Grandezas y miserias de Foucault y Deleuze

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Este texto es una reanudación de un extracto de Éloge de la politique profane, Albin Michel, 2008, que se editó en castellano bajo el título “La política eclipsada”, en Elogio de la política profana, Peninsula, Madrid, 2009. Archivos personales. Clasificados en “Política profana y estrategia”. Fechadesconocida (entre 2007 y 2009).

Deleuze y Foucault nos faltan. Nos faltan para pensar el momento de vertiginosa incertidumbre en el cual el mundo está metido desde hace dos decenios, y del que fueron, en cierta medida, anunciadores. En los años setenta, anunciaron el derrumbe del paradigma político de la modernidad. Es por eso, sin duda, que nos llegan, que nos son cercanos, pero también que nos irritan a veces, y nos irritan contra nosotros mismos.

Retoños de salvados, de sobrevivientes, de sanados milagrosamente, hemos sido alimentados por las grandes sagas de la emancipación, los partidarios de la comuna al asalto del cielo, octubre y los trenes blindados de la guerra civil, la Larga Marcha y la Sierra de Teruel, las guerras de liberación. Dicho de otra manera, hemos llegado a la política en el corazón de una secuencia de fuerte intensidad estratégica. El problema del poder era o parecía planteado en la urgencia de los repartos del mundo, del trazado de los territorios, de los enfrentamientos sistémicos, de las insurrecciones urbanas (comunas) o del asedio de las ciudades por los campos.

La historia nos mordía la nuca, dijimos. Ilusión lírica, error en los ritmos, confusión de deseos y realidades. Sin embargo esta impaciencia juvenil tenía su parte de verdad. Conllevaba la intuición del momento propicio. Lejos de que los desastres del siglo hubiesen sido un paréntesis nefasto en la vía triunfal del progreso, nacíamos en un intermedio propicio, una suerte de prórroga en la carrera que llevaba a la catástrofe anunciada. Esta parte de verdad, desgraciadamente, no ha dejado de crecer después.

Es el sentimiento de un encuentro fallido, de una pérdida quizás irremediable, que merodea detrás de los paraísos artificiales y las beatitudes superficiales de los años setenta. En el momento de las liberaciones consecutivas, hasta el estremecimiento del año 68 (68 aquí como símbolo de un sacudimiento universal, de Praga a Da Nang via México y Berkeley), en el momento, digo, en que se extiende el dominio de las políticas, o la politización gana lo privado, donde se pretende ingenuamente que todo se vuelva político, se prepara el desmoronamiento de lo que algunos llamaban el horizonte de expectativas. Los términos eran inexactos. Imputaban a una crisis de los tiempos y de las temporalidades, lo que en realidad era un hundimiento y un obscurecimiento de los horizontes estratégicos y lo que después se designa, de manera inapropiada, como una crisis política.

Es la estrategia la que está en discusión. Porque una política sin estrategia no puede ser otra cosa que una gestión amedrentada de una cotidianidad que se repite y piafa en el lugar (como lo había probado ya Blanqui al día siguiente del aplastamiento de la Comuna). Los años ochenta son los de un grado cero de la estrategia, no solamente de las estrategias de subversión sino, al contrario de lo que parece, de las mismas estrategias de dominación. Porque sus lógicas son, se lo hace ver a menudo, isomorfas, Se reflejan mutuamente en un juego de espejos. No hay que asombrarse. La subversión está condenada por su inmanencia misma (y no podría escapar de ahí) a permanecer subalterna a lo que resiste y se opone. No es el menor inconveniente de las retóricas de la resistencia, pese a su virtud, en los años ochenta, de no ceder ante las retóricas vergonzosas y repulsivas de la resignación al orden ineluctable de las cosas del mundo.

Cada uno a su manera, Deleuze, Guattari y Foucault, percibió y tradujo esta crisis estratégica naciente. De alguna manera, la han revelado. Pero, al hacerlo, también la han alimentado, y esa es probablemente la razón del malentendido sobre el cual reposa su suceso. Es posible que, bajo las formas excesivas y terroristas en vigor en las (ultra) izquierdas intelectuales de la época, Badiou (y su fiel Lazarus1) hubieran presentido el peligro. Lo testimonia su olvidado panfleto acerca del rizoma2.

Después de las políticas del poder, las antipolíticas del contra-poder anunciadas, después de “la impaciencia de la libertad”3, el aprendizaje humilde del trabajo paciente que le da forma, reclama, entonces, Foucault. Algo se oculta o desaparece en esta antipolítica de transición.

Las categorías en las cuales, desde Maquiavelo y Rousseau, hasta Marx y Lenin, se basan las políticas estratégicas (pueblo, clase, soberanía, territorio, nación, ciudadanía) caen en el olvido sin ser reemplazadas. De la temática del rizoma y de la red a la de la multitud, las marchas a tientas indican el lugar vacío de un nuevo paradigma estratégico todavía inasible. Haría falta el lento maduramiento de nuevas experiencias fundadoras, de acontecimientos constitutivos, mientras que la época es la de las descomposiciones sin recomposiciones y de los acontecimientos crepusculares sin amaneceres.

El final de los años noventa y el principio del nuevo siglo marcan, quizás, demasiado pronto todavía como para decirlo, el renacimiento de las controversias estratégicas, El momento libertario, antipolítico, todavía, la ilusión de lo social sigue a la ilusión política, los textos de Virno, Negri, Holloway son sintomáticos, así, como, inversamente, las producciones de un colectivo como el grupo Krisis.

Sean, pues, Deleuze y Foucault, como marcadores simbólicos de una triple crisis anunciada: crisis de la historicidad moderna, crisis de las estrategias de emancipación, crisis de las teorías críticas, dicho de otra manera, crisis conjugada de la crítica de las armas y de las armas de la crítica.

La época que, por un contrasentido nefasto, el 68 había hecho tomar por la de un gran salto hacia delante, se revelaba al correr de los años setenta, como un pito catalán irónico del que la historia guarda el secreto, la de una regresión fenomenal. Retorno dialéctico irrisorio, “Nos hemos remitido, escribía Foucault, desde 1977 al año 1830, es decir que tenemos que recomenzar todo”4. No podíamos pensarnos ya como los herederos o los retoños de octubre, ni tampoco como los de la Comuna o de las gloriosas barricadas de 1848, sino volver a partir de más lejos todavía, de la gestación de la República, de Enjolras de los insurgentes de Saint-Mery, que rehacían ellos mismos la revolución jacobina, antes del movimiento obrero moderno y de la gran fractura social trazada con la sangre de las jornadas de junio de 1848. Este ascenso a las fuentes que un Chevènement5, ha empujado todavía más lejos.

Más prudente, o más paradójicamente político, Deleuze no deja de repetir que la búsqueda del origen es vana, ya que se vuelve a comenzar siempre por el medio y ya que “las cosas no comienzan a vivir más que por el medio”. Este rebrote en el corazón del devenir es lo opuesto al gran “volver a comenzar francés”, del sueño de la tabla rasa o de la página en blanco, de la búsqueda de una “certeza primera como de un punto de origen, siempre el punto cerrado”6. Toda la cuestión, por supuesto, era, entonces, saber por dónde pasa ese medio y como asirlo.

Crisis de la razón histórica

“Creo que hay que tener la modestia de decirse que […] el momento en que se vive no es ese momento único, fundamental o irruptivo de la historia, a partir del cual todo se acaba y todo vuelve a comenzar7” Desde 1967, Deleuze es quien ha captado con lucidez la nueva filosofía naciente cono reacción. Dijo con vigor; “El umbral habitual de la boludez asciende […]. Odio al 68, rencor del 58 […]. La revolución debe ser declarada imposible, uniformemente y en todo tiempo […]”8, Clausura del acontecimiento como “apertura a lo posible”.

A la pregunta:¿Qué pensás de los nuevos filósofos?: “Nada. Creo que su pensamiento es nulo […]. Impiden el trabajo.[…] Entrañan una novedad real, han introducido en Francia el marketing literario o filosófico en lugar de hacer una escuela […]. Lo que me da asco es muy simple: los nuevos filósofos hacen una martirología. Viven de cadáveres.” Diagnóstico lúcido. La necrofagia ávida de víctimas no ha dejado de prosperar después, desde las macabras contabilidades del Libro negro al deambular alucinado de Glucksmann en Mahattan siguiendo las huellas de un Dostoievski imaginario. “Nada de lo vivo pasa por ellos, pero han cumplido su función si ocupan la escena lo bastante como para mortificar algo9.”

“Es la negación de toda política”, concluía Deleuze. Veredicto pertinente. Sin embargo, su propio discurso no dejaban de estar en relación. Incluso le era simétrico. La respuesta opuesta, pero simétrica, cuya raíz oculta es la crisis de la historicidad (y de las creencias en el progreso herederas de la Ilustración). Esta respuesta se mantiene en la oposición del devenir a la historia: “Devenir no es progresar o regresar siguiendo una serie […]. El devenir no produce otra cosa que a sí mismo […]. Es el punto que habrá que explicar: cómo un devenir no tiene un sujeto distinto de él mismo, pero también cómo no tiene término […]. Finalmente, devenir no es una evolución, por lo menos una evolución por descendencia y filiación. El devenir no produce nada por filiación. El devenir es siempre de un orden distinto al de la filiación. Es del orden de la alianza […]. Devenir es un rizoma, no un árbol clasificatorio ni genealógico.10” E incluso: “El ‘devenir’ no es de la historia; incluso hoy, la historia designa solamente el conjunto de condiciones por más recientes que sean, de las que hay que desviarse para devenir, es decir, para crear algo nuevo11.” Contra el sentido de la historia, contra las teleologías del progreso, el devenir como apertura y disponibilidad a lo posible acontecimiental. Pero bascula hacia la antipolítico o lo anti-estratégico del camino que se hace caminando12, del camino sin meta, de la flecha que no apunta a ningún blanco, del proceso y del movimiento que son todo. Máxima de todos los reformismos: “Lo que cuenta en el camino es siempre el medio, no el comienzo ni el fin. Se está siempre en el medio del camino, en el medio de de algo: en el devenir, no hay historia13.”

Sea, pues, el devenir deleuziano, no como historia abierta, como apertura de la historia a la pluralidad de los posibles, sino como antítesis de la historia. Y así, como estética de la subjetivación minoritaria, como resistencia a toda tentación mayoritaria y victoriosa: “los devenires son minoritarios, todo devenir es un devenir-minoritario […]. La mayoridad supone un estado de dominación […]. Devenir minoritario es un asunto político […]. Es lo contrario de la macro-política, e incluso de la Historia, donde se trata más bien de saber cómo se va a conquistar u obtener una mayoría14.” Linda idea la de ese devenir minoritario siempre recomenzado como esencia de la política, o de las micropolíticas, contra la ambición mayoritaria antipolítica de los hacedores de la Historia. Las olas de disidencia y de herejía, la formación siempre minoritaria de los sujetos y de las subjetividades, donde las minoría no es cuestión de número sino más bien de sustracción a lo que homogeniza, petrifica y masifica.

Pero, al mismo tiempo, esta salida de la historia por la vía errabunda del devenir no deja de presentar el peligro de una regresión ontológica, de un peregrinaje a las fuentes del ser, que, por otra parte, Deleuze recusa con asiduidad: “No plantéis nunca”, buscando en la conjunción enumerativa del devenir (y… y… Y…) la fuerza necesaria para “desarraigar el verbo ser”, a favor de una “lógica de las relaciones” y de las conexiones.

Se ha podido constatar después a qué podía conducir esta huida fuera del dominio de la historia y esta salida de la política. La ontología del “ser judío” según Lévy-Milner (y en menor medida BHL15) significa una recaída en la eternidad del texto y en la esencia temporal.

El devenir deleuziano tiene, sin embargo, el mérito de acoger al acontecimiento o su posibilidad, que sobreviene bajo el nombre de lo Intempestivo, “otro nombre para el devenir – dice Deleuze – la inocencia del devenir (es decir, el olvido contra la memoria, la geografía contra la historia, […] el rizoma contra la arborescencia”16). ¿El devenir como condición de la novedad contra la historia? Disponible al acontecimiento, a la contingencia, a la creatividad bergsoniana: Hacer un acontecimiento sería, en efecto, “lo contrario […] de hacer una historia17”. Partícipe de la revuelta post-estructuralista y de una ciencia acontecimiental en lugar de estructural. La misma vuelta al agujero, a la apertura de la acontecimientalidad en Foucault: “No me interesa lo que no se mueve, me interesa el acontecimiento”, que casi no había sido pensado como “categoría filosófica”18 hasta entonces. Hoy, por el contrario, se asistirá a “un retorno del acontecimiento en el campo de la historia” contra una historia exclusivamente abocada a traer a la luz la regularidad de las estructuras. Pero el acontecimiento sin historia, desarraigado de sus condiciones históricas, se vuelve difícil de pensar y corre sin cesar el riesgo de bascular hacia el puro milagro incondicionado que es su versión teológica. Tiende a devenir inasible en lo que hace a su singularidad.

Sensible a la dificultad, Foucault se esfuerza en determinar con nuevos costos el sentido del acontecimiento, entendiendo la acontecimientalización en principio, como: “una ruptura de evidencia” de la que surge la singularidad, La “ruptura de evidencias” se vuelve, entonces, la primera función política de lo que se concibe como individualización. Pero esta ruptura no basta para dar cuenta de la invención, de lo inédito que resquebraja la corteza de los hechos y de las apariencias para hacer, precisamente, acontecimiento. Detrás de la disputa, es la posibilidad misma de la revolución como acto y como pensamiento la que está en juego. Ahora bien, la desafección, subrayada por Foucault, de los historiadores hacia el acontecimiento es la marca de una desconfianza o de una desilusión creciente hacia la revolución misma. De esta decepción, la empresa de Furet para “pensar la revolución” sin la revolución, es emblemática. Despojado del lastre de su espesor social y de su alcance histórico, el acontecimiento, de conformidad al giro cultural y lingüístico de los años setenta, es entonces, del orden exclusivo del signo. El Kant del Conflicto de las facultades provee la definición, para él “la realidad de un efecto no podrá ser establecida más que por la existencia de un acontecimiento”, ya que no basta seguir la trama teleológica que hace posible un progreso “para aislar en el interior de la historia un acontecimiento que tenga el valor de signo”. Sustraída a la decisión de los actores, la revolución bascula así, en Kant, hacia el orden simbólico del espectáculo. Lo que constituye el “acontecimiento de valor rememorativo, demostrativo y pronóstico”, dice Foucault, es la manera en la que el acontecimiento “conforma espectáculo”, del cual el entusiasmo desinteresado de los espectadores es el signo. Razón por la cual las Luces de la Aufklärung y la revolución son “acontecimientos que no pueden ya olvidarse”19.

Esta despolitización subrepticia de la revolución es coherente con la duda que, al correr de los años setenta, se instala en Foucault en cuanto a la deseabilidad de la revolución; “Es la deseabilidad misma de la revolución la que es un problema hoy20…” Hemos tratado en otro lugar este deslizamiento de la dialéctica de las necesidades hacia la metafísica neomarginalista de los deseos, que está presente también en Lyotard y Dollé (Ver Une lente impatience). En términos inadecuados este eclipse del deseo de revolución (Dollé) refleja un retorno de las relaciones de fuerza y la gestación de la contra-reforma liberal que se expandirá en los últimos años de los ochenta con el advenimiento del thacherismo. TINA21, no hay opción, determinismo de mercado.

Foucault registra, no sin perspicacia, este cambio en lo que estaba en el aire: “desde hace ciento veinte años […] es la primera vez que no hay ya en la tierra un solo punto de donde podría brotar la luz de una esperanza. No hay ya orientación22”. Ese desencantamiento es la contrapartida de la investidura ilusoria de las representaciones estatales: después de Rusia, ni China, ni Cuba, ni Indochina, encarnan ya la esperanza de emancipación. El pensamiento revolucionario europeo habría perdido sus puntos de apoyo, desde que no es más “un solo país” al que pudiéramos “apelar para decir: es esto lo que hay que hacer”. Nostalgia de las patrias perdidas del socialismo, Es en esta denegación que reposa la idea de que seríamos remitidos a ese enigmático 1830 (que es, claro, una fecha clave de la historia europea, cfr. Heine, Marx, etc.).

En lugar de representar una extensión del dominio de la lucha revolucionaria, la revolución si se quiere conservar la idea, se reduce entonces a la revolución del mundo de la vida o de las técnicas. Es lo que queda cuando se renuncia a la política revolucionaria, “Pero, se consuela en efecto Foucault, encarar la Revolución no simplemente como un proyecto político sino como un estilo, como un modo de existencia, con su estética, su ascetismo, formas particulares de relación consigo y con los otros” Una revolución minimalista, pues, como estilo y como estética, a falta de poder constituir todavía una política. La transición a los placeres menudos postmodernos y a las revueltas menores está planteada.

El desafío al fetiche de la Revolución mayúscula, si hipoteca el pensamiento estratégico de la política, tiene, sin embargo, la virtud de liberarse de los sortilegios de la Revolución sagrada para liberar el pensamiento de una revolución profana. Una concepción de la historia bajo el dominio de la revolución ha, en efecto, estructurado la conciencia de la izquierda desde hace casi dos siglos: Viene la época de la “revolución”. Después de dos siglos, ésta estuvo por encima de la historia, organizó nuestra percepción del tiempo, polarizó las esperanzas. Ha constituido un gigantesco esfuerzo para aclimatar la sublevación en el interior de una historia racional y dominable”23. Hasta el punto en que se ha llegado a considerar a la revolución como un trabajo y a profesionalizar al revolucionario, “¿Es tan deseable, entonces, esta revolución? Osar, pues, “plantear la cuestión de saber si la revolución vale la pena”24.

Foucault llama a desprenderse de “la forma vacía de una revolución universal”, en singular, para poder pensar mejor la pluralidad (multiplicidad) de revoluciones profanas. Puesto que “los contenidos imaginarios de la revuelta no se han disipado a la luz del día de la revolución”. Remonta, pues, a la superficie un hurgar subterráneo de herejía, de resistencias, de disidencias irreductibles, La revolución iraní deviene en ese contexto la reveladora de un cambio de perspectiva y de una nueva semántica de los tiempos históricos. “El 11 de febrero de 1979 la revolución ha tenido lugar en Irán” Sin embargo, constata Foucault, esta larga cadena de fiestas y de duelos, “todo eso, nos hacía difícil llamarla revolución” En la bisagra de los años setenta y ochenta, las palabras se volvieron inciertas, Escapan a la unidad supuesta de su concepto. Pues la revolución iraní, nos alegre o no, anuncia el advenimiento de revoluciones de otro género. La historia viene, en efecto, a “poner debajo de la página el sello rojo que autentifica la revolución. La religión ha sido el levantar el telón […]. El acto principal va a comenzar: el de la lucha de clases […].” Pero, “es seguro eso”? Nada menos seguro, en efecto. Una revolución en un cierto sentido que se parece a las revoluciones de antaño, con el imán Jomeini en el papel remake de un pope Gapon, una revolución mística como envoltura provisoria de una revolución social anunciada, una vez que la lucha de clases hubiera hecho estallar el caparazón religioso de su crisálida.

Pero será porque está tan seguro Foucault, en efecto, de abstenerse de una concepción unificada y normativa de la revolución moderna, que es uno de los primeros en señalar que el Islam no es solamente una religión sino “un modo de vida. La pertenencia a una historia y una civilización que corre el peligro de constituir un gigantesco polvorín25”.

El descubrimiento de este equívoco fin de siglo baliza una transición que no tiene nombre, o cuyas tentativas de nominación bajo las de la postmodernidad acarrean má confusiones que aclaraciones. Foucault es consciente de esto y recusa la ilusión cronológica que consiste en situar a la modernidad en un calendario y hacerla seguir de una “enigmática e inquietante postmodernidad”. Prefiere ver allí una actitud [más] que un período (ver Les Irréductibles), la huella de una discontinuidad y el signo de una heroización irónica del presente arrastrado por la velocidad, la elegancia y la heroización de su propia vida. Este punto crítico alcanzado en el crepúsculo de los años ochenta favorece un desplazamiento de las categorías conceptuales en las cuales se expresaban desde hacía muchos decenios los grandes conflictos característicos de la época. La lucha de los proletarios contra los burgueses (Le Manifeste) o de los pueblos contra el imperialismo se vuelve soluble en el teatro de sombras ideológico que opone de ahí en más totalitarismo y democracia (o derechos del hombre o discurso humanitario). Al defender su cuerpo, Foucault, mucho más que Deleuze, participa así de la rehabilitación ideológica de un capitalismo en el cual, a despecho de los perjuicios, mercado y democracia serían consubstanciales, Foucault o los epígonos (el foucaultiano Brossat acerca de los Balcanes).

Interpretando y queriendo prolongar a Deleuze para “liberar la acción política de toda forma unitaria y totalizante”, Foucault parece adoptar la subsunción de los “dos legados, del fascismo y del estalinismo” bajo la noción tutelar de totalitarismo. Retrospectivamente, el año 1956 con el aplastamiento de la revuelta de Budapest aparece como el acontecimiento revelador de esta configuración. Uno puede, en definitiva, preguntarse si la reanudación crítica del paradigma político de la modernidad no es el signo de un retorno de lo reprimido, de una dificultad para pensar simultáneamente en sus similitudes (que hacen legítima la compración) y sus diferencias, los totalitarismos raciales y el totalitarismo burocrático, Como lo dice lacónicamente Foucault, “pensar el estalinismo no era cómodo”. Era, sin embargo, necesario para resistir. Otros (Rousset, Castoriadis, Naville, Mandel) se habían dedicado a eso, pero sus esfuerzos permanecieron ignorados.

El grado 0 de la estrategia

Desde 1972, mientras las políticas de Estado retomaban la iniciativa, a la izquierda, con la firma del programa común, se inicia un movimiento de retiro y de deserción del campo estratégico post-sesenta y ocho en provecho de un moralismo de las revueltas. La puesta a parte de la cuestión del poder se vuelve, entonces, el motivo de una división del trabajo entre política y filosofía, que permitían un nuevo compromiso entre las políticas de gestión temperadas y la radicalidad filosófica. Foucault resumirá más tarde los términos de ese compromiso, declarando; “mi moral teórica es […] “anti-estratégica”; ser respetuoso cuando una singularidad se subleva, intransigente, ni bien el poder infrinja lo universal”26. Redefine, entonces, el papel del intelectual específico no solamente como el contratipo del intelectual universal, sino como antítesis del intelectual orgánico (que se ha vuelto inconcebible desde que comienza la lenta erosión de las fuerzas a las que Gramsci vinculaba esta organicidad). Falsa modestia que consiste en trabajar en sectores determinados sobre problemas específicos. Este retiro o esta retirada han tenido, incontestablemente, su fecundidad al favorecer la exploración de nuevos campos de compromiso militante. No son menos el testimonio de un desarrollo que el de una desilusión, incluso, de un renunciamiento (sin retractación).

“No quiero para nada, insiste Foucault, desempeñar el papel de quien prescribe soluciones. Considero que el papel del intelectual hoy no es hacer la ley, proponer soluciones, profetizar, puesto que en esa función no puede más que contribuir al funcionamiento de una situación de poder determinada […]. Me niego a que el intelectual funcione como el doble y, al mismo tiempo, como la coartada del partido político.”

Exorcizar así, a la vez, la triple función del intelectual legislador romano, del maestro de sabiduría griego o del profeta judío que acosan a la figura del intelectual para contentarse modestamente – pero, ¿es tan modesto? – con el papel socrático de un “destructor de evidencias”. El filósofo crítico se hace humildemente “periodista” (“Yo soy un periodista”27), simplemente “capturado por la cólera de los hechos”.

La fórmula no deja de tener brillo. Decepcionado por las grandes ambiciones y las esperanzas críticas, por los grandes sistemas filosóficos y políticos, se trataría de empezar de nuevo, a ras del suelo, para pensar el mundo a la altura de los “pequeños hechos verdaderos” que lo revelan. Foucault no se deja engañar, sin embargo, por lo que tiene de ilusorio, incluso, de demagógico, esta oposición entre los “pequeños hechos verdaderos” y las grandes ideas vagas, o esa apología del “polvo que desafía a la nube28”. El hecho sin la idea es todavía una ilusión empírica y las nubes de polvo no son un simple agregado de partículas elementales.

El repliegue en la cotidianidad periodística es o bien una confesión o una constatación de impotencia estratégica, cuyas razones son todavía difícilmente aprehensibles. Se trata, en efecto, de una triple cuestión: del poder, de las clases y de la política revolucionaria (en la época en que esos términos devienen un pleonasmo).

Estado y poderes

La impotencia ante el restablecimiento del Estado burocrático (después de la revolución cultural o después de 1968) favorece un desplazamiento de las prácticas hacia la cuestión del y de los poderes. Allí, todavía, la impasse estratégica produce efectos derivados fecundos. Permite descubrir, detrás de la gran figura tutelar moderna del Estado Leviatán, la red y la retícula de las relaciones y los juegos de poder: “El poder se construye y funciona a partir de […] multitudes de cuestiones y de efectos de poder29”. La distinción entre la institución del poder del estado y las relaciones de poder que lo anteceden o le son subyacentes permite articular temporalidades políticas diferentes y que muy a menudo son confundidas. El Estado, decíamos entonces, es lo que está en juego en un acontecimiento revolucionario, condición previa a su posible deterioro: el Estado es algo a quebrantar, el poder, algo a deshacer (La Révolution et le Pouvoir). De esta distinción foucaultiana somos deudores por mucho tiempo. Al pensar el poder como “algo que circula y no funciona más que en cadena”, permite “desembarazarse del modelo del Leviatán” para pluralizar la revolución en “tantos tipos de revolución como codificaciones subversivas posibles”.

¿Qué puede pasar mientras tanto con el Estado en esta dispersión de revoluciones en migajas? Foucault por mucho que proclame que “el poder son juegos estratégicos”, la resistencia a las relaciones de poder no entraña menos un repliegue estratégico ante la cuestión del Estado considerado no ya como la fuerza donde se anudan y suturan unitariamente, en una configuración histórica dada, estas relaciones de poder y estas relaciones de fuerza, sino como una forma de poder entre otras. La estrategia pragmática se disuelve entonces en la suma molecular de las resistencias, porque, después de todo, “cuando hay una relación de poder hay una posibilidad de resistencia. No estamos nunca atrapados […]30”.

Más aún, si es verdad, como lo afirma Foucault, “que no puede haber sociedad sin relaciones de poder”, si esas relaciones son, entonces, el horizonte infranqueable de las relaciones sociales, ¿qué pasa con el estado como forma histórica específica y con su función desde el punto de vista de las estrategias de dominación dado que Foucault admite todavía que las relaciones de poder, pese a su complejidad y su diversidad, terminan por “organizarse en una especie de figura global” o en “un encabalgamiento de relaciones de poder que, en total, hacen posible la dominación de una clase sociales sobre otra”?31

En resumen, ¿la cuestión del estado se disuelve en lo sucesivo en la del/ de los poderes? Dicho de otra manera: ¿La cuestión de la lucha de clases y de la explotación se disuelve en la del control biopolítico?

La crítica de los poderes responde, por otra parte, a un desvanecerse de los actores de la subversión pensados bajo la forma del gran sujeto proletario, Permite, y esa es su gran virtud, liberar “la acción política de toda forma de paranoia unitaria y totalizante32”. Bajo la reproducción de las clases, hay siempre, según Deleuze, una carta variable de las masas33”. Esta deconstrucción le permite a Foucault proseguir, al restituir a la noción de clase un estatuto estratégico y no sociológico; “Los sociólogos reaniman el debate interminablemente para saber qué es una clase y quién pertenece a ella. Pero, hasta aquí, nadie ha examinado ni profundizado la cuestión de saber qué es la lucha. ¿Qué es la lucha cuando se dice lucha de clases? […] . Lo que me gustaría discutir a partir de Marx, no es el problema de la sociología de las clases sino el método estratégico que concierne a la lucha”34. Aquí, Foucault da en el clavo. Pensar estratégicamente y no sociológicamente la lucha de clases lo acerca, más de lo que se cree, a Marx, alejándolo de la vulgata positivista de sus epígonos. La paradoja quiere, sin embargo, que esta lectura estratégica sea, precisamente, reivindicada en el momento en que se borran los parámetros de un pensamiento estratégico, “Se puede, incluso, decir que es la estrategia la que permite a la clase burguesa ser la clase burguesa y ejercer su dominación”. Pero, eso no quiere decir que se la pueda representar como un sujeto pues “el poder burgués ha podido elaborar grandes estrategias sin que, sin embargo, haya que suponerle un sujeto”35. Si la lucha de clases no es ya a sus ojos la última ratio del ejercicio del poder, no constituye menos “la garantía de inteligibilidad de ciertas grandes estrategias”36.

Esta arqueología de las resistencias, si permite deshacer la hipóstasis imaginaria de un proletariado sujeto de la historia, resucita, de contragolpe, las configuraciones precapitalistas de la masa, de la plebe o de la multitud. El contexto es propicio. La “nueva filosofía” decepcionada por las desventuras del proletariado rojo, descubre con admiración las virtudes seculares de la plebe representada por el mujik en Tolstói o Solyenitzin. Neopopulismo regresivo, a diferencia del populismo del siglo XIX y de sus ambivalencias, marcas de una transición del orden feudal tardío a la modernidad capitalista. Los nuevos “amigos del pueblo” que invaden entonces los textos de Glucksmann37 con, como acompañamiento lógico, el neo-misticismo angélico de Jambet38 y Lardreau39.

Más lúcido, más prudente y más clarividente sobre todo, Foucault presiente la trampa: “No hay, sin duda, que concebir a la “plebe” como el fondo permanente de la historia, el objetivo final de todas las sujeciones, el fuego nunca completamente extinguido de todas las revueltas. No hay, sin duda, realidad sociológica de la ‘plebe’. Pero hay siempre algo […] que no es la materia primera más o menos dócil o reacia, pero que es el movimiento centrífugo, la energía inversa, la escapada. ‘La’ plebe no existe, sin duda, pero hay algo ‘de la’ plebe40.”

Badiou y su círculo se inquietaron, en su tiempo, por las razones y consecuencias de este deslizamiento conceptual. Lo hicieron en términos que hoy se han vuelto ilegibles. La alerta no era menos legítima en tanto percibía, en el nacimiento, la lógica de las descomposiciones postmodernas donde muy pronto iba a perderse la política. La plebe de los campos devenía en la pluma de los nuevos filósofos, la antítesis eterna del avasallamiento totalitario del Goulag que fingen descubrir con Solyenitzin. Sin retomar ni quizás conocer el diagnóstico de Benjamin o de Arendt acerca del fascismo como expresión de la descomposición de clases y masas, Badiou y sus amigos veían en la descomposición plebeya de la lucha de clases el anuncio de una nueva fascistización, llegando hasta a cartografiar dos tentaciones “social-fascistas” que operaban tanto en “la furia anti-militante de los maoístas deleuzianos” como en el cientificismo de los althuserianos. Al denunciar en el rizoma un “fascismo de la papa” (sin que se pueda, por desgracia, tener ninguna garantía de un uso humorístico de la fórmula) entreveían en el desencadenamiento de la tormenta de lo múltiple, en el asalto contra “los centros sean cuales fueren”, a favor de este tubérculo acéntrico, en la enumeración infinita de las fuerzas sociales puntuales, en la suma disparatada de las revueltas, perfilarse un odio a la militancia, mal camuflado en odio a la lucha de clases (Cahiers Yenan, 43), o, a la inversa, puesto que el entorno de Guattari había emprendido, paralelamente, una carga contra “el ideal militante”.

Ahora bien, el grupo filosófico Yenan revelaba “al extremo de lo Múltiple está el Déspota revisionista, al extremo de las bromas literarias de Deleuze, la sonrisa ministerial o el déspota fascista”. Era reproducir groseramente la vieja dialéctica estaliniana del retorno y la unidad de los contrarios, más simplemente, el procedimiento habitual de los procesos por amalgama. La lasitud y el reflujo hacían que esta retórica pudiera encontrar un público entusiasta entre “la clientela de las revueltas de los dispersos”, encantada de saber que “todo comunica con todo, que no hay antagonismo irreductible”, y que todo es “tubérculo informe y pseudópodo de lo múltiple”. Se pasaban de rosca bastante al proclamar que “el anarquismo de lo múltiple prepara el fascismo”, dado que cualquier deseo vale para las multiplicidades maquínicas.

Lo que permanece de esta crítica deleuziana es la desmitificación, por vías bien diferentes de la operada por Althusser, de una Historia unitaria obrada por un Sujeto demiúrgico, el minar los fundamentos de la categoría y de la supremacía del sujeto que ha dominado la filosofía europea anterior a la guerra.

Precisando el proyecto, Foucault resume la tarea que se ha fijado; “He intentado salir de la filosofía del sujeto al hacer la genealogía del sujeto moderno, que abordo como una realidad histórica y cultural […] susceptible de transformarse41.” Culminación de un lento y largo trabajo de zapa: el sujeto fenomenológico había sido minado por la teoría lingüística y por el psicoanálisis que habían permitido deshacerse de la subjetividad psicológica.

Sin embargo esta deconstrucción del sujeto mayúsculo y soberano, no termina, a menudo, más que en una afirmación de las subjetividades en migajas, de ahí que la negación de una teoría previa del sujeto desemboque en una subjetivación exacerbada de sujetos autistas desarraigados de su ser social (ver Kosic). La política difícilmente se beneficiará con eso.

La empresa es congruente con la negación legítima del fetichismo de la Historia erigida en meta-sujeto: mientras la función crítica de la historia consistiría en mostrar, más modestamente, que lo que es no ha sido siempre y que siempre se da en la confluencia de encuentros, de azares, en el transcurso de una historia frágil, que se forman las cosas42.

La dimisión estratégica se manifiesta, en definitiva, a través de la denigración de la función profética. En Deleuze, a diferencia del adivino, el profeta no interpreta nada, Solamente es presa de “un delirio de acción más que de ideas o de imaginación”43. Es un desprecio extraño por la función performativa y preventiva, o simplemente política de la profecía, que Foucault comparte cuando le reprocha a los análisis históricos de Marx el que concluyan con palabras proféticas a corto término, la mayoría de las veces, erróneas. “El objetivo, en las luchas, es ocultado siempre por la profecía”, afirma44, al negarle a sus propios libros cualquier alcance profético y al oponer a la acción ligada a la profecía, la acción absorbida por su propia eficacia inmediata.

Foucault, al rendir homenaje a Maurice Clavel, hace entonces un elogio de una expectativa sin profecía, sin el lastre de promesas perimidas: “Clavel no era profeta, no esperaba el momento último”. Curiosa idea de la función profética. Se puede, efectivamente, en contraste con el oráculo o el adivino, concebir al profeta como una figura arcaica o pre-política del estratega cuya predicción condicional conjura el destino para llamar a la acción susceptible de conjurar la catástrofe anunciada. Habría, entonces, en el pensamiento programático moderno una forma profana y estratégica de la profecía, la noción de estrategia que mezclaría, como, sin embargo, el mismo Foucault lo señala, tres ideas complementarias: la elección de los medios apropiados para la prosecución de un fin, la anticipación del juego, según lo que se piensa que debe ser la acción de los otros, y el conjunto de recursos movilizados para llegar a la victoria. La estrategia se resume, entonces, “por la elección de soluciones ganadoras”. Si el desencanto conduce a la conclusión de que ya no hay solución ganadora posible, no hay lugar para ninguna estrategia. Cuando ella alcanza su grado cero, no queda más que un imperativo categórico moral de resistencia y un formalismo de la fidelidad. La ética de la política se desvanece entonces en el moralismo anti-político.

Esta cerrazón ante la estrategia, signo de los tiempos, se contradice, sin embargo, con el pensamiento de la pluralidad de los posibles y el despliegue, en el Deleuze bergsoniano, en particular, de una temporalidad creadora o de la contingencia de los devenires. Dice, efectivamente, muy bien que una sociedad no se contradice, sino que se estrategiza o estrategiza45. Si el poder se ejerce más bien que se posee, es, en efecto, en todas partes, “asunto de estrategia”, la estrategia de las fuerzas que se oponen permanentemente a la estratificación de las fuerzas. La fórmula reflexiva de una sociedad que “se estrategiza” no deja de ser enigmática. ¿Qué queda de una política sin programa, de una estrategia sin programa, de un arco tendido y de una flecha que no apunta a ningún blanco?

Crisis en la teoría

El eclipse del pensamiento estratégico se acompaña, lógicamente, de un retorno forzoso de la filosofía bajo sus formas clásicas, a la que se le vuelve a conferir la misión de estar por encima – de vigilar “los abusos del poder de la racionalidad política”. Lo que, en detrimento de su anunciada ruina, le brinda, según Foucault “una esperanza de vida bastante prometedora”46.

La abdicación estratégica va lógicamente de la mano del renunciamiento a una teoría que no sea, según Clausewitz, ni una ciencia, ni un arte (en el sentido de un simple saber hacer empírico) sino un concepto estratégico de fuerzas y de antagonismos en movimiento. Retorno, pues, paradójico en Deleuze, a la vez, a la filosofía, definida por “la invención o la creación de conceptos” y como sistema (“Yo creo en la filosofía como sistema”47). Por rebote del desencanto político, la filosofía recurre, en efecto, al sentimiento de vergüenza suscitado por el compromiso que estaríamos constreñidos a pasar en nuestra época, que constituye a sus ojos “uno de los motivos más potentes de la filosofía”48. La filosofía regenerada por la moral, entonces.

Como si se tratara de expiar con eso el crimen filosófico de Heidegger: “El asunto Heidegger ha venido a complicar las cosas: tuvo que pasar que un gran filósofo se reterritorializara efectivamente en el nazismo para que los comentarios más extraños se cruzaran, tanto para cuestionar su filosofía, como para absolverlo en nombre de argumentos tan complicados y retorcidos que uno queda perplejo. No es siempre fácil ser heideggeriano. Se habría comprendido mejor que un gran pintor, que un gran músico cayera, así, en la vergüenza (pero justamente no lo han hecho). Fue necesario que fuera un filósofo, como si la vergüenza debiera entrar en la filosofía misma. Quiso volver a los griegos vía los alemanes en el peor momento de su historia: ¿qué hay peor, decía Nietzsche, que encontrar un alemán cuando se espera a un griego? ¿Cómo los conceptos (de Heidegger) no estarían intrínsecamente manchados por una reterritorialización abyecta? A menos que todos los conceptos conlleven esta zona gris e indiscernible en la que los luchadores se confunden un instante en el suelo y en la que el ojo fatigado del pensador toma a uno por otro: no solamente al alemán por un griego, sino al fascista por un creador de existencia y de libertad49. ” Redención de la filosofía por la vergüenza. Curiosa presencia, en efecto, de la vergüenza y de la abyección para designar un desastre histórico y político de cabo a rabo. ¿Reuniría las retóricas de lo impensable y de lo indecible?

¿Las Luces heridas?, ¿Tamizadas? ¿Obscurecidas? Pero las Luces sin embargo o a pesar de todo, porque no se trata para Foucault de instruir el proceso de la racionalidad, sino de pensar la compatibilidad de la racionalidad con la violencia, de concebir una historia contingente de la racionalidad que pueda oponerse a la gran teodicea de la razón. Este retorno a Kant no puede cumplirse más que sobre las cenizas de Marx o, por lo menos, de los marxismos vulgares, “El marxismo se encuentra actualmente en una crisis indiscutible”, diagnostica Foucault, crisis que no es otra cosa que “la crisis del concepto occidental de qué es la revolución, la crisis del concepto occidental de qué son el hombre y la sociedad”50.

La empresa althuseriana que en un tiempo fue recibida como un esfuerzo (desesperado) de regeneración de un marxismo desnaturalizado se revela allí, en efecto, como una impasse o el último sobresalto de una agonía. La condena superficial al estalinismo como “desviación” (Réponse à John Lewis) termina, en efecto, en un imposible retorno a “un marxismo-verdad”51. Si las tentativas “de academizar a Marx”, de las cuales el allthuseranismo universitario representaría la última tentativa, desconocen el estallido que él produjo, no deja de ser cierto que el marxismo sería responsable de un irremediable empobrecimiento de la imaginación política. “Tal es nuestro punto de partida”52. En definitiva y a despecho de sus intenciones, la teoría de Marx marcaría el aborto más que el nacimiento de un discurso estratégico, el acontecimiento nacido muerto de un pensamiento estratégico ahogado por la picota de la dialéctica hegeliana. Es muy lógicamente que, desde su punto de vista, Foucault recusa entonces el término de dialéctica que obligaría en tanto se lo acepta a subscribir el esquema cerrado de la tesis y de la antítesis: “una relación recíproca no es una relación dialéctica”53, las relaciones antagónicas recíprocas no son contradicciones lógicas, sino oposiciones reales sin síntesis reconciliadora.

Entonces, lo que se produce en la obra de Marx es “de alguna manera un juego entre la formación de una profecía y la definición de un blanco” Un juego, aquí en el sentido de una distancia no colmada, de una articulación que no une o lo hace mal, un encuentro que falta entre un discurso de lucha y una consciencia histórica. Esos dos discursos – la consciencia de una necesidad histórica y la apuesta de una lucha incierta – no se unen, la pretensión estratégica se hunde en su entre-dos.

La observación lleva, si se refiere a la mayoría de los discursos, a los que se hacen en nombre de Marx bajo la forma de los marxismos ortodoxos. Traduce, bajo una forma distinta, el divorcio mortífero entre las condiciones objetivas presentadas como garantía de un happy end de la historia y la insuficiencia, sin cesar repetida, de los factores subjetivos. A veces, la confianza reiterada en las leyes de la historia, a pesar de las desmentidas y los fracasos, otras veces, el voluntarismo del sujeto convocado a hacer la historia a su grado. La constante de fracaso teórico conduce a Foucault a una inversión de la problemática. No se trta ya de interrogar al goulag a partir de los textos de Marx o de Lenin, sino de interrogar a sus discursos a partir de la realidad del goulag, Sana “cólera de los hechos”, aún a condición de recorrer la iteración en los dos sentidos, a falta de lo cual, la interrogación en un sentido único se acercaría a los nuevos filósofos, a su antiautoritarismo sumario y a su exorcismo neo-místico del mal absoluto.

Uno se sorprende de la manera poco crítica en la que un lector tan cultivado y afilado como Foucault da cuenta de lo que acepta designar con el término grosero de marxismo cuando escribe: “El marxismo se proponía como una ciencia, una suerte de tribunal de la razón que permitiría distinguir la ciencia de la ideología”, constituir, en suma “un criterio general de racionalidad de toda forma de saber”. Sin duda paga aquí su propio tributo de ignorancia a la indigente marxiología dominante de la época y a su captación por razones de partido y de Estado. La teoría crítica de Marx se confunde, entonces, con el pesado positivismo estaliniano (y más allá, de la social-democracia clásica). El homenaje casi fortuito y sin consecuencias que le tributa al “considerable trabajo” de los trotskistas54 es la menor de las cosas que alguien que no podía ignorar a contemporáneos de la envergadura de Rousset, Naville, Sebag, Castoriadis, Lyotard, Guattari. No deja de estar prisionero de una identificación indefendible de estalinismo y marxismo.

Llega, sin embargo, a matizar esta amalgama al volver sobre sus propios tanteos: “Lo que deseo […] no es tanto la desfalsificación, la restitución de un Marx verdadero sino, ciertamente, el aligeramiento, la liberación de Marx en relación a la dogmática de partido que, a la vez, lo ha encerrado, vehiculizado y blandido durante tanto tiempo”55. Formulación más ajustada que se refiere, más específicamente, a lo que él todavía llama: “la exaltación hagiográfica de la economía política marxista debida a la fortuna histórica del marxismo como ideología política nacida en el siglo XIX” Si lo que se gestaba alrededor del 68 no tenía aún expresión teórica propia y un vocabulario adecuado, si se necesitaba para pensarla, en lo que tenía de novedoso, resquebrajar las categorías petrificadas en dogma, inventar “formas de reflexión que escapen al dogma marxista”, sin ceder al irracionalismo, la cuestión era la de una proyección más allá de Marx y no una regresión más acá hacia el moralismo kantiano o la filosofía política liberal, de un nuevo impulso a partir de Marx porque, como lo repetía tanto Deleuze, se comienza siempre por el medio (Marx no por el fetichismo, no como crítica suficiente, sino como crítica necesaria y fundadora de la modernidad, cf. Marx l’Intempestif, le Sourire du spectre, les Hiéroglyphes).

Anexos
Cahiers Yenan y el paisaje filosófico

¡Ilegible! “No hay más que un gran filósofo de este tiempo: Mao Tse-Tung”. Eclipse de la política va de la mano con el eclipse de la filo que “no es más permanente que la revolución” y no entra en escena más que en las “bisagras de la historia” (edito colectivo, p. 6). Cuando la filo se retira con el reflujo suena la hora de los “traficantes del nihilismo”, del Deseo y del Ángel, de “la pornografía y del misticismo” (sic). A la vuelta: “La gran y violenta época ve acabarse su ciclo en los alrededores de 1972” (Programa común). El reflujo se traduce en una regresión filosófica de la que Deleuze y Guattari apenas ocultarían: “retorno a Kant, eso es lo que encontraron para conjurar el fantasma hegeliano”, “tobogán del Deseo” es lo incondicionado kantiano disimulado por “la hojalatería maquínica”. La regla del Bien, el imperativo categórico puesto sobre sus pies por “sustitución divertida de lo universal por lo particular: obra siempre de forma que la máxima de tu acción sea rigurosamente particular. Este “moralismo deseante” es lo que queda de las ruinas de un estructuralismo vergonzoso.”

Por su “complacencia al peor”, Deleuze y Guattari se caracterizarían como “ideólogos prefascistas” ¡nada menos! “Bandolerismo deleuziano y ciencia althuseriana”: las dos tetas de la reacción antifilosófica (p. 17). Su punto común a los ojos de Badiou y consortes, es la antipolítica, la política que consiste en hablar poder, programas, y consignas. A los neos les gusta o idolatran la revuelta, pero odian la política, demasiado sucio, que es el cambio del mundo real, Se vengan pues en la filosofía al identificar el Poder, todo poder, con el Mal, Fantasma de la pureza: la revuelta es buena, la política es mala, las Masas son buenas, el Proletariado es malo, el portavoz es excelente, el militante horrible (p. 11). Retirada a la gestión o filosófica de la política revolucionaria.

De dónde la sustitución de las clases por las masas/multitudes. Liberar la multiplicidad deseante de la unidad axiomática del capital, o incluso a la plebe sometida al gulag. “En el fondo el sueño político izquierdista [a-estratégico], es el movimiento de masas continuado linealmente hasta la beneficiosa constatación de que el Estado, suavemente, se borró” Reformismo del rizoma. Milagro de la disolución de toda cosa en el flujo de la fuga, comprendido el antagonismo. Inventario enumerativo de las revueltas adicionables, enumeración infinita de las “fuerzas sociales puntuales, pero negación obstinada de toda unificación estratégica del campo político. Delectación en lo múltiple es abominación del dos como figura del conflicto (de la lucha). La dialéctica, ese es el enemigo: “el Rizoma va a buen paso hacia la apología desenfrenada de cualquier cosa”. No hay ya burguesía, ni proletariado: “todo es tubérculo informe, pseudópodo de lo múltiple”, fascismo, pues, de la papa. Presentimiento de la descomposición postmoderna donde todo, no solamente lo sagrado y lo sólido, se vuelve humo o se escurre en una fuga apasionada, A los que leen a Deleuze, Lacan, Foucault y Althusser preguntándose dónde estamos, qué se nos cuenta, hay que responder todavía: “historia, lucha de clases, política” (p. 18). Porque “el anarquismo de lo múltiple” que escupe a la clase en nombre de las masas, “prepara el fascismo” (p. 74).

Según el mismo Badiou, muchas de las elucubraciones de derivan del asombro o de la sorpresa ante un mayo del 68 imprevisto, cuya irrupción “despertaría los misterios puros del Deseo”, o como “la entrada en escena de lo irracional”. Ahora bien, hace mucho tiempo que los marxistas-leninistas han dejado de identificar racional y analíticamente previsible, en virtud misma del primado de la práctica: “Las masas hicieron la historia, no los conceptos” (p. 26) Siempre el exceso de lo real por encima del concepto o del constructo. Habrá siempre más, lo irreductible, en el ladrido del perro que en su concepto. Así, la ruptura puede ser pensada en su generalidad dialéctica, pero “históricamente, no es sino practicada”. La práctica está primero, No práctica pura. Pero el resto no es de ninguna manera incognoscible (p. 279. Todo acontecimiento es sorpresa, toda decisión es incierta. La revuelta debe sorprender al partido mismo (Tesis de abril, insurrección de octubre), con una sorpresa “de nuevo tipo”, dice aún Badiou. Es el dilema estratégico del demasiado tarde resignado y el demasiado pronto represivo. Transformación de la razón histórica en razón estratégica.

¿Remordimientos de Badiou? (Deleuze, La Clameur de l’être, Hachette, 1997). Homenaje incómodo en forma de reconciliación póstuma. En los años rojos (1970 y Vincennes), “para el maoísta que soy, Deleuze, inspirador filosófico de los que nosotros llamábamos los anarco-deseantes, es un enemigo tanto más temible porque está en el movimiento y porque su curso es uno de los lugares altos de la universidad. Nunca he temperado mis polémicas, el consenso no es mi fuerte. Lo ataco con las palabras de la artillería pesada de entonces, Dirijo una vez, incluso, una brigada de intervención en su curso, Escribo, bajo el característico título “El flujo y el partido” un artículo furibundo contra sus concepciones de la relación entre movimiento de masas y política, Deleuze permanece impávido, casi paternal, Habla, respecto de mí de suicidio intelectual.· (pág. 8).

Se piensa comúnmente que la filosofía de Gilles Deleuze alienta la multiplicidad heterogénea de los deseos y su cumplimiento sin trabas, que es respetuosa de las diferencias, que se opone, por eso, conceptualmente, a los totalitarismos (comprendidos el estaliniano y el maoísta), que preserva los derechos del cuerpo contra los formalismos aterrorizantes, que no cede en nada al espíritu de sistema y preserva lo Abierto, que participa de la deconstrucción moderna o post por su crítica de la representación, que substituye la búsqueda de la verdad por la lógica del sentido, que combate las idealidades transcendentales en nombre de las inmanencias creadoras, en pocas palabras, imagen de un Deleuze como “pensador alegre de la confusión del mundo”. Badiou tira un poco hacia él el manto de la reconciliación, al encontrar en lo múltiple una “metafísica de lo Uno” (p. 20) y al recusar el ideal anarquizante de autonomía que se le atribuye. Es culpa de los discípulos y del “papel equívoco de los discípulos”, a menudo (¿siempre? “fieles a un contrasentido” y que terminan por traicionar. Ahora bien, Deleuze permanece “diagonal” en relación a todos los bloques filosóficos que dibuja el paisaje filosófico desde los años sesenta. Verdad.

La reconciliación (o el apaciguamiento) deseada se haría, sin embargo bajo el signo de la filosofía restaurada en su eminencia ( y en su estar por encima). Descansaría “en la convicción de que podríamos por lo menos hacer valer juntos nuestra total serenidad positiva, nuestra indiferencia obrante ante el tema, difundido en todas partes, del fin de la filosofía” (p. 13). Reencuentros ontológicos fundados en el retorno a la cuestión el Ser:

“En definitiva, el siglo habrá sido ontológico, Esta destinación es mucho más esencial que el giro lingüístico que se le acredita.” Ahora bien, “Deleuze identifica pura y simplemente la filosofía con la ontología”. El “clamor del Ser” como voz del pensamiento y clamor de lo decible, El pensamiento del Ser es confianza posible en el ser como medida de las relaciones… (p. 33). Anexión discutible póstuma.

Mil mesetas (1980)

En Mil mesetas, Deleuze y Guattari, adelantando la moda reticular, llamaban a romper con la cultura de la arborescencia, de las raíces y del tronco, a favor de la figura anti-genealógica del rizoma, que procede por “variaciones, expansión, conquista, captura, picadura” (p. 32). Haced rizoma, no raíz, tal era la consigna. ¡No plantéis nunca! ¡Sed multiplicidades! ¡Haced la línea y no el punto! Pues “un rizoma no empieza y no termina”.

Huye según una red de líneas de fuga. Esas líneas no son líneas de evasión para evadir el mundo. Pretenden, al contrario, “hacerlo huir” (¿en doble sentido?, como se revienta un tubo. Esas líneas de fuga son inmanentes al campo social, porque “siempre algo se fuga” (p. 249-251).

Estas líneas de fuga son el camino de un exilio o de un éxodo, de un nuevo nomadismo desterritorrializado. Esa falta, en efecto, según los compinches, es una ·monadología” que es lo contrario de una historia, la expresión de un pensamiento nómade sin sujeto pensante universal (p. 469). La primera determinación delo nómade es que ocupa un espacio liso (p. 510), siendo el mar el espacio liso por excelencia. Lo liso se opone a lo estriado. El espacio liso es “un campo sin conductos ni canales (p. 459).

En la cultura no arborescente del rizoma, el devenir matorral lo lleva al orden histórico. Ese devenir no es evolución por descendencia o por filiación. No apunta ni produce algo distinto a sí mismo. Los devenires “son minoritarios” (p. 356). Nunca se deviene mayoritario, la mayoría no es aquí concebido como un estado cuantitativo sino como un estado de dominación. Mujeres, chicos, animales, moléculas son otras tantas minorías. Devenir minoritario es pues “un asunto político”, lo contrario exacto de la macropolítica o de la historia con mayúsculas, donde se trata ante todo de saber cómo conquistar una mayoría (propósito anti-estratégico). La conquista de la mayoría es de aquí en más, secundaria, en relación a las marchas de lo imperceptible” (p. 358).

Clases/masas. No hay, en efecto, “lucha que no se haga a través de proposiciones indecidibles y que no construya conexiones revolucionarias contra las conjugaciones de la axiomática” (p. 592). Según la oposición entre lo molar y lo molecular, y desde el punto de vista micropolítico, una sociedad se define por sus líneas de fuga moleculares y por la microgestión de pequeños miedos. Así, la noción de masa es molecular, irreductible a la segmentaridad molar de las clases: “Sin embargo, las clases están bien marcadas en las masas. Ellas las cristalizan. Y las masas no dejan de derramarse, de escurrirse de las clases” (p. 260). (Claro, en cierto sentido, puesto que las clases son construcciones socio-estratégicas, y que hay siempre un exceso de lo real sobre su constructo conceptual) La multiplicidad siempre recomenzada de las masas (el mar, el mar) se opone así a la singularidad molar de las clases: “Hay siempre una carta variable de las masas bajo la reproducción de las clases” (p. 270). Pues “en tanto la clase obrera se define por un estatuto adquirido o por un Estado teóricamente conquistado, aparece como capital y no sale del plano del capital” (p. 589).

Ruptura revolucionaria. El clinamen de los antiguos atomistas es el elemento diferencial, generador del torbellino y de la turbulencia, el ángulo más pequeño por el que el átomo se desvía o se separa de la recta. Representa, entonces, la modalidd por excelencia de la fluidez y de la red, del rizoma en expansión por variación continua. La idea de revolución es ambigua, típicamente occidental en la medida en que remite a una transformación (¿estratégica aún?) del estado y oriental, en la medida en que proyecta la destrucción/abolición (p. 478).

Consigna. Fórmula performativa de toda estrategia, la consigna, lanzada para ser obedecida (mucho más que para ser creída) sería una “sentencia de muerte” (p. 96). Quien rompa con la cultura de la arborescencia renuncia también a la apelación imperativa a favor de los enunciados en relación con presupuestos implícitos. Cf. Lenin, a propósito de las consignas (1917). Pero la consigna puede también comprenderse como un grito de alarma, una alerta ante el fuego: “El profetismo judío ha soldado el anhelo de estar muerto y el impulso a la huida a la consigna divina”. Pero el profeta no es un sacerdote (p. 156 /128) ¿?

Fascismo

“Hay fascismo cuando una máquina de guerra se instala en cada agujero, en cada cabeza” (p. 261). La sociedad secreta de los microfascismos (comprendidas las organizaciones de izquierda). Es fácil, en efecto, proclamarse antifascista a nivel molar “sin ver al fascista que se es en sí mismo, al que se mantiene y alimenta con moléculas personales y colectivas” (p. 262). Extrapolación de la parte obscura al fenómeno político. El fascismo, asunto de psico y de pulsión, ¿despolitizado, deshistorizado? De donde la diferencia entre fascismo y totalitarismo. El totalitarismo es “asunto de Estado”, conservador por excelencia, mientras que en el fascismo, se trata, ciertamente, de una máquina de guerra (p. 281).

Deleuze/Guattari/Tarde. La revolución molecular de Guattari: el capitalismo o la indiferencia relativista: tartamudea, repite, ritualiza, mientras que la primera tarea de una teoría del deseo sería “discernir las vías posibles de su irrupción en el campo social”. Cortar el deseo de trabajo es el primer imperativo del capital. De ahí dos luchas no exclusivas:

– la lucha de clases (que implica las máquinas de guerra y un cierto centralismo);

– la lucha en el frente del deseo como “subversión permanente de todos los poderes”.

No la unidad ideal, pues, sino “una multiplicidad equívoca de deseos”

Lenin, las consignas y la guerra

À propos des mots d’ordre (julio, 1917, t. 25, p. 198). “Pasó demasiado a menudo en las bruscas vueltas de la historia que los partidos, aún los avanzados, no puedan, durante más o menos mucho tiempo, asimilarse a la nueva situación y repiten las consignas justas para la víspera pero que han perdido todo sentido hoy, tan repentinamente como la historia ha cambiado repentinamente.” La consigna como embrague para acelerar y cristalizar una coyuntura, concreción estratégica. ¿Estrategias sin consignas? Todo el poder a los soviets. La insurrección ahora.

Coherente con la idea de que “la cuestión del poder es la cuestión fundamental de toda revolución”. Si ya no se plantea, no hay ya consignas… (Ibíd.)

Acerca de la guerra, Lenin sigue siendo clausewitziano (“el prolongamiento de la política por otros medios). Deriva de eso que “toda guerra está indisolublemente ligad al régimen político del que deriva”. De ahí que la Revolución francesa implique “el nuevo ejército” (La Guerre et la Révolution, conferencia del 14 de mayo de 1917, tome XXIV, p. 407).

Deleuze filósofo ( Qu’est-ce que la philosophie ? 1991)

La filosofía como creación continua de conceptos. La filosofía “tiene horror de las discusiones” y de los debates: siempre tiene otra cosa para hacer (p. 33). Porque la filosofía es un constructivismo no una dialéctica: “La filosofía es devenir, no historia, co-existencia de planos, no sucesión de sistemas” (p. 59).

¿La historia de la filosofía tiene un sentido y la verdad una historia, a menos que no tenga sentido? “Lo que no puede ser pensado, y sin embargo debe ser pensado, eso fue pensado una vez, como Cristo se ha encarnado una vez parar mostrar esta vez la posibilidad de lo imposible”. Tentación ontológica, pero de una ontología negativa, más compatible con el legado de tarde como pensamiento de las relaciones y conexiones que del Ser. El filósofo opera una inversión de la sabiduría al servicio de la inmanencia pura, Así, Spinoza es “el cristo de los filósofos” y los más grandes filósofos son apenas apóstoles (p. 59).

Desconfianza de la utopía que comporta siempre el riesgo de “restauración de una transcendencia”, si bien hay que distinguir las utopías autoritarias (o de transcendencia) y las utopías libertarias, revolucionarias, inmanentes. “La utopía no es un buen concepto porque, aun cuando se opone a la historia, se refiere todavía a ella y en ella se inscribe como un ideal o como una motivación. Pero el devenir es el concepto mismo, Nace en la Historia y en ella recae, pero no está ahí. No tiene en sí mismo principio ni fin, sino solamente un medio. También es más geográfico que histórico” (p. 106).

Traducido del francés por Felisa Santos para www.democraciasocialista.org
www.danielbensaid.org

Documents joints

  1. El autor se refiere a Silvayn Lazarus, de L’Organisation Politique, colaborador de Alain Badiou (NdT)
  2. “La situación actual en el frente de la filosofía”, Cahier Yenan, n° 4, Maspero, 1977, pág. 10. (NdT)
  3. Michel Foucault, Dits et écrits II, 1976-1988, Paris, Gallimard, 2001, p. 1397.
  4. Ibíd, p. 398.
  5. Político francés, ex primer ministro (NdT).
  6. Gilles Deleuze, Dialogues, Paris, Flammarion, 1996, p. 50.
  7. Michel Foucault, op. cit, p. 1267.
  8. Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, Paris, Minuit, 2005, p. 131.
  9. Ibíd., pp. 128-132.
  10. Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, Paris, Minuit, 2001, pp. 291-292.
  11. Gilles Deleuze, Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie?, Paris Minuit, 1991, p. 92.
  12. En español en el original (NdT).
  13. Gilles Deleuze, Dialogues, op. cit., p. 37.
  14. Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, op. cit., pp. 356-357.
  15. El autor se refiere a Bernand-Henri-Lévy? (NdT).
  16. Ibíd., p. 363.
  17. Gilles Deleuze, Dialogues, Paris, Flammarion, 1996, p. 81.
  18. Michel Foucault, Dits et Écrits II, 1976-1988, Paris, Gallimard, 2001.
  19. Ibídem., p. 1504.
  20. Ibídem, p. 266.
  21. TINA signigica “There Is No Alternative”, eslogan de Margaret Thatcher (NdT).
  22. Ibídem, p. 397.
  23. Ibídem, p. 791.
  24. Ibídem, p. 269.
  25. Ibídem, p. 761.
  26. Ibídem, p. 794.
  27. Ibídem, p. 475.
  28. Ibídem, p. 829.
  29. Ibídem, p. 232.
  30. Ibídem, p. 267.
  31. Ibídem, p. 379.
  32. Ibídem, p. 135.
  33. Gilles Deleuze, Félix Guattari, Mille Plateaux, op. cit., página no mencionada.
  34. Michel Foucault, Dits et Écrits II, op. cit., p. 505.
  35. Ibídem, la cita no corresponde a la página mencionada.
  36. Ibídem, p. 425.
  37. André Glucksmann, nacido en 1937. Pensador francés, autor de Los maestros pensadores, 1977. Apoyó a Sarkozy (NdT).
  38. Christian Jambet (nacido en 1949), filósofo, ocupa la cátedra de filosofía islámica en la École Pratique des Hautes Études. En su ­juventud fue maoísta (NdT).
  39. Guy Lardreau (1947-2008), filósofo francés. Escribe en 1976 L’Ange con Christian Jambet (NdT).
  40. Michel Foucault, <em>Dits et Écrits II</em>, op. cit., p. 431.
  41. Ibídem, p. 980.
  42. Ibídem, p. 1268.
  43. Gilles Deleuze et Félix Guattari, Mille Plateaux, op. cit., p. 156.
  44. Michel Foucault, Dits et Écrits II, op. cit., la cita no corresponde a la página mencionada.
  45. Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, Paris, Les éditions de Minuit, 2003, p. 116.
  46. Michel Foucault, Dits et Écrits II, op. cit., p. 954.
  47. Gilles Deleuze, Deux régimes de fous, op. cit., p. 339.
  48. Gilles Deleuze, Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie ?, Paris, éditions de Minuit, 1991, p. 103.
  49. Ibídem., p. 104.
  50. Michel Foucault, Dits et Écrits II, op. cit., p. 623).
  51. Ibídem., p. 278.
  52. Ibídem., p. 599.
  53. Ibídem., p. 471.
  54. Ibídem., p. 408.
  55. Ibídem., p. 1276.

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