En su número del 27 de enero, Libération ha publicado una larga entrevista con el filósofo Alain Badiou, donde este exponía su escepticismo frente al lanzamiento del Nuevo Partido Anticapitalista (Nouveau parti anticapitaliste – NPA)1. El filósofo Daniel Bensaïd le responde aquí.
La revolución ha devenido “un concepto vacío” y “el mismo NPA no prepara la revolución”, dices. La situación es, en efecto, “comparable a aquella de los años 1840”. Inmediatamente después de una Restauración, sobreviene un momento de renacimiento de las luchas sociales y de fermentación utópica. La idea de revolución sobrevive entonces como mito, más que como proyecto estratégico: “Esto es lo que sucedió en esa época, es una reconstrucción intelectual alimentada por experiencias obreras aisladas: los comunistas utópicos, el Manifiesto de Marx, etc.” Este “etc” enumerativo borra el hecho que entonces se esboza una diferenciación entre socialismos utópicos y comunismo, una transición del “comunismo filosófico” al comunismo político, que permite, en 1848, el reencuentro de una idea (el Manifiesto) y un acontecimiento (la revolución de Febrero y la tragedia de Junio).
Asimismo, desde los años 90 – el levantamiento zapatista de 1994, las huelgas del invierno de 1995 en Francia, las manifestaciones altermundistas de Seattle en 1999 – las distinciones se hallan entre un antiliberalismo resistente a los excesos y abusos de la globalización, y un anticapitalismo renaciente que cuestiona la lógica misma de la acumulación del capital. Se retoma así, como tú lo escribes muy bien, “la idea de una sociedad cuyo el motor no sea la propiedad privada, el egoísmo y la rapacidad”. Esta idea no basta para refundar un proyecto de derrocamiento del orden establecido. Pero ella comienza a trazar una línea de partición entre los pretendientes a la refundación de un capitalismo moralizado y sus adversarios irreductibles, que pretenden su derrocamiento: “La hipótesis comunista es una tentativa por revestir el presente otra visión que su necesidad”.
Nosotros compartimos contigo esas convicciones y la oposición intransigente al orden establecido. Estamos mucho menos de acuerdo con la manera de abordar el balance del siglo al que has consagrado un bello libro. Tú tienes razón en decir que los criterios generalmente aplicados para juzgar a eso que se ha convenido en llamar la experiencia comunista son los de la eficacia económica y las normas institucionales del mundo occidental. De suerte que el veredicto es conocido de antemano. Basta, sin embargo, desde la perspectiva opuesta de los explotados y los oprimidos, constatar que “los medios adoptados han sido desastrosos” como si se trataría de un simple error – o de una simple “desviación” como sostenía hace mucho tiempo Louis Althusser.
La cuestión que no se ha resuelto entre nosotros es aquella del balance del estalinismo, y –sin confundirlos, no obstante– del maoísmo. “De los tiempos de Stalin, escribes en tu panfleto contra Sarkozy, hace falta decir que las organizaciones políticas obreras y populares funcionaban infinitamente mejor, y que el capitalismo era menos arrogante. No se puede ni comparar”. La fórmula contiene, seguramente, una provocación. Pero, si es indiscutible que los partidos y sindicados obreros eran más fuertes “en tiempos de Stalin”, esa simple comprobación no permite decir si eso fue gracias o a pesar de él, ni sobre todo lo que su política ha costado y aún cuesta a los movimientos de emancipación. Tu entrevista en Liberation es más prudente: “mi único halago a Stalin: el daba miedo a los capitalistas”. Es aún un halago excesivo ¿Stalin daba miedo a los capitalistas, o más bien otra cosa: las grandes luchas obreras de los años treinta, las milicias obreras de Asturias y Cataluña, las manifestaciones del Frente Popular? El miedo a las masas, en suma. En muchas circunstancias, no solamente Stalin no daba miedo a los capitalistas, sino que fue su auxiliar, durante las jornadas de Mayo de 1937 en Barcelona, del pacto germano-soviético, del gran reparto en Yalta, del desarme de la resistencia griega.
Esas diferencias de parecer acerca del sentido y el alcance del estalinismo son la consecuencia de una aproximación diferente a la historia. Tú registras una sucesión de secuencias – el comunismo-movimiento en el siglo XIX, el comunismo-estatizado en el siglo XX, la hipótesis comunista abierta actualmente – sin preocuparte demasiado de los procesos sociales que estaban en juego y las orientaciones políticas que se encontraban enfrentadas. Lo que está en juego es, sin embargo, de importancia, no por el pasado, sino por el presente y el porvenir: ni más ni menos que la comprensión del fenómeno burocrático y de los “peligros profesionales del poder”, con el fin de hacerles frente aunque sin garantía de conseguirlo.
Reduces tu crítica del estalinismo a una cuestión de método: “No se puede dirigir la agricultura o la industria por métodos militares. No se puede pacificar una sociedad colectiva por la violencia del Estado. Lo que se necesita poner en marcha es la opción de organizarse en una partido, eso que se puede llamar la forma-partido”. Tu terminas así por confirmar la crítica superficial de los ex-eurocomunistas desilusionados que, renunciando a la tarea de entender lo históricamente inédito, hacen derivar las tragedias del siglo de la forma partisana y de un método organizacional ¿Bastaría entonces con renunciar a la “forma-partido”? Como si, un acontecimiento tan importante como una contrarrevolución burocrática, saldada con millones de muertos y deportados, no provocaría preguntas de otro alcance sobre las fuerzas sociales en cuestión, sobre sus relaciones en el mercado mundial, sobre los efectos de la división social del trabajo, sobre las formas económicas de transición, sobre las instituciones políticas.
¿Y si el partido no era el problema, sino parte de la solución? Pues hay partidos y partidos. Para que se imponga a partir de 1934, el “Partido de los vencedores” y de la Nomenklatura, hizo falta destruir metódicamente, por los procesos, las purgas, las deportaciones y las ejecuciones masivas, eso que fue el Partido bolchevique de Octubre. Hizo falta aniquilar, unas después de otras, a las oposiciones. Hizo falta, a partir del quinto congreso de la Internacional comunista, bajo el pretexto falaz de “bolchevización”, militarizar los partidos y la Internacional misma.
Un partido puede, al contrario, ser el medio – desde luego imperfecto- para resistir a los poderes del dinero y de los medios, de corregir las desigualdades sociales y culturales, de crear un espacio democrático colectivo de pensamiento y de acción.
Tu mismo constatas los límites de las alternativas a la “forma-partido”: “Esta bien hablar de redes, tecnología, Internet, consenso, pero ese tipo de organización no ha hecho la prueba de su eficacia”. No queda más entonces que constatar que “aquellos no tienen nada”, que no tienen “su disciplina, su unidad”. Parece curioso abordar el problema de la organización política bajo la perspectiva de la disciplina, para concluir que “el problema de una disciplina política que no sea copiada de la militar está abierto”. Estamos muy lejos hoy, en la mayor parte de las organizaciones de la izquierda revolucionaria, de la disciplina militar y de sus mitologías. La cuestión de la disciplina está subordinada a la de la democracia: la unidad (la disciplina) en la acción es el reto que distingue la deliberación democrática de la charla y de la simple intercambio de opiniones.
Al fin de la entrevista, tu deseas al NPA un porcentaje electoral del 10 % que introduciría “un poco de desorden en el juego parlamentario”. Pero, fiel a tu rechazo a participar en el juego electoral, anuncias tu rechazo a contribuir a ello: “Esto será sin mi voz”. Tú habías deseado lo mismo, en 2005, en la victoria del No contra el Tratado constitucional europeo, sin aportar tampoco tu sufragio. Algunos podrían ver ahí una frivolidad o una inconsecuencia. Se trata, en realidad, de una posición consistente, de la que tú resumes bien los fundamentos en la entrevista: se trataría de evitar un doble escollo: “definirse a partir del Estado” y “jugar el juego electoral”.
Sobre el primer punto, nosotros estamos de acuerdo. El NPA no se define a partir y en función del Estado, sino a partir de los intereses de clase, de las movilización “de base”, de la auto-emancipación, de eso que nosotros llamamos una política del oprimido. Sobre el segundo punto, todo depende de lo que se entiende por “jugar el juego electoral”. Si jugar ese juego, es simplemente participar en las elecciones, el hecho es que nosotros lo jugamos en la medida que las relaciones de fuerza electorales no son exteriores, aunque fuese de manera deformada, a las relaciones de fuerza entre las clases. Pero si jugar, es subordinar la auto-organización y la lucha a los cálculos y a las alianzas electorales, entonces nosotros no jugamos. Y es esto lo que se nos reprocha cuando se nos acusa de “hacer el juego a Sarkozy” bajo el pretexto que rechazamos toda coalición mayoritaria en el gobierno con el Partido Socialista.
A los dos escollos precedentes, tu agregas un tercero, sobre el cual nosotros estamos de acuerdo: “saber resistir al fetichismo del movimiento, el cual es siempre la antesala de la desesperanza”. En efecto, hemos combatido con constancia “la ilusión social” que opone caricaturescamente un movimiento social, limpio y sano, a la lucha política, sucia y comprometedora por naturaleza. Hay ahí una evitación de la política que en una coyuntura de derrota y de retroceso, hace de la impotencia virtud.
Tu conclusión sobre el NPA depende del proceso de intención y del pronóstico azaroso: “aquella combinación de la vieja forma-partido al estilo marxista y del juego político tradicional (participación en las elecciones, gestión de los poderes locales, penetración en los sindicatos) remite todo simplemente al viejo Partido comunista de hace cuarenta años. Omitiremos la “penetración en los sindicatos” que retoma una vieja fórmula de la burocracia sindical, como si los militantes revolucionarios que participan en la construcción de un sindicato con sus colegas de trabajo fueran cuerpos extraños. Y nos detenemos en tu proposición final: “Por el momento, lo que cuenta, es practicar la organización política directa en el medio de las masas populares y de experimentar las nuevas formas de organización”. Esto cuenta, en efecto. Y es esto lo que hacen cotidianamente todos los militantes comprometidos en las luchas sindicales, en el movimiento altermundista, en las luchas sobre la vivienda, en las redes como “Educación sin fronteras” en el movimiento feminista o ecologista.
¿Pero es esto suficiente? ¿El “fetichismo del movimiento” que tú dices temer no es consecuencia de la renuncia a dar forma a un proyecto político – se llame esta forma partido, organización, frente, movimiento, poco importa- sin la cual la política, enérgicamente invocada, no sería más que una política sin política?
29 de enero de 2009
Traducción al español: Ignacio Gordillo
www.danielbensaid.org