una organización y de un funcionamiento democrático pluralistas. Esta sensibilidad le permitió acoger, durante su historia, una serie de corrientes u organizaciones procedentes de distintos orígenes y culturas, que la preparaban así para construir con otros y para atreverse a ponerse en entredicho.

El Nuevo Partido Anticapitalista (NPA) es el resultado del trabajo político de estos últimos años, de una contribución perseverante en el renacimiento de las luchas sociales, de una participación activa en la aparición del movimiento altermundialista y en los foros sociales, del éxito de las campañas presidenciales de 2002 y 2007 en torno a la candidatura de Olivar Besancenot. Pero el proyecto viene de lejos. La globalización comercial, el hundimiento de la Unión Soviética, la conversión de China al despotismo de mercado, la demolición del Estado social en Europa, las nuevas guerras imperiales, cerraron un ciclo histórico. Inauguran también uno nuevo.

No se trata, por consiguiente, de construir una LCR remaquillada, sino de un cambio cuantitativo (reduciendo la divergencia actual entre la popularidad de nuestras ideas y nuestros portavoces y la realidad militante) y cualitativo, por el desplazamiento del centro de gravedad social del nuevo partido hacia los medios populares y los barrios. Queremos construir no solamente un partido más amplio, sino un partido que sea una nueva realidad social y política, pluralista, recogiendo lo mejor de todas las tradiciones revolucionarias del movimiento obrero y otros movimientos como los ecosocialistas. Su objetivo es reunificar a todos los anti-capitalistas.

Algunos camaradas de la LCR vacilan, no se sienten cómodos y asisten a la construcción del NPA sin reticencias, pero sin comprometerse. Otros temen ver nuestro patrimonio liquidado. Algunos más aún tienen dificultades para encontrar su lugar y su utilidad en este período transitorio. Todo eso es normal. La iniciativa es audaz. Trastorna las prácticas y las rutinas. Pone a prueba un marco al que estábamos familiarizados – y a veces familiar. Pero es bastante excepcional en la historia que una organización que quiere ser revolucionaria tenga una existencia casi ininterrumpida de treinta años de legalidad, sin grandes acontecimientos ni grandes recomposiciones. La continuidad es una ventaja, pero una existencia tan duraderamente minoritaria segrega también sus conservadurismos y sus patologías.

Imaginemos no haber presentado la candidatura de Olivier en 2007 y, de inmediato, lanzar la propuesta del NPA. En vez de haber trazado una vía y haber abierto una perspectiva, estaríamos hoy en día sufriendo la crisis general de la izquierda tradicional, especulando en una posición subalterna sobre el futuro de unos y otros. Porque la crisis de la izquierda tradicional es mundial y se combina con la crisis sistémica del capitalismo. Sólo el principio de un terremoto de gran amplitud.
Con el Nuevo Partido Anticapitalista una página se vuelve, un nuevo capítulo va a escribirse, pero el libro sigue siendo el mismo. Y el NPA mismo no es el final de la historia o el final de camino. Es una etapa. Una etapa que debe cumplirse para preparar las siguientes.

Janvier 2009
Traducción: Andrés Lund Medina
http://www.vientosur.info/articulosweb/ noticia/index.php?x=2740
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. Karl Marx, Manuscrits de 1857-1858, Paris, Éd. sociales, t. II, p. 192.
  2. Karl Marx, Le Capital, Éd. sociales, Livre III, tome III, p. 207.
  3. Ver: Laurent Mauduit, “Crise financière, l’encombrant héritage de la gauche”, www.mediapart.fr.
  4. Ségolène Roayl et Alain Touraine, Si la gauche veut des idées, Paris, Grasset, 2008.
  5. Le Monde, 25 octobre 2008.
  6. “Acceso prohibido fuera del servicio”.
  7. Marianne, 4 novembre 2009.
  8. Journal du dimanche, 28 septembre 2008.
  9. Le Monde, 27 août 2008.
  10. En los mismos Estados Unidos, bajo la presidencia de Clinton, los “nuevos demócratas” no estaban contentos de institucionalizar las políticas económicas de Nixon y Reagan, a veces los sobrepasaba su celo neoliberal. De ahí, pues, las cruzadas de Clinton en favor de la reforma de las políticas sociales (que tienden a crear aún más pobreza), de la reducción de los déficit presupuestarios y de la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica.
  11. Voir entre autres Libération du 27 octobre 2009.
  12. Journal du dimanche, 5 octobre 2008.
  13. Ver: Jérôme Vidal, La Fabrique de l’impuissance 1, Paris, Amsterdam (ed.), 2008.
  14. Jérôme Vidal, “Que faire du Parti socialiste? », Revue internationale des livres et des idées (RILI), n° 8, novembre 2008.
  15. Jérôme Vidal se indigna en el primer número (septembre-octobre 2007) de la RILI: « Silence on vote: les intellectuels et le Parti socialiste”.
  16. Simone Weil, “Note sur la suppression générale des Partis poli­tiques”, publicado siete años después de su muerte, en la revista La Table ronde en 1950, reeditado por las Éditions Climats en 2006 con un prefacio de André Breton.
  17. Simone Weil, op. cit., p. 35.
  18. Ibíd., p. 61. En su prefacio, André Breton retoma la propuesta por su cuenta y se esfuerza en matizarla sustituyendo la “supresión” por “la puesta en cuestión”, que sería no un acto inmediato, sino un proceso histórico, “el fruto de un largo trabajo de desmantelamiento colectivo”, tan alejado y enigmático como el “deterioro del Estado”, del derecho, o de la política misma.
  19. Ibíd., p. 65.

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