Gritos y escupitajos

1. “Escupe a la historia”, nos responde John Holloway. ¿Por qué no? ¿Pero, cuál historia? Para él parece que no hay más que una sola historia y con sentido único: la de la opresión que contamina hasta la propia lucha de los opresores. Como si la historia y la memoria no fueran también campos de batalla. Como si no pudiera existir también una historia del oprimido, comúnmente oral (la de los explotados, de las mujeres, de los homosexuales, de los colonizados, etcétera), de la misma manera que se puede concebir un teatro o una política del oprimido.

2. La historia sería “la gran excusa para no pensar”. ¿Es que Holloway quiere decir que no se puede pensar históricamente? ¿A qué llama entonces pensar? Vieja y molesta cuestión.

3. “Escupe también al concepto de estalinismo” que nos dispensaría de “culparnos a nosotros” mismos y constituiría una cómoda “hoja de parra, que tapa nuestra culpabilidad”. En la actualidad nadie sueña en oponer una revolución luminosa, aquella iluminada de los años veinte a aquella de los sombríos años treinta, cargados con todos los pecados. Nadie ha salido indemne del “siglo de los extremos”. Un examen de conciencia metódico se impone a todos y a nosotros mismos. ¿Es ésta una razón para borrar las discontinuidades tan apreciadas por Michel Foucault? ¿Es para establecer una estricta continuidad genealógica entre el acontecimiento revolucionario y la contrarrevolución burocrática? ¿Es para poner en la misma bolsa una culpabilidad igualmente compartida entre los vencedores y los vencidos, los verdugos y sus víctimas? La cuestión no es moral, sino política. Ella exige la posibilidad de “continuar” o “recomenzar”. La no-historia, en la que todos los gatos son pardos (y, encima, no pueden atrapar siquiera un ratoncito), es el terreno predilecto en el que se unen los liberales y los estalinistas arrepentidos, apresurados por borrar sus propias huellas sin tener que reflexionar sobre ese incómodo pasado.

4. “Escupe a la historia porque no hay nada más reaccionario que el culto al pasado.” Sea. Pero ¿quién habla de culto? ¿La tradición oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos? Ciertamente. Pero ¿cuál tradición? ¿De dónde viene esta singular tradición única en la que desaparecen tantas tradiciones contrarias? Walter Benjamin, a quien Holloway cita a voluntad (haciendo uso y abuso), reclama, por el contrario, salvar la tradición de la amenaza permanente del conformismo. Esta distinción es esencial.

5. “Rompamos la historia. Del pasado hay que hacer añicos.” Letra de noble pertenencia. Pero la política de la página blanca (predilecta del presidente Mao) o la de la tabla rasa ofrece más bien precedentes inquietantes. Su partidario más consecuente, ¿no fue un cierto Pol Pot? “Se recomienza siempre desde el medio” dice, más sabiamente, Gilles Deleuze.

6. “Escupe a la historia.” Incluso Nietzsche, ciertamente el más virulento crítico de la razón histórica y del mito del progreso, era más sutil. Nos recomendaba, ciertamente, “aprender a olvidar para poder actuar”. Recusaba una historia que sería “una suerte de conclusión y balance de vida”. Pero, si bien denunciaba implacablemente la “historia monumental”, la “historia anticuaria”, el “exceso de estudios históricos” y la “sobresaturación de una época por la historia”, y la historia, simplemente, como una “teología enmascarada”, no menos sostenía que “la vida tiene necesidad de los servicios de la historia”. “Ciertamente, nosotros tenemos necesidad de la historia, pero en otro sentido que la que le hace falta a quien se pasea ociosamente por los jardines de la ciencia: para vivir y para actuar y no para desviarnos desaprensivamente de la vida y de la acción.” Nietzsche defendía, por lo tanto, la necesidad de una historia crítica. Por lo menos no pretendía oponer a “los efectos de la historia” una política de emancipación, sino una estética – “los efectos del arte” – o aún más “los poderes suprahistóricos que desvían la mirada del devenir hacia el arte y la religión”. ¿El mito contra la historia?

7. “Vivimos en un mundo de monstruos de nuestra propia creación.” Si mercancía, moneda, capital y Estado son fetiches, “no son meras ilusiones, son ilusiones reales”. Exacto. ¿Qué conclusión extraemos en la práctica? Que para abolir esas ilusiones ¿es necesario eliminar la relación que las transforma en necesarias y las fabrica? ¿O es que hace falta conformarse – como sugiere Holloway – con una huelga de fetiches? “El capital existe porque lo creamos. […] Si no lo creamos mañana, dejará de existir.” Apenas después de 1968 algunos maoístas pretendieron que era suficiente con “barrer la policía” de nuestras cabezas para que desapareciera con ello la policía real. Sin embargo, la policía real está siempre allí (más que nunca) y el ego tiránico domina todavía, incluso en las cabezas mejor formadas. ¿Será entonces suficiente “dejar de crear [el capital]” para que se desvanezcan sus sortilegios? Un comportamiento mágico (escamoteando imaginariamente al déspota imaginario) no aportará sino una liberación del todo imaginaria. Abolir efectivamente las condiciones del fetichismo es acabar con el despotismo del mercado, el poder de la propiedad privada y destruir el Estado que garantiza las condiciones de la reproducción social.

8. Antigüedades, sin duda. ¿Dónde están las novedades en la materia? Es siempre con lo viejo (en parte, por lo menos) que se hace lo nuevo. Holloway definió la revolución como “ruptura de la tradición, el rechazo de la historia […] el aplastamiento del reloj y la concentración del tiempo en un momento de intensidad inaguantable”. Toma, de esta manera, la imagen utilizada por Benjamin de los insurgentes de 1830 disparando contra la esfera de los relojes públicos. La destrucción simbólica de la imagen del tiempo confunde el fetichismo de la temporalidad con la relación social sobre la cual se basa: la medida “miserable” del tiempo de trabajo abstracto.

9. Holloway barre de un escupitajo las críticas que le dirigen Atilio Borón, Alex Callinicos, Guillermo Almeyra y yo mismo. Nos reprocha el encarar la historia como “algo no problemático” en lugar de abrirla a cuestiones teóricas. Acusación gratuita, sin argumento ni pruebas serias: todos estos autores han consagrado, bien por el contrario, una buena parte de su trabajo a interrogar, revisar, deconstruir y reconstruir su visión histórica del mundo. La historia es como el poder. No se la puede ignorar. Uno rechaza tomar el poder, pero el poder lo toma a usted. Uno echa la historia por la puerta, pero la historia se rebela y hace su entrada por la ventana.

10. “Hay algo fundamentalmente erróneo en el concepto de la revolución centrado en el poder”. Pero ¿qué? Hace ya mucho tiempo que Foucault ha pasado por allí. Yo mismo he escrito hace más de veinte años un libro titulado La revolución y el poder, alrededor de la idea de que el poder del Estado hay que destruirlo, pero que “las relaciones de poder” hay que deshacerlas (o deconstruirlas). La cuestión no es nueva. Nos llega, entre otras fuentes, de las tradiciones libertarias y de mayo de 1968. ¿Por qué, si no por ignorancia, poner cara de innovar radicalmente (siempre la tabla rasa) en lugar de inscribirse en los debates que tienen… una (larga) historia?

11. “La acumulación de la lucha es un enfoque incrementalista de la revolución.” Es un movimiento positivo, mientras que el movimiento anticapitalista “debe ser un movimiento negativo”. La crítica a las ilusiones del progreso, al “espíritu de la caja de ahorro”, al tejido de las penélopes electorales (que agregan un punto sobre otro a su malla), al interés agregado a los intereses, a la marcha ineluctable de la historia, más allá de los “desvíos”, los “paréntesis” o los “retardos” lamentables es también una vieja tradición (ilustrada en Francia por Georges Sorel y Charles Peguy, que tanto han influenciado a Benjamin). ¿Es suficiente, por lo tanto, oponer a las continuidades del tiempo largo la interrupción absoluta del grito sin pasado ni futuro? Benjamin rechaza el tiempo homogéneo y vacío de las mecánicas del progreso y con él la noción de un presente evanescente, un simple y efímero paréntesis, absolutamente determinado por el pasado e irresistiblemente aspirado hacia un futuro predestinado. Al contrario, el presente para él deviene la categoría central de una temporalidad estratégica: cada presente está investido de la “débil fuerza mesiánica” de redistribuir las cartas del pasado y las del porvenir y de volverles a dar su oportunidad a los vencidos de ayer y de siempre, de salvar la tradición del conformismo. Este presente no está, por lo tanto, dislocado del tiempo histórico. Él mantiene, como Blanqui, con los acontecimientos pasados relaciones no de causalidad sino de atracción astral, de constelación. Es en ese sentido que, según la fórmula definitiva de Benjamin, “la política prima sobre la historia”.

12. “Usando […] la historia como pretexto” nosotros querríamos – según Holloway – inscribir las “nuevas luchas en métodos viejos […] Dejen que las nuevas formas de lucha florezcan”. Es porque nosotros acogemos permanentemente una parte de lo novedoso que hay… una historia (!) en lugar de una eternidad divina o mercantilista. Pero la dialéctica histórica entre lo viejo y lo nuevo es más sutil que la oposición binaria o maniquea de lo viejo y lo nuevo. “Dejen que […] florezcan”, ciertamente, no cedamos a la rutina y al hábito, mantengámonos disponibles para la sorpresa y el asombro. Útiles recomendaciones. Pero, ¿cómo evaluar lo nuevo, es decir, con qué, si se pierde la memoria de lo viejo? Lo nuevo, como lo viejo, es siempre un concepto relativo. Gritar y escupir no constituye un pensamiento. Menos aún una política.

Viento Sur
www.herramienta.com.ar
Publicado en la revista Contretemps (París), núm. 8, septiembre 2003.
www.danielbensaid.org

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