Democracia, ¿en cuál Estado?

El escándalo permanente

Statue stalinienne
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Teatro de sombras

Fin de la onda larga de expansión de la posguerra, revelaciones de la magnitud del Gulag, la desgracia de Camboya y, a continuación, la revolución iraní y el comienzo de la reacción neoliberal: a mediados del decenio de 1970, el mundo comenzó a girar. Los protagonistas de la guerra fría – el comunismo contra el capitalismo, el imperialismo en contra de la liberación nacional – se desvanecen frente una nueva manera de anunciar con grandes fanfarrias la batalla del siglo entre la democracia y el totalitarismo. Al igual que en la Restauración de la monarquía, la democracia sin adjetivos daría una apariencia filantrópica de legitimidad al desenlace de un interminable termidor. Sin embargo, hoy como ayer, los liberales victoriosos guardaban una secreta desconfianza hacia el espectro de la soberanía popular que se agita bajo la lisa superficie del formalismo democrático. “Tengo para las instituciones democráticas un gusto de la cabeza, confía Tocqueville, pero soy aristocrático por instinto, es decir, que desprecio y el temo a la multitud. Amo a fondo a la libertad, el respeto de los derechos humanos, pero no a la democracia”.1 El temor de las masas y la pasión por el orden, esta es la esencia de la ideología liberal, para quienes el término democracia no es en definitiva sino la falsa nariz del despotismo mercantil y su competencia no falseada.

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Formes Vives » align= »acheval » />En el teatro de sombras del siglo que terminó, se suponía que dos abstracciones – Democracia y Totalitarismo – entraran en la batalla, al precio de un retorno de las contradicciones puestas detrás de cada mayúscula2. Más circunspecta, Arendt subrayó que “la diferencia es esencial, independientemente de las similitudes”. Trotsky calificó bien a Stalin y a Hitler como “las estrellas gemelas” y concibió la estatización de la sociedad como una forma de totalitarismo burocrático, cuyo lema sería: “La sociedad soy yo.”3 Pero nunca ignora las diferencias históricas y sociales, sin las cuales no existe ninguna política concreta posible.

Por una ironía de la que historia es pródiga, la democracia parece triunfar sobre sus dobles maléficos en el momento mismo en el que las condiciones que podrían pasar por consustanciales de las libertades civiles y la libre empresa comenzaron a desmoronarse. Durante los “treinta años gloriosos”, la boda de los liberales de la democracia parlamentaria con la “economía social del mercado” parecía prometer un futuro de prosperidad y de progreso ilimitado, conjurando así el retorno del fantasma que, desde 1848 nunca ha dejado de recorrer al mundo. Pero después de la crisis de 1973-1974, la inversión de la onda expansiva de la posguerra ha socavado los cimientos de lo que algunos llaman el compromiso fordista (o keynesiano) y el Estado del bienestar (o “providencial”).

Con el colapso del despotismo burocrático y del socialismo realmente inexistente, el significante flotante de la democracia se convirtió en sinónimo de la victoria de Occidente, de los Estados Unidos triunfantes, del libre mercado y la competencia. Al mismo tiempo, se lanzaba un ataque en toda regla contra la solidaridad y los derechos sociales, una ofensiva sin precedentes de privatización del mundo, así como una reducción de espacio público. Se confirmaba así el temor expresado por Arendt de ver a la política, en sí misma como una pluralidad de conflictos, desaparecer completamente del mundo en favor de una gestión prosaica de las cosas y los seres.

El retorno de los buenos pastores

El triunfo fuertemente proclamado de la democracia no tardó, como en Tocqueville, en revelar un mal reprimido odio en su contra. La democracia, no sólo fue, en efecto, el libre comercio y la libre circulación de capitales. También fue la expresión de un inquietante principio igualitario. Hemos escuchado de nuevo – en Finkielkraut, Milner, y otros – el discurso elitista de una preocupación por la desmesura, los excesos, por de la exuberancia del número.

Fue necesario, de nuevo, ensalzar las jerarquías genealógicas y la nobleza de la elección divina en contra de la igualdad ciudadana establecida en un territorio común. Hemos escuchado una vez más las alabanzas a la sabiduría del gobierno pastoral frente a los trastornos y las “tendencias criminales de la democracia.” Lo que se vive se levanta ya no más en nombre de la democracia sino de la República positivista y el Progreso en el Orden; todos las tendencias del orden escolar, familiar, moral de repente se conjuntaron para “conjurar el presentimiento innominable de que la democracia no es el tipo de sociedad indócil o buen gobierno adaptado a los pobres, sino el principio mismo de la política, el principio que instituye la política establecida sobre la base del buen gobierno en su propia ausencia de fundamento.”4Un sorprendente manifiesto de esta unión sagrada de la “democracia republicana” (sic), apareció en Le Monde el 4 de septiembre de 1998, bajo el medroso título miedo: “No tengamos más miedo.” ¿De qué y de quiénes, grandes dioses? De “la acción corporativa” y “los grupos sociales” más “inclinados a proclamarse encolerizados”, acusados de impedir la ley – ¿cuál? – para que se les aplique. Para conjurar el miedo al fantasma social, esos republicanos demócratas, unidos como un solo hombre, hacen una apelación a los “respetables antecesores”. Invocan a “las autoridades de ascendencia, competentes, del mando”. Se lamentan de la “familia devaluada” y las figuras tutelares del “Padre” y “Teniente”. Su odio a la democracia traiciona su vértigo ante la cuestionable legitimidad de cualquier poder, y la ansiedad de que un nuevo derecho siempre esté opuesto al derecho establecido.

Malestar en la democracia comercial

Después de los Republicanos virtuosos, estamos a la vuelta de las preocupaciones de los campeones de la democracia de mercado. Pierre Rosanvallon diagnostica un malestar democrático que se manifestaría por “la desacralización” de la función de la elección “por la pérdida de la centralidad del poder administrativo”, y por “la desvalorización de la figura del funcionario”. El triunfo de la democracia no habría sido, en suma, más que el preludio de su pérdida: “Nunca la frontera ha sido tan tenue entre las formas de desarrollo positivo del ideal democrático y las condiciones de su desviación.”5 Las “derivas ofensivas” de la anti – política y la despolitización no podrían conjurarse “si se afirma la dimensión propiamente política de la democracia”. Pero, ¿en qué consiste esta dimensión? Rosanvallon apenas lo precisa. Si se trata de una pluralidad conflictual que obliga a decidir el mañana sin garantía divina o científica, es necesario entonces determinar los protagonistas del conflicto y la lucha. Pero el republicano de las ideas se guarda muy bien de establecer el menor vínculo entre la anemia democrática que dice preocuparle y la privatización del mundo que vacía el espacio público y el vacío de lo que está en juego. ¿Cómo “el corporativismo de lo universal” sobreviviría a tal desencadenamiento del apetito privado y los cálculos egoístas? Constatando que “lo social está de más en más compuesto por las comunidades de pruebas, las agrupaciones, las situaciones, los paralelismos entre historias”, Rosanvallon insiste en la importancia creciente de la compasión y la víctima. En estas enumeraciones, las clases sociales prácticamente desaparecieron del léxico, como si su desvanecimiento fuera una fatalidad sociológica irreversible y no el resultado de un trabajo político – de la promoción ideológica y legislativa del individualismo competitivo – sobre el social. De ahí el enigma insoluble, en los términos establecidos, de una democracia sin calidad para hombres sin calidades: ¿cómo hacer para que una política sin clases no sea una política sin política?

Apuesta democrática

Enfrentado a las debilidades de la democracia parlamentaria, Rosanvallon llega a preguntarse sobre la lógica de la “democracia electoral representativa”, cuya preconcepción implícita sería que la mayoría simple vale por la unanimidad. Rechaza sin embargo toda forma de democracia directa encaminada, según él, a eliminar radicalmente la sustitución del representante por el representado, así como una inaccesible “democracia inmediata” desafiando la reflexividad de lo social en favor de un ejercicio permanente e instantáneo de un poder constitutivo inalienable.

El presupuesto de la democracia es la política. Es, en efecto, la idea de que la política no es la simple suma de los contratos privados o el reflejo fiel de la sociedad, sino la instancia en donde se juega la unidad de la multiplicidad, donde se decide, como una forma de apuesta sobre lo incierto, la suerte de los posibles. No podría, entonces, estar subordinada a la Historia (y al “sentido” supuesto en ella). Sin embargo, no podría sustraerse de su inscripción histórica. Si tal es el caso, la forma en que Rosanvallon coloca y se plantea el problema – “inventar un nuevo relato de nuestra historia en adelante privada de Historia” – sella, simétricamente con las retóricas pos-modernas, el callejón sin salida de toda política democrática: el hundimiento de los horizontes de futuro sobre un presente puesto de rodillas sobre sí mismo que implica, al mismo tiempo, la destrucción de la política como razón estratégica en beneficio únicamente de la razón instrumental y gestora. No es sorprendente, por lo tanto, que relativiza el sufragio y le busca muletas institucionales: la extensión de los cargos nominativos en detrimento de los cargos electivos y la multiplicación de las “autoridades independientes”.

El espectro de la “verdadera democracia”

La indeterminación del significante “democrático” se presta a distintas definiciones y a menudo contrarias, incluidas la, mínima y pragmática, de Raymond Aron: la democracia como “la organización de la competencia pacífica para el ejercicio del poder”, que presupone a las “libertades políticas” sin las cuales “se falsea la competencia”6. Se encuentra allí, mucho antes de la declaración, que se ha convertido célebre, del difunto Tratado constitucional europeo, el concepto de “competencia no falseada” común al juego democrático parlamentario y al del mercado libre. Quién impugnaría, agrega Claude Lefort, “que la democracia esté vinculada al capitalismo al mismo tiempo que se le distingue”. Nadie, sin duda, todo el problema reside en determinar en qué le está históricamente vinculada (la llegada de una ciudadanía territorial, la secularización del poder y el derecho, el paso de la soberanía divina a la soberanía popular, de los sujetos al pueblo, etc.), y en qué se distingue, lo critica y lo sobrepasa.

A resolver eso se dedicó Marx a partir de 1843 en su crítica – a menudo mal comprendida – de la filosofía hegeliana del derecho y el Estado. En su manuscrito de Kreuznach, “el pensamiento de la política y el pensamiento de la democracia parecen fuertemente ligados”7. Mientras que Tocqueville asocia la democracia al Estado (“al Estado democrático”) para separarla mejor de la revolución, el joven Marx afirma que, “en la verdadera democracia, el Estado político desaparece”. Surge así, precozmente, el tema de la abolición o la desaparición del Estado.

Según Miguel Abensour, la democracia se caracteriza entonces por una relación inédita entre el Estado político – o la Constitución –, y el conjunto de las otras esferas materiales o espirituales: “La democracia no deja jamás de provocar una confusión mistificadora entre la parte y el todo, entre el Estado político y el demos.”8Afirmar que, en la “verdadera democracia”, el Estado político desaparece no significa, sin embargo, ni una disolución de la política en lo social, ni la hipóstasis del momento político en forma detentora de lo universal: “En la democracia algunos de sus momentos no adquieren otro significado que el que vuelve de nuevo: cada uno sólo es realmente un momento del demos total”. Y la política se revela entonces como el arte estratégico de las mediaciones.

Estas intuiciones de juventud no son en Marx un capricho inmediatamente abandonado en favor de una visión simplificada de la relación conflictual entre dominación y servidumbre. La “verdadera democracia” nunca está completamente olvidada. Persiste, afirma Abensour, como “dimensión oculta latente”, como un hilo conductor conectando los textos de juventud con los de la Comuna de París o los de la Crítica al programa de Gotha.

¿Escasez de la política, intermitencias de la democracia?

La contradicción y la ambivalencia de la pretensión democrática se volvieron obvias con la prueba de la universalización liberal. No es sorprendente que la crítica de la ilusión democrática y la crítica de Karl Schmitt de la impotencia democrática, tengan el viento en popa y toman su revancha sobre el moralismo humanitario que ayer parecía triunfar9. Estas críticas radicales tienen mucho en común y a veces parecen confundirse. Van sin embargo en direcciones distintas, o incluso opuestas.

La crítica platónica contra “la tiranía del número” y el principio mayoritario llevan a Alain Badiou a oponer la política “a la confrontación sin verdad de la pluralidad de opiniones”. La democracia como movimiento expansivo permanente se opone en Rancière a la democracia tal y como es concebida en las ciencias políticas, como institución o régimen. Ambos parecen compartir la idea de que la política, del orden de la excepción efectiva y no de la historia o de la policía, es rara e intermitente: “Ahí haypoca” y es “siempre local y ocasional”, escribe Rancière. Y ambos comparten una crítica de las elecciones como reducción del pueblo a su forma estadística. En estos tiempos de evaluaciones de todo tipo, donde todo debe cuantificarse y ser mensurable, donde el número se reduce a la sola fuerza de la ley, donde mayoría es puesta como valor verdadero, estas críticas son necesarias. ¿Pero son suficientes?

Filósofo rey

“Debo decir que no respeto absolutamente el sufragio universal en sí; eso depende de quién lo que hace. El sufragio universal sería la única cosa que se tendría que respetar independientemente de quién lo que produce. ¿Y entonces por qué?”10Esta bravata desafiante respecto al número o al sufragio recuerda con mucha razón que una mayoría numérica no es nunca prueba de verdad o justicia. Pero no dice nada de la convención social y el formalismo jurídico, sin el cual el derecho se reduce permanentemente a la fuerza, y el pluralismo a la gracia arbitraria de cada uno.

En Badiou, la crítica radical de la democracia se basa en su definición pura y simple del capitalismo y a la equivalencia comercial según la cual todo se valora y se equivale: “Si la democracia es representación, lo es de entrada del sistema general que porta las formas. Es decir, la democracia electoral sólo es representativa tanto como ella es de entrada representación consensual del capitalismo, renombrado hoy “economía de mercado”. Tal es su corrupción de principio, y no es para nada tal democracia, Marx pensaba no poder oponer más que una dictadura transitoria que llamaba dictadura del proletariado. La palabra era fuerte, pero aclaraba las discordancias de la dialéctica entre representación y corrupción.”11Es hacer una demasiado generosa concesión al discurso dominante admitir una rigurosa coincidencia entre democracia y capitalismo, como si la primera no excediera, por su potencial universalizable, los límites del segundo.

Para Marx, la dictadura no es de ninguna manera antinómica a la democracia, y en Lenin la “dictadura democrática” no tiene nada de oxímoron. Si quieren saber lo que es la dictadura del proletariado, les decía Engels a todos los versallescos de ayer y de siempre, “observen la Comuna de París”. Es necesario, en efecto, observarla y mirarla bien12.

El encadenamiento de secuencias históricas cambiantes que Badiou constata, como si el desarrollo y el desenlace de cada secuencia, sostenida por la fidelidad a un acontecimiento inaugural, fueran indiferentes a las orientaciones y a las decisiones de los protagonistas: “El enemigo de la democracia no fue el despotismo del único partido (el mal nombradototalitarismo) en tanto que ese despotismo realizaba el fin de una primera secuencia de la Idea comunista. La única verdadera cuestión consiste en abrir una segunda secuencia de esta Idea que la hará prevalecer sobre el juego de los intereses por otros medios que el terrorismo burocrático. Una nueva definición y una nueva práctica, en suma, de lo que se llamó ‘dictadura’ del proletariado.”

Carente de reflexión crítica, histórica y social, sobre las pasadas secuencias, esta novedad indeterminada se vuelve al vacío. Nos remite simplemente a una experimentación que debe venir. Lo que queda es que “nada no puede hacerse sin disciplina”, pero de modo que “el modelo militar de ésta debe superarse”13. En el mismo artículo, Badiou alega una tercera etapa del comunismo, “centrada en el fin de las separaciones socialistas, el repudio de los egoísmos reivindicativos, la crítica del motivo de la identidad y la propuesta de una disciplina no militar”. ¿En qué podría basarse esta disciplina no militar? Misterio. A falta de un acuerdo democráticamente consentido de acuerdo a un proyecto común, no podría ser sino sobre la autoridad de una fe religiosa o de un conocimiento filosófico, y de su palabra de verdad.

A diferencia de Marx, Badiou no toma posición en el corazón de la contradicción efectiva del tema democrático para hacerlo estallar desde el interior. Él lo descarta pura y simplemente: “Este punto es esencial: desde el principio, la hipótesis comunista no coincide de ninguna manera con la hipótesis democrática que conducirá al parlamentarismo contemporáneo. Ella subsume una otra historia, otros acontecimientos. Eso que, esclarecido por la hipótesis comunista, parece importante y creador es de una otra naturaleza que lo que selecciona la historiografía democrática burgués. Por esta razón Marx […] se descarta de todo politicismo democrático sosteniendo, desde la escuela de la Comuna de París, que el Estado burgués es tan democrático que debe ser destruido.”14 Sí, pero, ¿y después de la destrucción? ¿La tabla rasa, la página en blanco, el comienzo absoluto en la pureza efectiva…? Como si la revolución no trenzara y conjuntara el acontecimiento y la historia, el acto y el proceso, lo continuo y lo discontinuo. Como si no se recomenzara siempre por la mitad.

La cuestión que no tiene un ajuste de cuentas en Badiou es la del estalinismo, y – sin por ello confundirlos – la del maoísmo. “En los tiempos de Stalin, escribe en su virulento panfleto contra Sarkozy, es necesario decir que las organizaciones políticas trabajadoras y populares se llevaban infinitamente mejor, y que el capitalismo era menos arrogante. No hay siquiera comparación.” La fórmula tiende, por supuesto, a la provocación. Si es incuestionable que los partidos y los sindicatos obreros eran más fuertes “en los tiempos de Stalin”, esta simple constatación no permite decir si eso fue gracias o a pesar suyo, ni sobre todo lo que esa política costó y cuesta aún a los movimientos de emancipación. En la entrevista en Liberación es más prudente: “Mi único reconocimiento a Stalin: daba miedo a los capitalistas.” Sigue siendo demasiado. ¿Era Stalin el que daba miedo a los capitalistas o era otra cosa: las grandes luchas de los trabajadores de los años treinta, las milicias obreras de Asturias y de Cataluña, las manifestaciones del Frente Popular? El miedo a las masas, en suma. En numerosas circunstancias, no solamente Stalin dio miedo a los capitalistas sino que más bien fue su auxiliar, como en los días de mayo de 1937 en Barcelona, en los del pacto Germano-soviético, en los de la gran división de Yalta, con el desarme de la resistencia griega15.

La crítica del estalinismo se reduce para Badiou a una cuestión de método: “No se pueden dirigir la agricultura o la industria por métodos militares. No se puede pacificar a una sociedad colectiva por la violencia del Estado. Lo que es necesario poner en debate, es la elección de organizarse en partido, lo que se puede llamar la forma partido.”

Termina así por incorporarse a la crítica superficial de los eurocomunistas desengañados que, renunciando a tomar conciencia de lo inédito histórico, hicieron derivar las tragedias del siglo de una forma partidaria y de un método organizativo. ¿Bastaría, pues, con renunciar a la “forma – partido”? Como si un acontecimiento tan importante como una contra – revolución burocrática, soldada por millones de muertes y deportados, no levantara interrogaciones de otro alcance sobre las fuerzas sociales puestas en acción, sobre sus relaciones con el mercado mundial, sobre los efectos de la división social del trabajo, sobre las formas económicas de transición, sobre las instituciones políticas. ¿Y si el partido no fuera el problema, sino un elemento de la solución?

El irreducible “exceso democrático”

A riesgo de un contrasentido absoluto, los periodistas ignorantes y/o perezosos confundieron la inclinación de Rancière por “el exceso democrático” con la “democracia participativa” reducida a la salsa de Ségolène Royal. En las antípodas “del orden justo”, la democracia no es para él una forma de Estado. Es “de entrada condición paradójica de la política, punto donde toda legitimidad se enfrenta a la ausencia de legitimidad última, a la contingencia igualitaria que sostiene la contingencia desigual”. Ella es “la acción que sin cesar arranca a los gobiernos oligárquicos el monopolio de la vida pública y a la riqueza todo el poder sobre las vidas”16. No es “ni una forma de gobierno, ni un estilo de vida social”, sino “el método de subjetivación por la cual existen temas políticos”, que “supone disociar el pensamiento de la política, el pensamiento del poder”17. No es “un régimen político”, sino “la institución misma de la política”.

Para que haya democracia, no basta que la ley declare a los individuos iguales. Es necesario que la democracia tenga “el poder de deshacer las asociaciones, las colecciones, las ordenaciones”. Democracia y lucha de clases van entonces “unidas una a la otra”. No vivimos, dice Rancière, ni en democracias, ni en los campos imaginarios del discurso sobre la excepción biopolítica: “Vivimos en Estados de derecho oligárquicos”, que se reclaman de la soberanía popular con el fin de incluir y neutralizar “el exceso democrático”.

En un coloquio de Cerisy que se le consagró, Rancière respondió a una intervención que le reprochaba la ausencia de respuestas prácticas a las cuestiones estratégicas de organización y partido, el no haber “probado nunca tener interés por la cuestión de las formas de organización de los colectivos políticos”18. Es más importante, para él, a distancia de todo izquierdismo especulativo, “pensar en primer lugar la política como producción de un determinado efecto”, como “afirmación de una capacidad” y “reconfiguraciones de los territorios de lo visible, de lo pensable y de lo posible”. En una entrevista posterior, matiza no obstante su posición: “No se trata de desacreditar el principio de la organización en favor de una valorización exclusiva de las escenas explosivas. Mi observación se sitúa fuera de toda polémica que opone organización contra espontaneidad”19. Se trata, sobre todo, de repensar lo que la política quiere decir: “La política es, en un sentido, anarquía”, es decir, sin fundamento primero.

Desaparición del Estado y/o la política

¿Estas críticas reconfortantes de los “tiempos consensuales” nos dispensan de una reflexión sobre algunas acuciantes lecciones del siglo de los extremos? ¿Autorizan una indiferencia vinculada con “el tercer período de errores de la Internacional comunista” hacia las formas y los regímenes políticos? Nutridos con la experiencia de la revolución húngara de 1956 y del despotismo burocrático en Europa Oriental, Agnès Heller y Ferenc Feher, sin dejar de combatir el fetichismo del Estado, rechazaban la ilusión de una “abolición total del Estado y las instituciones”. Se trataba, a sus ojos, “no solamente de una empresa imposible”, sino de una utopía que impediría pensar “los modelos alternativos de Estado e instituciones en los cuales la enajenación iría disminuyendo”.

Rechazan pues “la visión utópica de la abolición total del Estado”, ya que “si no se puede imaginar una sociedad que expresa una voluntad homogénea, se debe prever un sistema de contratos que garantice la toma en consideración de la voluntad y los intereses de todos. Es necesario pues prever la forma concreta que tomará el ejercicio de la democracia”20. Esta crítica del totalitarismo burocrático proporcionó, como se sabe, a los Partidos “eurocomunistas” de los años 80 la justificación teórica de su voto incondicional a las prescripciones del capital ventrílocuo. No revelaba menos las oscuridades y los peligros vinculados a la vacilante formulación marxiana de la “desaparición del Estado”. “Si el Estado absorbe a la sociedad”, las libertades democráticas están condenadas a desaparecer, constataban por experiencia estos discípulos de Lukacs.

El poder de Estado es “a partir de entonces abolido”, escribía, con todo, Marx con respecto a las seis semanas de libertad comunal de la Primavera de 1871. ¿Abolido? La palabra es fuerte. Parece contradecir así las polémicas contra Proudhon o Bakounine, en las cuales se había opuesto a la idea de que una abolición, del asalariado o el Estado, pudiera ser decretada. Se trataba más bien de un proceso en el que era necesario reunir las condiciones de posibilidad para la reducción del tiempo de trabajo, para la transformación de las relaciones de propiedad, para la modificación radical de la organización del trabajo. De ahí los términos procesuales de extinción o desaparición (del Estado) que, tal como ocurre con la “revolución permanente”, hacen hincapié en el vínculo entre el acto y la duración.

La segunda prueba de redacción de La guerra civil matiza mucho lo que se puede entender por abolición. En tanto “que antítesis directa del Imperio”, la Comuna “debía componerse de concejales elegidos por el sufragio de todos los ciudadanos, responsables y revocables en cualquier momento”. “Debía ser un cuerpo activo y no parlamentario, ejecutivo y legislativo al mismo tiempo”. Los funcionarios y los propios miembros de la Comuna debían “realizar su tarea con salarios de obreros”: “En una palabra, todas las funciones públicas, incluso las raras funciones que habrían sido incluidas en el Gobierno central debían ser asumidas por agentes comunales y colocadas por lo tanto bajo la dirección de la Comuna. Es entre otras cosas cosas un absurdo decir que las funciones centrales, no no las funciones de autoridad sobre el pueblo, sino las que son requeridas por las necesidades generales y ordinarias, no podrían estar garantizadas. Estas funciones debían existir, pero los propios funcionarios no podían ya, como en el viejo aparato gubernamental, elevarse sobre la sociedad real, porque las funciones debían ser asumidas por agentes comunales y sometidas por lo tanto a un control verdadero. La función pública debía dejar de ser una propiedad personal.”21No se trata pues de interpretar la desaparición del Estado como la absorción de todas sus funciones en la autogestión social o en la simple “administración de las cosas”. Algunas “funciones centrales” deben seguir existiendo, pero como funciones públicas bajo control popular. La desaparición del Estado no significa, entonces, la desaparición de la política o su extinción en la simple gestión racional de lo social. Puede significar también la extensión del dominio de la lucha política por la desburocratización de las instituciones y poner en deliberación permanente la cosa pública. Esta interpretación encuentra su confirmación en la introducción de Engels a la edición de 1891: el proletariado, escribe entonces, no podrá impedir “cortar” los lados más nocivos del Estado hasta que una “generación crecida en nuevas condiciones sociales y libres esté en condiciones de deshacerse del todo del escándalo del Estado”22. Se trata no de declarar abstractamente la abolición por decreto del Estado, sino de reunir las condiciones permanentes para prescindir de su confusión burocrática. La toma del poder no es pues más que un primer paso, un principio, el esbozo de un proceso y no su resultado.

El nombre de una falta

Más que satisfacerse con una denuncia unilateral y repetitiva de los señuelos de la democracia burguesa parlamentaria, es más fértil trabajar las contradicciones de la idea democrática concebida como un devenir igualitario universal. Es en este sentido que parece orientarse Jean-Luc Nancy, alertado contra el nihilismo contemporáneo que acecha el pensamiento cuando se resigna cínicamente a “sólo a concebir la democracia como un menor mal, o a identificarla simplemente como encubrimiento de la explotación”. Entre la adhesión desencantada al orden de las cosas y la denegación estética a todo compromiso, la “política democrática” estaría amenazada entonces de hundirse en “una doble negación: de justicia y de dignidad”.

Porque es bien cierto que la democracia “puede devenir tendencialmente en el nombre de una equivalencia más general aún de aquella de la que hablaba Marx”, de un intercambio sin reparto reducido “a la sustitución de los papeles” y “a la permutación de los lugares”, ella puede ser también “la afirmación de cada uno que lo común debe volver posible” y “de la estricta igualdad” como “régimen donde se comparten los incomensurables”23. A este respecto, más bien que como régimen, la democracia aparece como el nombre de una falta, de la pérdida de una forma un momento alcanzada y casi inmediatamente desmayada. La de una invención, de la Comuna o la de la huelga general.

Esta es la razón por la que, para Nancy, la democracia es “espíritu” antes de ser “forma, institución, régimen político y social”. Una democracia no “figurable”, una democracia espectral, en resumen. Un pasar a ser, y no un estado (ni, a fortiori, un Estado). O una revolución permanentemente.

¿La falta de Rousseau?

Las contradicciones efectivas de la democracia (y no sus “paradojas” como escribía al final Norberto Bobbio) se inscriben en los aporías del contrato social. En cuanto se conviene, con Rousseau, que “la fuerza no hace el derecho” y “que no se ve obligado a obedecer sino a las potencias legítimas”, se plantea la cuestión del fundamento de la legitimidad y la tensión insuperable entre legalidad y legitimidad. De una a otra, la llamada está siempre abierta. El derecho a la insurrección inscrito en la Constitución del Año II es la imposible traducción jurídica.

Si la libertad es “la obediencia a la ley que ha sido prescrita”, implica su propia negación, a saber “la enajenación total” de cada asociado y de todos sus derechos a toda la comunidad, ya que “cada uno dándose a todos no se da a nadie”. Cada uno que pone a su persona “bajo la suprema dirección de la voluntad general”, y cada miembro que se ha convertido en “parte indivisible del conjunto”, se constituye una persona pública o un “cuerpo político”, llamado Estado cuando es pasivo, Soberanía cuando es activo. La sumisión voluntaria a la ley impersonal que vale para todos se substituye entonces a la dependencia personal y a lo arbitrario del antiguo régimen. Pero es al precio de un holismo exacerbado, inmediatamente contradictorio con las preconcepciones liberales del contrato y el individualismo posesivo.

Esta contradicción se encuentra en la concepción de una “posesión pública” oponible al derecho ilimitado de la apropiación privativa. Si el Estado es amo de todos los bienes de sus miembros en virtud del contrato social, se sigue que todo hombre “tiene naturalmente derecho para lo que le es necesario” y que “el derecho de cada particular a su propio fondo se supedita al derecho que la comunidad tiene sobre todo”, o también, como en Hegel, que “el derecho de desamparo” precede el derecho de propiedad. El pacto social instituye así entre ciudadanos “iguales por convenio y en derecho” una igualdad moral y legítima. Rousseau tiene el mérito de unir la cuestión democrática a la de la propiedad.

El acto de asociación es “un compromiso recíproco” del público con los particulares. De acuerdo con el espíritu del compromiso liberal, supone que todo contratante contrata con sí mismo como miembro del Estado y miembro soberano, obligándose así hacia un conjunto del que forma parte. Pero la naturaleza del “cuerpo político” implica entonces la imposibilidad para el Soberano de imponerse una ley que él mismo no pueda infringir: “No puede haber una nula especie de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni siquiera incluso el contrato social.” Es decir, el contrato es siempre revisable y el poder constitutivo inalienable. De ahí, lógicamente, el derecho a la insurrección que tiene fuerza de ley.

Resulta una imposibilidad de la representación, puesto que “el Soberano, por sólo eso que es, es todavía todo lo que debe ser”. Si la soberanía no es más que “el ejercicio de la voluntad general”, no puede en efecto enajenarse. El poder puede delegarse, pero no la voluntad. El Soberano puede querer “actualmente”, en el presente, pero no para mañana, ya que es absurdo que “la voluntad se ponga cadenas para el futuro”. Ese es el fundamento de la “democracia inmediata”, según la cual el soberano “sólo podría ser representado por sí mismo”, que cuestiona hoy Rosanvallon.

Improbable milagro

La voluntad general es ciertamente “siempre derecho” y tiende siempre al servicio público, pero no se sigue que “las deliberaciones del pueblo tengan siempre la misma rectitud”: “Nunca se corrompe al pueblo, pero a menudo se equivoca”. No hay contradicciones en el pueblo, entonces; pero se le hace fraude, se le manipula, se le intoxica. Es la versión original de las teorías contemporáneas del complot, a las cuales falta el concepto crucial de ideología24. Se desprende lógicamente que, si “la voluntad general puede errar”, será forzosamente por las maquinaciones y las “facciones”, de las intrigas de los enemigos del pueblo o “de las asociaciones parciales a costa de la asociación grande”. Para que la voluntad general pueda manifestarse con rectitud, sería necesario rechazar toda “sociedad parcial” (¡todo partido!) en el Estado, con el fin de permitir que “cada ciudadano opine que según él”.

La fórmula, emblemática de una confianza en el individuo liberal, supuestamente libre y racional, se da la vuelta fácilmente en confianza en el hecho de que esta suma de razones culmina en una Razón pronto transformada en Razón de Estado.

En Rousseau, esta confianza sin embargo inmediatamente es moderada por la idea de que “la voluntad general es siempre derecho” pero que “el juicio que la guía no siempre es esclarecido”. Busca la respuesta a esta inquietante constatación del lado de la pedagogía y la educación, más bien que del lado de la experiencia conflictual: ¡cuando “el público quiere el bien, pero no lo ve”, “necesita de guías” capaces de “mostrarle el buen camino”! La voluntad general llega entonces a un callejón sin salida democrático. Para decretar las mejores normas de vida social, “sería necesario una inteligencia superior que viera todas las pasiones de los hombres y no aprobara ninguna”, una clase de gemelo jurídicomoral del demonio de Laplace. Este punto de vista inaccesible de la totalidad haría del legislador, “en todos los aspectos, un hombre extraordinario en el Estado”, ya que aquél que controla las leyes no debe controlar a los hombres. Este legislador debería recurrir a una autoridad de otro orden, susceptible “de implicar sin violencia y de persuadir sin convencer”. Para salir de lo que Arendt llamará “el círculo vicioso constitucional”, Rousseau se acorrala al alegar un transcendencia convencional, la religión civil, que supuestamente rellenará la divergencia entre la homogeneidad del pueblo ideal y las divisiones del pueblo real, aquello a lo que no puede formular como lucha clases. Y, como “no corresponde a todo hombre hacer hablar a dioses”, se perfila el recurso del comodín del despotismo ilustrado: “El gran alma del legislador es el verdadero milagro que debe probar su misión.”25

Pensar la institución

La conclusión melancólica de Rousseau ante el insuperable divorcio entre lo necesario y lo posible se volvió famosa: “Si existía un pueblo de Dioses, se gobernaría democráticamente”, pero “un Gobierno tan perfecto no conviene a hombres”. Nunca ha existido una verdadera democracia pues y no existirá nunca, ya que “no se puede imaginar que el pueblo queda inmediatamente armado para estar abierto a los asuntos públicos”. La democracia sería, pues, un simple horizonte regulador, necesario pero inaccesible. La afirmación según la cual, “a partir del momento en que un pueblo se da representantes, ya no es libre, no lo será más”, implica que toda representación es usurpación. Si, “dónde se encuentra el representado, no hay representante”, solamente una democracia directa absoluta sería, en efecto, realmente democrática. Es necesario, con todo, hacer a partir de la finitud y la debilidad humana, introduciendo distinciones y grados en la expresión de la voluntad general. Sólo una ley exigiría, por naturaleza, un consentimiento unánime: la del pacto social. Para el resto, aunque las deliberaciones sean importantes, “el dictamen que triunfe debe acercarse a la unanimidad”. Para los que deben concluirse inmediatamente, la mayoría simple basta.

Allí donde se detiene el pensamiento de Rousseau, la interrogación de Saint-Just la víspera del Termidor sobre la necesidad de instituciones republicanas tomará el relevo: “Las instituciones son la garantía de la libertad pública, ellas moralizan al Gobierno y al estado civil” y “asientan el reino de la justicia”. Ya que, “sin instituciones, la fuerza de una República se basa o en el mérito de frágiles mortales o en medios precarios”26. A algunos días de la guillotina, Saint-Just evoca todos los grandes triunfos de las luchas de emancipación que “tuvieron por desdicha nacer en países sin instituciones; en vano, se apoyaron de todas las fuerzas del heroísmo; las fracciones que triunfaron un único día fueron lanzadas a la noche eterna a pesar de años de virtud”. Este presentimiento, esta predicción de la situación inminente del Termidor, hace eco al del Che, haciendo en el fondo de su trágica soledad boliviana un último llamamiento a la conferencia tricontinental. Para uno como para otro, las “fuerzas del heroísmo” y la virtud del ejemplo no habrán bastado para reducir la tensión entre el ejercicio del poder constituyente y la necesidad de la democracia instituida.

La experiencia de las “verdades tristes” de la revolución “me hicieron concebir, escribió Saint-Just en este texto testamentario, la idea de conectar el crimen con las instituciones”: “Las instituciones tienen por objeto establecer de hecho todas las garantías sociales e individuales para evitar las disensiones y las violencias, substituir al ascendiente de las costumbres al ascendiente de los hombres.”27 Es necesario, insiste, como para mandar un último mensaje antes de emparedarse en el silencio de su última noche, “substituir por las instituciones la fuerza y la justicia inflexible de las leyes y influencia personal; entonces la revolución se consolidará”. Ni él, ni Guevara, ni Lumumba, ni tantos otros, tuvieron tiempo de solucionar esta misteriosa ecuación democrática, cuyo enigma nos legaron.

Instituyente/Instituido

Jean-Luc Nancy anticipa la objeción. Una democracia que sólo fuera procesual, en perpetuo pasar a ser, en exceso permanente sobre toda institución, no estaría más allá de la política: “Se me dirá: ¡declaren entonces que, para ustedes, democracia no es política! Y con eso nos dejan en plan, privados de medios de acción, intervención, lucha, meciéndose de su infinito… ”

A lo que responde que la democracia “compromete como un rebasamiento principiel del orden político”28. Se encuentra, en esta tensión democrática hacia un más allá de la política, una clase de eco o prolongación de la distinción de Rancière entre policía y política, pues la policía deviene ella misma otro nombre de las dificultades de la política instituida, y la políticala anticipación efectiva de una democracia que siempre debe advenir.

¿Rebasamiento del orden político o del orden oficial? La cuestión merece ser puesta y la distinción puede resultar fértil para salir de las ambigüedades de Marx (o de Engels!) para quienes la desaparición del Estado parece a veces sinónimo de la desaparición de la política, del derecho, la democracia, en favor de una sociedad de la abundancia donde la simple administración de las cosas habría suplantado al Gobierno de los hombres. Se incorpora ahí, de modo extraño, la utopía poco aconsejable saint-simoniana de una gestión tecnócrata de lo social.

Es mejor pues asumir, como lo hace Castoriadis, la idea de que “lo histórico social” es “la unión y la tensión de la sociedad instituyente y la sociedad instituida, de la historia hecha y la historia que se hace”29. ¿En qué medida la sociedad puede autoinstituirse y escaparse a la auto-perpetuación del lo instituido? Ahí están “las cuestiones, la cuestión de la revolución, que, no sobrepasan las fronteras de lo teorizable, sino que se sitúan inmediatamente sobre otro terreno, el de la creatividad de la historia”30. Y, añade, sobre el terreno de la práctica política donde se decide esta creatividad en una historia profana, sustraída de la voluntad divina, y abierta a la incertidumbre de la lucha.

A la prueba de la incertidumbre

Claude Lefort llama democracia a una “forma de sociedad en la cual los hombres están de acuerdo en vivir a la prueba de la incertidumbre”, y “dónde la actividad política choca con el límite”. Ella está, por definición, expuesta a la paradoja del escéptico relativista, que duda de todo excepto de su duda, al punto de convertirse en un dubitativo dogmático o un doctrinario de la duda. Consciente de este peligro, Lefort admite por otra parte que “el relativisme alcanza su más alto grado cuando viene a preguntarse sobre el valor de la democracia”31. Pero, ¿cómo escapar de esta incertidumbre, inscrita en el principio mismo de la igualdad democrática? Se trataría de “laicizar la democracia”, de proseguir la transformación de las cuestiones teológicas en cuestiones profanas, y de cesar de querer reducir la política a lo social, a la búsqueda de una unidad mítica perdida. Dirigidos a la restauración de una “Gran Sociedad” mítica, de un “Gemeinschaft” (comunidad) original, esta pretensión a la absorción sin resto de la política por el social presupone, en efecto, una sociedad homogénea que es contradicha por la irreducible heterogeneidad de lo social. La experiencia de los regímenes totalitarios nos instruye, afirma Lefort, de la imposibilidad de figurar un “punto de realización de lo social donde las relaciones serían del todovisibles y del todo decibles”.

Desde un punto de vista casi opuesto, Rancière considera, él también, “la reducción ideal de la política por lo social” como el fin sociológico de la política y como una reducción de la democracia “a la autorregulación política de lo social”. El retorno forzado a los años 70, bajo el amparo de una revancha “de la filosofía política”, de la “política pura” y de sus ideólogos, ocultaría pues el hecho de que “lo social no es una esfera con una existencia propia, sino el objeto disputado de la política”. Habría una institución política (e imaginaria o simbólica) del social. Y “el debate entre los filósofos de la vuelta a la política y los sociólogos de su fin” no habría sido más que un debate amañado “sobre el orden en el cual conviene tomar las presuposiciones de la filosofía política para interpretar la práctica consensual de anulación de la política”.

¿Secularizar la democracia?

No personificar la sociedad, no creer que ella podría “tomar cuerpo”, esa es la preocupación pragmática de Walter Lippmann, confrontado, en el período de entreguerras, a la aniquilación del espacio político por la negación del conflicto de clases en favor de un Estado popular o un “Estado de todo el pueblo.” “La sociedad no existe”, se lanzó finalmente como un desafío. Para él, como para John Dewey, una democracia laica significaba rechazar todo más allá, toda trascendencia, todo fundamento último, y aceptar la incertidumbre irrebasable de los juicios políticos. En respuesta a Trotsky, quien en las antípodas de una ética utilitarista de acuerdo a que el fin justifica los medios, se cuestionó sobre la justificación de los propios fines, para terminar invocando el criterio último de la lucha de clases, Dewey le reprocha acordar así con un uso subrepticio de una trascendencia arreglada. El círculo de interacción entre fines y medios no autoriza, en efecto, algún punto de fuga y la decisión política está ligada a una incertidumbre irreductible. Nos hemos embarcado, se debe apostar. Lippmann estaba en contra de una concepción mística de la sociedad que ha evitado la democracia para lograr una idea clara de sus propios límites y objetivos a su alcance 32. Ella resolvería prosaicamente, sin ningún código moral universal, los conflictos de interés simple. Lippmann no se hace más ilusiones sobre la expresión electoral de la voluntad popular recta porque los votantes no pueden “enfrentar todos los problemas” por falta de tiempo. Tiene que aventurar la hipótesis según la cual la política no es una materia, la suma de incompetencias individuales que hacen a la democracia una competencia colectiva, oponiendo una lúcidamente escéptica: “No existe la sombra de una razón para pensar, como lo hacen los demócratas místicos, que la suma de ignorancias individuales puede producir una fuerza capaz de dirigir los asuntos públicos.” Dado que es imposible que cada uno se interese en todo, lo ideal sería entonces que en un litigio, las partes directamente interesadas encuentren un acuerdo, la experiencia de “de las partes” es fundamentalmente diferente de la de alguien que no lo es.

La conclusión que se impone para Lippman, es que el ideal democrático no podría dar lugar, por excesos de ambición, más que a la desilusión y la deriva hacia formas tiránicas de interferencia. Él tuvo que “poner al público en su lugar” en el doble sentido del término, recordando su deber de modestia y sentarse en las gradas33. Esta concepción débil de la democracia, sin embargo, defendió el principio del pluralismo, isomorfo, mucho antes que Foucault, a la pluralidad de poderes, porque “los poderes unidos bajo el nombre del capitalismo son legión” y “vencieron por separado las diferentes poblaciones.” En lugar de instaurar “un equilibrio general entre los grandes poderes”, se trató así, más humildemente, “de crear un número infinito de equilibrios en pequeña escala.” El tema actual de los contra-poderes y otras resistencias intersticiales hace un eco extraño del viejo discurso pragmático, que descarta de la lucha política el tema del poder y esquiva la figura del Estado.

Discordancias de espacios y de tiempos

Para Rancière, la representación es “en pleno derecho una forma oligárquica”. Ella es, desde el origen, “exactamente lo contrario de la democracia”34. Para Castoriadis, como para Lefort, “la desincorporación del poder” implica lo contrario de un “escenario de representación”. La democracia representativa no es sólo el sistema en el que los representantes participan en la autoridad política en lugar de los ciudadanos que los designaron, también da a la sociedad una “visibilidad relativa” a costa de una distorsión a menudo considerable. Ella delimita sobre todo un espacio de controversia que permite hacer emerger un interés común, no corporativo. Su principio dinámico sería “el pleno reconocimiento de los conflictos sociales y la diferenciación de las esferas política, económica, jurídica, estética, de la heterogeneidad de la moral y los comportamientos.”35 La representación aparece entonces como la consecuencia no sólo de la heterogeneidad irreductible de la sociedad, sino también de la pluralidad discordante de espacios y tiempos sociales que fundan la pluralidad y la necesaria autonomía de los movimientos sociales respecto a los partidos y al Estado. Manejando como caja de velocidades de las temporalidades discordantes y como una escala móvil de espacios desarticulados, la lucha política determina su unidad, siempre provisional, desde el punto de vista de la totalidad.

La extensión de las libertades individuales se hace inseparable de la aparición de un espacio público. Cuando este espacio público está languideciendo, la representación política se convierte en farsa o parodia. En los años de entreguerras, se había transformado así en “opereta”, decía Hannah Arendt. O en comedia trágica.

¿Democracia inmediata o la democracia corporativa?

A menos que imaginemos las condiciones espaciales y temporales de una democracia inmediata en el sentido estricto – sin mediaciiones – que permita a la gente estar en asamblea permanente, o de un procedimiento de sorteo en la que el elegido realizaría una función pero sin estar investido de un mandato, ni representando a nadie, la delegación y la representación son inevitables. Esto es verdad en una ciudad, como lo es en una huelga y en un partido. En lugar de negar el problema, es mejor asumirlo como un todo y buscar la manera de garantizar la representación el mayor control de los mandantes sobre los mandatarios yla limitación de la profesionalización del poder. Porque, mientras subsista la actual división social del trabajo y su duración, no hay manera de un remedio absoluto, pero síde algunas disposiciones inspiradas en las experiencias históricas: la limitación y la rotación en el cargo, la eliminación de privilegios materiales de los elegidos, la revocabilidad.

La oposición superficial entre “democracia directa” y “democracia representativa” no captura por completo la complejidad del problema. A menos de convertirse en “instantánea”, la democracia, incluso si es directa, implica un cierto grado de representación y delegación. También en este caso, el que quiera hacerse ángel se arriesga siempre a volverse bestia: al querer abolir la representación se tienen fuertes posibilidades de irse hacia una democracia corporativa, pero entonces la consecuencia sería, no la desaparición, sino, en última instancia, el fortalecimiento el Estado burocrático.

El debate de 1921 entre Lenin y la Oposición Obrera es, a este respecto, esclarecedor. Alexandra a Kollontaï reprocha a las cumbres del partido el adaptarse “a aspiraciones heterogéneas”, a recurrir a especialistas, a profesionalizar el poder, a apelar por comodidad “a la dirección única, encarnación de una concepción individualista característica de la burguesía”. Tenía el mérito de percibir antes que los otros los peligros de la profesionalización del poder y de ver perfilarse la reacción burocráticanaciente. Pero su crítica, según la cual estas derivas proceden de concesiones a la heterogeneidad de lo social, presuponen un fantasma de sociedad homogénea: una vez suprimidos los privilegios de la propiedad y del nacimiento, el proletariado no sería más que un cuerpo. ¿Quién debe garantizar la creatividad de la dictadura del proletariado en el ámbito económico?, demandaba Kollontaï: “¿Los órganos esencialmente proletarios que son los sindicatos”?, o, “al contrario, ¿los administradores de Estado, sin relación viva con la actividad productiva y, por otro lado, de un contenido social mezclado”?“ Allí está el nudo del problema”, añadía36. Allí está el nudo, en efecto. Al querer suprimir la representación territorial (los soviets eran órganos originalmente territoriales37), se tendía, por una parte, a transformar los sindicatos en órganos administrativos o estatales, y, por otra, a obstaculizar la aparición de una voluntad general gracias al mantenimiento de una fragmentación corporativa. La denuncia de la “mezcla” o “de la composición social mezclada” aparece en efecto enmuchas ocasiones bajo la pluma de Kollontaï, como bajo la de su camarada Chliapnikov, para denunciar las concesiones hechas a la pequeña burguesía o a los cuadros del antiguo régimen (estas “categorías heterogéneas entre las cuales nuestro partido se ve obligado a dudar”). Esta fobia de la mezcla y la mixtura es reveladora de un sueño de revolución trabajadora sociológicamente pura, sin objetivo hegemónico. Su consecuencia paradójica es la del único partido, encarnación de una clase única y unida.

Lo que Lenin combatió entonces, a través de la Oposición trabajadora, es en realidad, una concepción corporativa de la democracia socialista que yuxtapondría sin síntesis los intereses particulares de la localidad, empresa, trabajo, sin llegar a alcanzar un interés general. Se volvería entonces inevitable que un bonapartismo burocrático fuera confinando a su red los poderes descentralizados y la democracia económica local, incapaces de proponer un proyecto hegemónico para el conjunto de la sociedad. La controversia no se refería a la validez de las experiencias parciales inscritas en el movimiento real destinado a suprimir el orden existente, sino sobre a sus límites.

De la relatividad del número

El número no tiene nada que ver con la verdad. No prueba nada. No tiene nunca valor de prueba. El hecho mayoritario puede, por convención, cerrar una controversia. Pero el reclamo sigue abierto. De la minoría del día contra la mayoría del día, del día siguiente contra el presente, de la legitimidad contra la legalidad, de la moral contra el derecho. La convención no sigue siendo menos necesaria para evitar que la deliberación se eternice en la palabrería, en el caos de las opiniones, sin nunca llegar a una decisión. De ahí que, cuando se trata de cortar un debate, se presupone que la parte vale por el todo, y la mayoría pasa como unanimidad.

A menudo percibido como puramente disciplinario, que permite sin embargo responderá una falla, y no de las menores, de la deliberación democrática. Si no se tiene por lo que está en juego una decisión y un compromiso común, se reduce a un intercambio deopiniones y después cada uno hace lo que le place. El límite es entonces poroso entre la esperanza para la minoría de un fracaso de la elección mayoritaria que le daría a posteriori razón, y la tentación de trabajar este fracaso para mejor darse la razón.

La alternativa radical al principio representativo que sólo es, en suma, el ir peor, sería el sorteo. No es sorprendente que la idea resurja, bajo forma mítica, como síntoma de la crisis de las instituciones democráticas actuales38. Rancière proporciona el argumento más serio. La ausencia de función del que gobierna, escribe, “es el problemas más profundo significado por la palabra democracia”; porque la democracia “es el buen placer del dios de la casualidad”, el escándalo sube a una superioridadbasada en ningún otro principio que la ausencia de superioridad. El sorteo es entonces la conclusión lógica. Tiene por supuesto inconvenientes, pero serían menores, tomado como un todo, que el Gobierno por la competencia, la artimaña y la intriga: “El buen Gobierno es el Gobierno del iguales que no desean gobernar”. Y la democracia no es “ni una sociedad que gobierna, ni un gobierno de la sociedad, es esto propiamente ingobernable sobre el que todo Gobierno debe en definitiva descubrirse fundado”39. La sustitución pura y simple de la representación por el sorteo significa entonces, no sólo la abolición del Estado, sino de la política como deliberación, de donde pueden surgir las propuestas y proyectos que deben realizarse.

Contrariamente a una tradición que quiso ver en la mayoría la manifestación inmanente de una sabiduría divina, Lippmann sostiene por su parte una concepción desacralizada y minimalista del sufragio. El voto no es más expresión de una opinión, sino una simple promesa de apoyo a un candidato. En concordancia con la idea que el elector sólo es competente sobre lo que lo concierne personalmente, Lippmann radicaliza así el principio de delegación hasta la aceptación teorizada de una extrema profesionalización – y monopolización – del poder político. Esto es, una vuelta de hecho a una concepción oligárquica.

La mediación partidaria

Para Rancière, es la fatiga la que “exige que la gente esté representada por un partido” 40. La negación de toda representación implica el rechazo categórico del concepto de partido como manifestación de una renuncia a existir por sí mismo. En 1975, Claude Lefort veía en el partido el ejemplo mismo de la incorporación. A diferencia de Castoriadis, rechazaba por principio todo manifiesta o programa que tendiera a una visión global. En 1993, concretando su adhesión a la oposición binaria entre totalitarismo y democracia para apoyar sin falta a la guerra de la OTAN en los Balcanes y al empleo por parte de Israel de los territorios palestinos, consideraba que, tan pertinente como fuera, la crítica de los partidos no podía “hacer olvidar la exigencia constitutiva de la democracia liberal de un sistema representativo”.

Tras asignar a las redes asociativas de la sociedad civil un papel indispensable, mantendría que “la rivalidad de los partidos hace aparecer en su generalidad las aspiraciones de distintos grupos sociales”41. Esto era, ironía de la historia, incorporarse por caminos tortuosos a la idea leninista según la cual, la política siendo irreducible a lo social, se determina en última instancia por las relaciones de clase que opera a través de la lucha de los partidos.

En el último Bourdieu, el rechazo de la fe democrática en la justeza de la suma matemática de las opiniones individuales consigue lógicamente restablecer la importancia de la acción colectiva, cualquiera que sea el nombre otorgado a ese colectivo. Pero un partido no es la clase, y la clase está excediendo siempre a los partidos que pretenden representarla. Habría pues “una antinomia inherente a la política”: el riesgo de precipitarse en la enajenación por delegación y representación bajo el pretexto de escapar de la enajenación en el trabajo. Porque no existen en tanto que grupo (si no es que estadísticamente) antes de la operación de la representación, los dominados tendrían, a pesar de todo, necesidad de ser representados. De ahí un círculo vicioso casi perfecto de la dominación, y “la cuestión fundamental, casi metafísica, de saber eso que debe decirse para que la gente que no hablaría si no se hablara por ellos”42.

Cuestión metafísica, en efecto, o falso problema. Resulta inevitablemente de la preconcepción según la cual los dominados serían incapaces de romper el círculo vicioso de la reproducción y de hablar para ellos mismos. Los dominados hablan – y sueñan –, y de múltiples maneras. Contrariamente a lo que afirma Bourdieu, existen distintas maneras, incluso como grupos, antes “de la operación de la representación”, y millares de palabras de obreros, mujeres, esclavos, dan prueba de esta existencia. El problema específico es el de su palabra política. Como lo mostró Lenin, la lengua política no es un reflejo fiel del social, ni la traducción ventrílocua de los intereses corporativos. Ella tiene sus desplazamientos y sus condensaciones simbólicas, sus lugares y sus oradores específicos.

De la destrucción teológica de los partidos políticos

En la actualidad, el rechazo de la “forma partido” se acompaña generalmente de una apología de las coaliciones puntuales, de las formas fluidas y reticulares, intermitentes y afinatarias. Isomorfo a la retórica liberal de la libre circulación y la sociedad líquida, este discurso no es tan nuevo. En su Nota sobre la supresión general de los partidos políticos 43, Simone Weil no se limitaba a encontrar refugio en un en cuanto sí “apartidario”. Llegaba lógicamente a exigir “comenzar por la supresión de los partidos políticos”. Su exigencia se derivaba lógicamente del diagnóstico según el cual “la estructura de todo partido político” implicaría “una anomalía redhibitoria”: “Un partido político es una máquina que debe fabricarse de la pasión colectiva, ejercer una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno”. Todo partido sería pues “totalitario en germen y en aspiración”44.

Tal es la expresión más radical de la crítica, de moda en nuestros días, a los partidos políticos. Después de la experiencia vivida de la guerra civil española, del pacto germano-soviético, de la “gran mentira” estalinista, se puede comprender el origen: el horror probado ante la evolución de las grandes máquinas partidarias de entre guerras y el sofocamiento del pluralismo político. Tiene por contrapartida un elogio apoyado “de la no pertenencia” (ingenuamente considerada como una prenda de libertad individual) y “un deseo incondicionado de verdad” que remite bastante lógicamente a una concepción religiosa de la verdad revelada por la gracia: ¡“La verdad es una”! ¡“Y solo el bien es un fin”! ¿Pero quién declara esta absoluta verdad, y quién decide este soberano bien?

Suprimida la política, lo que resta es la teología: “La luz interior concede siempre a cualquiera que la consulta una respuesta manifiesta”. ¿Pero “cómo desear la verdad sin nada saber ella?” Está allí, admite a Simone Weil, “el misterio de los misterios”, cuya aclaración es puramente tautológica. La verdad nace del deseo de verdad: “La verdad, son los pensamientos que surgen en el espíritu de la criatura que piensa, sola, completa, exclusivamente deseosa de la verdad. Es deseando la verdad en el vacío, y sin intentar convertirse por adelantado en el contenido que recibe la luz.”

Esta revelación por la gracia y esta búsqueda de pureza conducen ineluctablemente a la paradoja de un individualismo autoritario – a cada uno su verdad. Desafiando a toda autoridad colectiva, termina por imponer arbitrariamente su propia autoridad. Así pues, ¿“la supresión de los partidos sería un bien casi puro”?45 ¿Pero por qué sustituirlos? Simone Weil se imagina un sistema electivo donde los candidatos, en vez de proponer un programa, se limitarían a emitir una opinión puramente subjetiva: “Pienso tal y cual cosa respecto a tal o cual gran problema”. Más partidos, por lo tanto. Pero ni de izquierda, ni de derecha. Un polvo, una nube de opiniones cambiantes: los cargos electos se asociarían y de disociarían según “el juego natural y el movimiento de las afinidades”. Para evitar que estas afinidades fluidas e intermitentes se cristalizan o se coagulan, sería necesario llegar hasta prohibir que a los lectores ocasionales de un estudio se organiza en sociedad o en grupo de amigos: ¡“Siempre que un medio intentaría cristalizarse dando un carácter definido a la calidad de miembro, habría represión penal cuando se demostraba el hecho”!46 Lo que devuelve a la cuestión que decreta el derecho, y en nombre de qué se ejerce esta justicia penal.

¡Suprimid la mediación de los partidos, y se tendrá el partido único – o incluso el Estado de “sin-partido”! No hay salida. La denegación de la política profana, con sus impurezas, sus incertidumbres, sus convenios imperfectos, trae ineluctablemente a la teología con todo sus preparados de gracias, milagros, revelaciones, penitencias y perdones. Las fugas ilusorias para escaparse a sus servidumbres perpetúan realmente una impotencia. En lugar de pretender sustraerse de la contradicción entre la incondicionalidad de los principios y la condicionalidad de las prácticas, la política consiste en instalarse en ella, en trabajarla para sobrepasarla sin nunca suprimirla.

La desconfianza hacia las lógicas partidarias es legítima. Pero resulta un poco corto imputar a una forma – la “forma partido” – la responsabilidad exclusiva del peligro burocrático y las miserias del siglo. La principal tendencia a la burocratización se inscribe en la complejidad de las sociedades modernas y en la lógica de la división social del trabajo. Ella atormenta a todas las formas de organización. La supresión de los partidos reclamada por Simone Weil, sustitución de un fetichismo invertido, parte de un plano determinismo organizativo que naturaliza la organización en vez de historizarla, en lugar de pensar sus evoluciones y sus variaciones en función de los cambios en las relaciones sociales y en los medios de comunicación. La lucha social y política es asunto de relaciones de fuerzas. Estas relaciones se inscriben en una totalidad dialéctica y se transforman mientras duran. La crisis global del capitalismo debe combatirse globalmente. Ante el plebiscito mediático permanente, funcional al hiper-presidencialismo, un colectivo militante constituye un espacio de contrapoder necesario para resistir a las potencias colosales del dinero y los medios de comunicación (que son cada vez más a menudo los mismos). Que se le llame colectivo, movimiento, frente, organización, o partido, ¿qué más da. Pero, ¿por qué ceder al método del eufemismo, y no nombrar francamente partido a eso que toma partido?

Revolución democrática permanente. Contrariamente a un prejuicio, Marx no tenía ningún menosprecio para las libertades democráticas, a las que calificó de formales. Jurista de formación, sabía demasiado bien que las formas no están vacías y que tienen su eficacia propia. Destacaba solamente los límites históricos: “La emancipación política [la de los derechos del ciudadano] es un gran progreso; en absoluto es la forma última de la emancipación humana en general, pero es la última forma de la emancipación humana en el orden del mundo tal como existe hasta ahora.” 47 Se trataba, para él, de sustituir “la cuestión de las relaciones de la emancipación de la religión, por la emancipación política”, de pasar “de las relaciones de la emancipación política a la emancipación humana”. O del paso de la democracia política a la democracia social. Esta tarea de revolucionar la democracia, que se ha convertido en práctica con la Revolución de 1848, queda por realizar para que la crítica de la democracia parlamentaria realmente existente no oscile del lado de las soluciones autoritarias y las comunidades míticas.

Rancière habla de “escándalo democrático”. ¿En qué la democracia puede ser escandalosa? Precisamente, porque debe, para sobrevivir, ir siempre más lejos, transgredir permanentemente sus formas instituidas, trastornar el horizonte universal, de poner la igualdad a prueba de la libertad. Porque revuelve sin cesar la división dudosa de la política y lo social y contesta paso a paso los ataques de la propiedad privada y las usurpaciones del Estado contra el espacio público y los bienes comunes. Porque, en fin, debe pretender extenderse permanentemente y en todos los ámbitos el acceso a la igualdad y a la ciudadanía. Ella misma sólo es, entonces, si es escandalosa hasta el final.

1er Marte 2009
www.vientosur.info
http://www.vientosur.info/documentos/Bensa%20Escandalo.pdf
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. New York Daily Tribune, 25 juin 1853.
  2. Cfr. Enzo Traverso, Le Totalitarisme. Le XXe siècle en débat, Paris, Seuil.
  3. Trotski, Staline, Paris, Grasset, 1948.
  4. J. Rancière, La Haine de la démocratie, Paris, La Fabrique, 2005, p. 44
  5. P. Rosanvallon, La Légitimité démocratique, Paris, Seuil, 2008, p. 317.
  6. R. Aron, Introduction à la philosophie politique. Démocratie et Révolution, Livre de poche, 1997, p. 36.
  7. M. Abensour, La Démocratie contre l’État, Paris, PUF, 1997.
  8. Ibid., p. 72.
  9. C. Schmitt, Parlementarisme et démocratie, Paris, Seuil, 1988.
  10. A. Badiou, De quoi Sarkozy est-il le nom, Paris, ed. Lignes, 2007, p. 42.
  11. Ibid., p. 122.
  12. Marx-Engels, Inventer l’inconnu. Écrits sur la Commune, La Fabrique, 2008.
  13. A. Badiou, « Mai 68 puissance 4 », in A Babord, avril 2008.
  14. A. Badiou, De quoi Sarkozy…, op. cit., p. 13.
  15. Voir L. Canfora, La Démocratie, histoire d’une idéologie, Paris, Seuil, 2007.
  16. J. Rancière, La Haine de la démocratie, op. cit., p. 103-105.
  17. J. Rancière, Au bord du politique, Paris, La Fabrique, 1998, p. 13.
  18. La philosophie déplacée. Colloque de Cerisy, Horlieu éditions, 2006.
  19. In Politiquement incorrects. Entretiens pour le XXIe siècle, Daniel Bensaïd, Paris, Textuel, 2008.
  20. Agnès Heller, Fernc Feher, Marxisme et démocratie, Petite Collection Maspero, 1981, pp. 127 et 237.
  21. K. Marx, La Guerre civile en France, Paris, Éditions sociales, p. 260.
  22. Ibid., p. 301.
  23. J.-L. Nancy, Vérité de la démocratie, Galilée, 2008, p. 45-47.
  24. Isabelle Garo, L’Idéologie ou la pensée embarquée, Paris, La Fabrique, 2009.
  25. J.-J. Rousseau, Le Contrat social, Paris, Aubier, 1943, p. 187.
  26. Saint-Just, « Institutions républicaines », in Œuvres complètes, Paris, Folio Gallimard, 2004, p. 1087.
  27. Ibid., p. 1091.
  28. J.-L. Nancy, Vérité de la démocratie, op. cit., p. 53.
  29. C. Castoriadis, L’Institution imaginaire de la société, Paris, Points, Seuil, 1999, p. 161.
  30. Ibid., p. 319.
  31. C. Lefort, Le Temps présent, Paris, Belin, p. 635.
  32. W. Lippmann, Le Fantôme du public, Paris, Demopolis, 2008, p. 39.
  33. Ibid., p. 143.
  34. J. Rancière, La Haine de la démocratie, op. cit., p. 60.
  35. C. Lefort, Le Temps présent, op. cit., p. 478.
  36. Alexandra Kollontaï, L’Opposition ouvrière, Paris, Le Seuil, 1974, p. 50.
  37. Oskar Anweilher, Les Soviets en Russie, Paris, Gallimard.
  38. Luciano Canfora, op. cit.
  39. J. Rancière, <em>La Haine de la démocratie</em>, <em>op</em>. <em>cit</em>., p. 57.
  40. J. Rancière, Le Philosophe et ses pauvres, Paris, Champs Flammarion 2006, p. 204.
  41. C. Lefort, Le Temps présent, op. cit., p. 941.
  42. P. Bourdieu, Propos sur le champ politique, Lyon, Presses universitaires de Lyon, 2000, p. 71.
  43. S. Weil, Note sur la suppression générale des partis politiques, 1950, ed. de la Table ronde; 2006 ed. Climat con prefacio André Breton.
  44. Ibid., p. 35.
  45. Ibid., p. 61.
  46. Ibid., p. 65.
  47. K. Marx, Sur la question juive, Paris, La Fabrique, 2006, p. 44.

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